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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (10 page)

Me volví a sentar al ordenador y abrí la lista de URL que Rudy me había enviado sobre las enfermedades priónicas y me pasé horas sumergido en ciencia que me superaba con creces, pero de la que entendía lo suficiente como para asustarme. Me enteré de que las enfermedades priónicas siguen siendo muy poco habituales, alrededor de un caso por millón de personas en el mundo. En Estados Unidos solo había unos trescientos casos. No eran frecuentes, pero sí muy peligrosas y los misterios que rodeaban a esas hijas de puta a menudo producían reacciones de pánico. Todo el asunto aquel de las vacas locas fue un caso grave de enfermedad priónica y la precipitación con la que se sacrificó a decenas de miles de reses mostró el grado de miedo asociado a la amenaza. No es que todo esto ayudase. Estoy segurísimo de que Javad no se convirtió en lo que era por comer una hamburguesa del McDonald’s en mal estado. Luego entré en otra de las URL de Rudy, que me condujo a un artículo sobre una enfermedad basada en priones llamada insomnio familiar fatal, en el que un pequeño grupo de pacientes de todo el mundo sufría un insomnio cada vez mayor, que tenía como resultado ataques de pánico, el desarrollo de extrañas fobias, alucinaciones y otros síntomas disociativos. El proceso completo duraba meses y normalmente la víctima acababa muriendo como resultado de una privación total del sueño, por cansancio y por estrés. Busqué más información sobre el tema y, aunque no había ningún tipo de conexión con un estado similar al de los muertos vivientes, el concepto se me quedó en la cabeza. Estar despierto siempre. No dormir. No descansar. No soñar.

—Jesús… —Era un pensamiento aterrador y una forma terrible de morir.

¿Podía estar equivocado Church? ¿Sufriría Javad en realidad una enfermedad cuyos síntomas llevaron a los médicos a creer que estaba muerto cuando en realidad estaba en coma? Su regreso de entre los muertos podría ser algo tan poco siniestro como despertarse de un coma cataléptico. Parte de eso me parecía que encajaba, pero al seguir leyendo me encontré con otro obstáculo. Varios de los sitios decían que no era posible dormir a las víctimas, ni siquiera con medios artificiales. No caían en un coma terminal al final de su sufrimiento. Morían y, al parecer, así se quedaban. Además, aunque Javad hubiese estado en alguna especie de catatonia caminante, no explicaba por qué se había pasado por el forro las dos balas del 45 que le había metido en la espalda. Estaba claro había algo que yo no conseguía ver y era desesperante.

18

Grace, Maryland / Lunes, 29 de junio; 8.39 a. m.

Grace Courtland estaba sentada en su cómoda silla giratoria de cuero sorbiendo una Coca-Cola light y mirando los ocho monitores a color que mostraban el interior del coche de Joe Ledger, cada una de las habitaciones de su apartamento y la sala de consulta de la oficina del doctor Rudy Sanchez. Se lo había pasado en grande viéndolos buscar micrófonos ocultos. Por supuesto, ninguno había encontrado nada. De lo contrario, alguien de su equipo habría perdido el trabajo. Por lo que el DCM pagaba por la tecnología de retransmisión holográfica sería mejor que no se viese ningún dispositivo. El DCM contaba con sólidos recursos económicos y al señor Church le gustaba tener juguetes que nadie más tenía en el patio del cole.

Courtland tenía la mesa llena de informes sobre Ledger: registros de cuentas bancarias, declaraciones de impuestos, certificados académicos, su expediente militar completo y copias de todo lo que había sobre él desde que entró en la policía de Baltimore. Lo había leído todo, pero Joe Ledger seguía siendo un misterio. Había muchas cosas que lo habrían convertido en un material excelente para el DCM y a Grace le costaba cada vez más mantener su postura de que Ledger era un error garrafal. Si no fuese por aquella evidencia concluyente en el cuaderno de bitácora del destacamento especial…

Aquella mañana se había leído al completo el expediente de servicio militar de Ledger. Había conseguido notas altas en todos los ámbitos de entrenamiento y había sobresalido en combate a corta distancia, vigilancia y contravigilancia, guerra terrestre y en todos los ejercicios de acción inmediata. Había varias cartas que recomendaban a Ledger para la escuela de oficiales, pero todas incluían notas que decían que Ledger había declinado la oferta. Una nota escrita a mano del coronel Aaron Greenberg, comandante de la base de Fort Bragg, decía: «El sargento segundo Ledger ha indicado que su objetivo es utilizar su entrenamiento militar para prepararse mejor para una carrera como oficial de policía en su ciudad natal de Baltimore, Maryland. Yo le dije que era una gran suerte para el Departamento de Policía de Baltimore, pero una gran pérdida para el Ejército».

Era una carta impresionante, pero ella decidió interpretarla como falta de ambición. Sin embargo, lo que realmente le llamó la atención fue la transcripción de una declaración del comandante de Ledger, el capitán Michael S. Costas. Tras el asalto al almacén, Church había enviado a algunos agentes para que Costas declarase bajo juramento tras firmar un acuerdo de confidencialidad. Costas habló libremente y dijo maravillas sobre Ledger, pero había un diálogo que debió de impresionar especialmente a Church, ya que era la única parte subrayada en amarillo:

DCM: Capitán Costas, según su opinión profesional, ¿cree que Joe Ledger es fiable?

COSTAS: ¿Fiable? Es una pregunta extraña. ¿Fiable en qué?

DCM: ¿Si fuese a formar parte de una rama especial del Ejército? COSTAS: ¿Se refiere a Seguridad Nacional o algo así?

DCM: Sí, algo así.

COSTAS: Se lo diré de otra manera. Estoy en el Ejército desde que tenía dieciocho años y soy ranger desde los veinte. He combatido en la batalla del mar Rojo y en la Tormenta del desierto. También he servido en escuelas de entrenamiento para rangers y he aprendido a confiar en mi juicio sobre qué hombres van a convertirse en alguien realmente bueno y cuáles son más propensos a ser siempre del montón.

DCM: Y su opinión es… ¿qué? ¿Que Ledger era uno de esos que se iban a convertir en alguien realmente bueno?

COSTAS: Demonios, eso ya lo sabía antes de que fuese a la academia de rangers. No, lo que vi en Joe durante el tiempo que sirvió en mi compañía es que iba a ser grande. No bueno…, sino realmente grande. Eso no se ve muy a menudo, no a menos que hayas estado en muchas zonas de guerra. Yo sí he estado en muchas zonas de guerra y le puedo decir ahora mismo que Joe Ledger es un héroe en potencia.

DCM: ¿Un héroe?

COSTAS: Confíe en mí. Si puede inspirarlo, si logra conmover a ese hombre, encontrar aquello en lo que cree…, entonces le aseguro que le mostrará cosas que nunca verá en otro soldado. Se lo garantizo.

—Un héroe, ya… —murmuró Grace burlándose de la efusividad de Costas; pero a medida que se sumergía en la vida de Ledger algo en su interior iba cambiando. Lo volvió a leer y luego cerró la carpeta del informe—. Tonterías.

Ledger era un buen luchador, eso estaba claro, pero con todo a lo que se tenía que enfrentar el DCM, ¿podían arriesgarse a tener a bordo a alguien como él? El soldado que había en ella no quería tener nada que ver con él. Pero la mujer no estaba tan segura. En la pantalla tenía a Ledger martilleando el teclado de su ordenador, con un rostro totalmente concentrado y aquellos brillantes ojos azules y…

—Basta ya, tonta —dijo en voz alta, y le dio la espalda a la pantalla durante un momento. Todo aquello eran tonterías contraproducentes, el efecto secundario de estar sola en un trabajo solitario y en un país extranjero. Todo era hormonas y biología, nada más.

Pero cuando se giró de nuevo y miró la pantalla, los ojos de Joe seguían siendo igual de azules.

Pulsó un botón que hizo surgir una pantalla de Internet que mostraba lo que Ledger estaba mirando, y Grace se obligó a concentrarse en la información sobre priones que estaba leyendo. La complejidad de la información médica era un alivio y podía sentir cómo la pequeña llama de emotividad se iba apagando en su interior. Bebió un sorbo de su Coca-Cola light y tiró la lata bajo su mesa de despacho. No permitiría que Ledger subiese a bordo. Por nada del mundo.

19

El señor Church, Maryland / Lunes, 29 de junio; 8.51 a. m.

El señor Church se recostó en una gran silla de cuero y bebía de vez en cuando de una botella de agua mineral. La pared que tenía delante estaba cubierta del techo al suelo con monitores de vídeo. La pantalla mostraba al doctor Rudy Sanchez tomando notas en su oficina particular mientras un sargento de patrulla rompía a llorar al confesar que tenía una aventura con una secretaria de la comisaría de policía de la que su esposa había empezado a sospechar. Church no le prestaba atención al poli, pero estudiaba muy de cerca a Sanchez. Escogió un barquillo de vainilla del plato y mordió un trozo.

Otra pantalla mostraba a Joe Ledger inclinado sobre su ordenador y, cuando pulsaba las teclas, sus palabras se mostraban en una barra de texto digital bajo la pantalla.

Pero lo que más le interesaba era la pantalla de la parte superior izquierda de su tablero de visualización. En esa, Grace Courtland bebía una Coca-Cola light y observaba a Joe Ledger, al parecer, con una gran fascinación. La cámara que había instalado en su oficina era algo que ni siquiera ella podría encontrar. Estaba dos o tres generaciones por encima del equipo que ella solía utilizar, que ya era de última generación. Church tenía mejores fuentes.

Observó su rostro, el contorno de su boca, cómo cambiaban sus ojos al observar a Ledger. Luego masticó la galleta. Aunque alguien hubiese estado allí su rostro no mostraría ninguno de sus pensamientos.

20

Baltimore, Maryland / Lunes, 29 de junio; 9.17 a. m.

Decidí abordar todo aquello de una forma diferente, así que llamé a Jerry Spencer, mi amigo del Departamento de Policía de D. C., el que se había roto el esternón en el almacén. Jerry llevaba treinta años en el oficio y era el mejor forense que jamás había conocido. Si alguien podía tener un soplo sobre el DCM sería él.

Respondió al quinto tono.

—Jerry. Eh, tío, ¿cómo tienes el pecho?

—Joe —dijo, con un tono de voz plano.

—¿Cómo estás? ¿Sigues de baja médica o…?

Pero me cortó.

—¿Qué necesitas, Joe?

Su tono era natural, así que decidí ser franco con él.

—Jerry, ¿has oído hablar de una agencia federal llamada DCM?

Hubo un largo silencio al teléfono y luego Jerry dijo:

—No, Joe… y tú tampoco.

Antes de que pudiese elaborar una respuesta me colgó.

—¡Oh, vaya! —murmuré, y durante los siguientes diez minutos lo único que hice fue sentarme y mirar fijamente al teléfono. Habían contactado con Jerry; hasta un ciego lo podría ver. Me estrujé el cerebro imaginando cuánta fuerza sería necesaria para asustar tanto a un tío como Jerry como para que me mandase a freír espárragos de esa manera.

Cobbler se subió a mi regazo y acaricié aquel pelo suave como la seda mientras le daba vueltas al problema.

Hasta ahora había dudado si hacer o no una búsqueda directa del DCM por miedo a que ese acrónimo o las palabras «Departamento de Ciencia Militar» hiciesen saltar algún tipo de alarma. Desde hace tiempo el Gobierno venía utilizando diferentes paquetes de programas informáticos para localizar ciertas combinaciones de palabras en correos electrónicos o en búsquedas en la Red. Escribir algo como «bomba» y «escuela» supuestamente levanta una bandera roja. Hacer este tipo de búsqueda podría meterme en un follón. Pero, por otro lado, ¿cómo iba a dejar esto así? ¿Cómo podía esperar Church que lo olvidase? Aunque Church tuviese razón y todo eso de Javad, los priones y los muertos vivientes hubiese acabado (un golpe de suerte que conseguimos solucionar antes de que fuese a más), eso no cambiaba el hecho de que el incidente hubiese sacudido todo mi mundo. Ahora sé cómo se siente esa peña que ve un ovni o un bigfoot; no los chiflados, sino los que están totalmente seguros de que han visto algo fuera de lo normal y que no saben qué hacer.

¿Qué ocurriría si hacía esa búsqueda? Quiero decir… ¿cómo respondería ante eso Church? Conocía al hombre, y aunque pudiese verlo alimentando a una manada de lobos hambrientos con un autobús de huérfanos y de monjas si ello favorecía a su propósito, no me parecía un cretino rencoroso.

Entonces, ¿qué haría si yo buscaba «Departamento de Ciencias Militar»?

—Bésame el culo, Church —dije, y pulsé la tecla de entrada.

Obtuve unos cuantos resultados del colegio del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva, pero la búsqueda no dio ningún resultado que tuviese que ver con Seguridad Nacional ni con agencias secretas. ¿Una pérdida de tiempo? Quizá. O quizás había lanzado la pelota al tejado de Church.

21

Gault y Amirah / El búnker / Seis días antes

El traje de PVC de nivel A para el manejo de materiales peligrosos tenía refrigeración y era muy cómodo, pero Gault seguía sintiéndose como una nube de algodón gigante. Se quedó cerca de la exclusa de aire. En una mano tenía un control remoto inalámbrico que activaría la salida de emergencia en caso de que tuviese que salir corriendo; en la otra, una Snellig 46, una pistola de electrochoque con dardos metálicos. Amirah estaba detrás de una pared de plexiglás con los dedos sobre un teclado de ordenador.

—¿En qué etapa está? —preguntó Gault. Los trajes estaban insonorizados y los intercomunicadores eran de la mejor calidad.

—Etapa uno avanzada.

Gault levantó una ceja.

—¿Sigue vivo?

La criatura que estaba allí no parecía viva en absoluto. La piel oscura había pasado a un enfermizo color morado amarillento; tenía la boca floja, los labios grises y correosos. Gault se movió unos centímetros para intentar ver los ojos de aquella cosa y fue entonces cuando pudo detectar algún signo de inteligencia; pero seguía siendo rudimentaria.

—He vuelto a secuenciar la descarga hormonal para que la química de la sangre sea más hospitalaria para los parásitos. Ahora distribuyen los priones a un ritmo mucho más acelerado. Las funciones no esenciales se bloquean más rápidamente —dijo Amirah con alegría—. Las funciones cerebrales superiores ahora se deterioran mucho más rápido.

—¿Cómo de rápido?

Amirah hizo una pausa, se giró y le dedicó una sonrisa triunfante.

—Ocho veces más rápido.

Él frunció el ceño.

—¿Es la generación tres?

Ella se rió.

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