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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (5 page)

El Guerrero cogió la botella de agua y se sirvió un vaso, empapando la mitad de la mesa, y luego la tiró por el aire. Gault se preguntaba en qué punto el fingimiento se había convertido en un rasgo de personalidad auténtico.

—Los equipos se marchan ahora —dijo el Guerrero cogiendo una silla para sentarse. La silla barata crujió bajo su peso, pero él lo ignoró. Era un hombre atractivo con un aspecto inusual para alguien nacido en Yemen. Tenía los ojos castaño claro, casi dorados, y su piel, aunque morena por el sol abrasador, no era tan oscura como la de muchos de sus compatriotas. Durante los últimos dieciocho meses, Gault había conseguido que algunos cirujanos plásticos muy cualificados le hiciesen algún retoque al Guerrero, entre ellos un ajuste del tamaño de sus orejas, un tinte de pelo completo (de pies a cabeza), cambios tonales en sus cuerdas vocales y también le habían suavizado los huesos de la frente y de la barbilla. Todas fueron operaciones pequeñas, pero el efecto total fue que El Mujahid parecía aún más un europeo. Británico. Si le hiciesen un corte de pelo moderno, le quitasen aquel bigote tan gordo y le pusiesen un traje de Armani, pensaba Gault, podría pasar por un ciudadano del norte de Italia o incluso por un galés. La anomalía de la complexión del Guerrero y su capacidad para hablar inglés sin acento alguno y con un toque británico beneficiaba en gran medida los planes que Gault tenía para aquel hombre, y Gault había pagado mucho dinero para asegurarse de que, en las circunstancias adecuadas, el Guerrero fuese un no árabe creíble. Incluso le había proporcionado una serie de cintas de audio para que el Guerrero pudiese practicar el acento estadounidense.

Gault miró su reloj, un Tourneau Presidio Arabesque 36 que le había cogido a un antiguo colega que ya no necesitaba saber la hora.

—Como siempre, amigo mío, eres puntual como un reloj.

—El Corán dice que… —Pero eso fue todo lo que escuchó Gault. A El Mujahid le encantaban las prolijas citas de las escrituras y en cuanto el gran hombre arrancaba, Gault desconectaba. A veces se obligaba a sí mismo a decir mentalmente bla, bla, bla para no escuchar la doctrina. Aquello funcionaba y había practicado para empezar a prestar atención de nuevo cuando el Guerrero terminaba con su cierre personal: «Alá es el único Dios y yo soy su ira en la Tierra».

Grandioso, pero empalagoso. A Gault le gustaba la parte de la ira. La ira era útil.

—Muy apropiado —dijo sobre la escritura que no escuchó—. Tus hombres son dignos de elogio por su devoción a la causa y a la voluntad de Alá.

Gault era presbiteriano no practicante. No era totalmente ateo; creía en alguna especie de dios que existía en alguna parte, sencillamente no pensaba que la raza humana tuviese el número directo para comunicarse con lo divino… y por muchas llamadas que hiciese no recibiría respuesta. Para Gault, la religión era algo a tener en cuenta en cualquier ecuación. Solo un tonto menospreciaría su poder o ignoraría su potencial; y solo un loco suicida permitiría que un mínimo atisbo de falsedad aderezase sus palabras. Aunque fuese el socio capitalista, si El Mujahid pensase que se estaba mofando de su fe, Gault vería su cuerpo despedazado y repartido por todas las esquinas de Afganistán. Puede que al principio la arrogancia del Guerrero fuese fingida, pero su fe siempre había sido absoluta.

El Guerrero asintió para dar las gracias por el comentario.

—¿Te quedarás a cenar? —preguntó Gault—. He traído algunos pollos y verdura fresca.

—No —dijo el Guerrero sacudiendo la cabeza con un gesto de evidente pesar—. Mañana cruzo la frontera de Irak. Uno de mis tenientes ha robado un semioruga británico. Voy a supervisar la colocación de minas antipersonas y luego tenemos que ponerlo en algún lugar donde lo puedan encontrar los ingleses o los estadounidenses. Lo organizaremos bien… el extremo frontal sufrirá daños a causa de una mina terrestre y habrá uno o dos británicos heridos en la cabina. Muy malheridos, incapaces de hablar, pero vivos. Eso nos ha funcionado muchas veces. Se preocupan más por sus heridos que por su causa, lo cual debería convencer incluso al hombre más estúpido de que no tienen a Dios en sus corazones ni ningún propósito sagrado que guíe sus manos.

Gault hizo una reverencia para reconocer el valor del comentario. Admiraba las tácticas de El Mujahid, en gran parte porque el Guerrero comprendía el pensamiento de los aliados: siempre favorecían el rescate por encima del sentido común. Eso es lo que hacía tan efectivo el sabotaje para hombres como El Mujahid y el beneficio tan deliciosamente fácil para Gault. Desde mucho antes que el recuento de cuerpos estadounidense alcanzase los cuatro dígitos, tres de las filiales de Gault habían firmado contratos para aleaciones y plásticos mejorados tanto para vehículos de ruedas como para activos humanos. Ahora la mitad de los soldados que había en el campo llevaban camisetas interiores y calzoncillos de polímero antimetralla. Se habían salvado unas cuantas vidas, aunque no es que esto significase algo, excepto para las negociaciones de precios durante las reuniones de los contratos; pero ahí estaba. Así que cuanto más daño pudiese causar El Mujahid con sus inteligentes bombas trampa, más productos de defensa se comprarían. Y aunque los plásticos, los petroquímicos y las aleaciones solo significaban el once por ciento de sus negocios, le aportaban seiscientos treinta millones de dólares al año. Era beneficioso para ambas partes.

—¡Ah, ya entiendo, amigo mío! —dijo poniendo un tono de pena que sonaba veraz—. Parte seguro y que Alá bendiga tu viaje.

Vio el efecto que causaron aquellas palabras en el gran hombre. El Mujahid parecía incluso emocionado. Maravilloso.

Hacía mucho tiempo que Amirah le había enseñado a Gault qué decir cuando se hablaba de fe y Gault era un buen estudiante y un buen actor. Después de su segunda reunión con el Guerrero (y después de que Gault hubiese observado a escondidas lo mucho que revisaban su equipaje cada vez que venía aquí) empezó a meter en la maleta una copia ajada de una edición francesa de Introducción al Islam: entender el camino a la verdadera fe, un libro escrito por un europeo que se había convertido en una voz importante y directa de la política islámica. Gault y Amirah se pasaron horas con el libro, subrayaron pasajes clave, se aseguraron de marcar las páginas más importantes y de que el marcapáginas no estuviese dos veces en el mismo lugar. El Mujahid nunca había hablado abiertamente de lo que pensaba sobre lo que creía que era el proceso de conversión de Gault, pero cada vez que se reunían era más cálido con él; ahora ya lo trataba como si fuese de la familia y siempre lo tenía cerca.

—Habré terminado a tiempo para la siguiente fase del programa —dijo el Guerrero—. Espero que no te preocupes por eso.

—En absoluto. Si no puedo confiar en ti, ¿en quién puedo confiar? —Ambos sonrieron por el comentario—. Todos los trámites están cerrados —añadió Gault—. Estarás en Estados Unidos el 2 de julio…, el 3 a más tardar.

—Es demasiado ajustado.

Gault sacudió la cabeza.

—Menos tiempo deja menos posibilidades de que interfiera el azar. Confía en mí en esto, amigo mío. Es algo que se me da muy bien.

El Mujahid pensó durante un momento y luego asintió.

—Bueno, tengo que irme. Una espada se oxida en su funda.

—Y una flecha que no se lanza se vuelve frágil con la falta de uso —dijo Gault, completando así el antiguo aforismo.

Se pusieron de pie y se abrazaron, y Gault tuvo que soportar los entusiastas abrazos y palmaditas en la espalda del gran hombre. Su olor era nauseabundo y tan fuerte como el de un oso.

Intercambiaron algunas bromas y luego el Guerrero salió de la jaima. Gault esperó hasta escuchar el rugido del camión de El Mujahid. Se puso de pie y permaneció en la puerta de la jaima viendo que el Guerrero y su último equipo desaparecían entre remolinos de polvo marrón y humo de motor mientras subían una colina y la descendían por la otra ladera.

Ahora podía concentrarse en su auténtico trabajo. No eran los plásticos ni los polímeros, ni tampoco la protección corporal para los yanquis, en los que no pensaba ni por un instante. No, ahora se reuniría con Amirah y visitaría su laboratorio para ver qué tenía entre manos su preciosa doctora Frankenstein.

El teléfono por satélite vibró en su bolsillo, miró la pantalla, sonrió y pulsó el botón.

—¿Está todo codificado?

—Por supuesto —dijo Toys. Era lo que siempre decía, se olvidaría de respirar antes que de activar el codificador telefónico.

—Buenas tardes, Toys.

—Buenas tardes, señor. Espero que se encuentre bien.

—Estoy visitando a nuestros amigos. De hecho, tu persona favorita acaba de marcharse.

—¿Y cómo está El Musculín? Siento habérmelo perdido —dijo Toys con un tono tan ácido y mordaz como para atravesar la coraza de un tanque.

Toys —nacido en Purfleet con el nombre de Alexander Chismer— nunca se esforzaba en ocultar su desprecio por El Mujahid. El Guerrero era rudo, sucio y un auténtico demagogo; Toys no era ninguna de esas cosas. Era un joven delgado y elegante, maniático por naturaleza y, por lo que sabía Gault, sin pizca alguna de moralidad. Toys era leal a dos cosas: al dinero y a Gault. Su amor por el primero rozaba el erotismo; su amor por el segundo no era en absoluto romántico. Toys era omnívoro, sexualmente hablando, pero sus gustos se decantaban por cotizados modelos de ambos sexos conocidos antes como heroin chic, extremadamente delgados y ojerosos. Además, Toys era un ejemplo de profesionalidad en los negocios y nunca mezclaba sus asuntos personales con sus responsabilidades como ayudante personal de Gault.

También era la única persona en la que Gault confiaba de verdad.

—Te manda todo su amor —dijo Gault. Toys soltó una risilla maliciosa—. ¿Cómo van los preparativos del viaje?

—Está todo listo, señor. Nuestro sudoroso amigo disfrutará de un maravilloso viaje alrededor del mundo sin incidentes.

Gault sonrió.

—Eres una maravilla, Toys.

—Sí —ronroneó Toys—. Lo soy. Y, por cierto… ¿ya la has visto? —Su voz se empapó de veneno frío.

—Llegará en unos minutos.

—Mmm…, bueno, pues dale un beso grande y húmedo de mi parte.

—Estoy seguro de que le entusiasmará oír eso. ¿Tienes alguna noticia o solo llamas para charlar?

—En realidad, el maldito yanqui ha estado llamando día y noche.

La sonrisa de Gault vaciló.

—¿Ah, sí? ¿Y a qué viene tanta urgencia?

—No me lo quiere decir, pero me da que tiene algo que ver con nuestros amigos del extranjero.

—Será mejor que lo llame.

—Probablemente sería lo mejor —coincidió Toys, y luego añadió—: Señor, No estoy del todo seguro de que el yanqui sea… ¿cómo decirlo?, una baza fiable.

—Tiene una ubicación muy útil.

—También un recto la tiene.

Gault se rió.

—Sé bueno. Por ahora lo necesitamos.

—Necesitas mejores amigos —dijo Toys.

—No es un amigo, es una herramienta.

—Y tanto.

—Me ocuparé de él. Mientras tanto, sube tu culo a un avión y reúnete conmigo en Bagdad.

—¿Desde dónde crees que te estoy llamando? —preguntó en un tono seco.

—¿Me estás leyendo la mente? —dijo Gault.

—Creo que esa es la definición de mi trabajo.

—Ya lo creo.

Gault sonrió y colgó. Marcó otro número y esperó mientras sonaba.

—Departamento de Seguridad Nacional —dijo la voz al otro extremo de la línea.

8

Estados Unidos, Ruta 50, en Maryland / Sábado, 27 de junio; 4.25 p. m.

El camino de vuelta a Baltimore me dio tiempo para pensar, y lo que se me pasaba por la cabeza no era para nada agradable. Quería patearle el culo a Church por hacer un gran agujero en mi paz mental. Me había hecho luchar con un tío muerto.

¡Un tío muerto!

Creo que me pasé más de sesenta kilómetros del viaje repitiendo aquello una y otra vez como un disco rayado. Es algo bastante difícil de olvidar. Yo. Un tío muerto. Una habitación. El tío muerto quiere un trozo de mí. A ver cómo digieres eso.

Javad no estaba vivo cuando me atacó. Puede que no sea científico, pero uno de esos factores de base en el que todo el mundo está de acuerdo (la medicina oriental, la occidental y hasta los fanáticos esos de la medicina alternativa, todos ellos) es que los muertos no intentan morderte. Bueno, sí, en las películas. Pero no en Baltimore. Sin embargo, Javad estaba muerto. Otros treinta kilómetros borrosos.

¿Qué era lo que había dicho Church? Priones. Tenía que buscar eso en cuanto llegase a casa. Lo poco que sabía era por el Discovery Channel. ¿Quizá podía ser algo relacionado con las vacas locas?

Bueno, vale, Joe… si esto es real entonces búscale sentido. Vacas locas y terroristas muertos. Armas biológicas de algún tipo. Con tíos muertos. DCM. Departamento de Ciencia Militar, organización hermana de Seguridad Nacional. ¿Qué relación tenía todo aquello? Puse el disco nuevo de los White Stripes e intenté no pensar en ello. Funcionó durante casi cuatro segundos.

Tomé una salida y entré en un Starbucks. Pedí un café extragrande y una galleta con trozos de chocolate… que le dieran a Church, ¿qué sabía él de galletas? Pagué la cuenta, dejé las cosas encima de la barra, fui al baño, me lavé la cara con agua y luego vomité hasta la última papilla en el váter.

Podía sentir cómo regresaban los temblores, así que me lavé la cara, me enjuagué la boca con agua del grifo, adopté mi mejor expresión de «Yo no acabo de matar a un zombi» y me fui con el café.

9

Sebastian Gault / Provincia de Helmand, Afganistán / Seis días antes

Sebastián Gault dijo al teléfono:

—¿Línea?

—Despejada —respondió la voz, indicando que ambos extremos de la llamada tenían activado el codificador.

—He oído que ha estado intentando llamarme. ¿Cuál es la crisis esta vez?

—Llevo días llamándote. —La voz del otro extremo era masculina, estadounidense pero con un acento sureño—. Se trata del almacén del muelle.

—Me lo imaginaba. ¿Han atacado ya?

—Sí, justo como dijiste que harían. Ataque completo, pérdida total. —El Estadounidense le relató a Gault el ataque del destacamento oficial. Citó directamente los informes oficiales del Departamento de Seguridad Nacional y de la Agencia de Seguridad Nacional. Se refirió a Seguridad Nacional como «la Gran G».

Gault sonrió, pero hizo que su voz sonase profundamente preocupada.

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