Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Joselito brindó la muerte del bicho a la memoria de su padre y empezó a trastearlo confiado. Después de varios pases, fijó al animal y retrocedió unos pasos para enjugarse el sudor que caía sobre sus ojos. Estos pocos pasos lo situaron en la zona de buena visión normal del toro. El animal percibió sus movimientos y embistió.
Los banderilleros de Joselito gritaron para avisarle. Por alguna razón, exceso de confianza, distracción momentánea o depresión mental producida por los insultos del día anterior, fallaron los soberbios reflejos de Joselito. Separó la muleta de su cuerpo para burlar la embestida del toro, olvidando que el bicho no podía distinguir los objetos a corta distancia. Incapaz de apreciar la diferencia entre el hombre y el engaño, el toro se lanzó ciegamente sobre el diestro, infiriéndole una cornada atroz.
Mientras le trasladaban a la enfermería, con los intestinos fuera, Joselito murmuró a los que le transportaban que la bola verde, símbolo gitano de la muerte, rondaba su horripilante herida. Una hora después, gritando: «¡Madre, madre, me ahogo!», murió el torero sabio, el torero de quien menos se podía suponer que fuera «carne de toro». El tornadizo público, que le había perseguido aquella primavera de plaza en plaza, lo convirtió inmediatamente en héroe nacional, devolviéndole en la muerte, multiplicados por diez, los aplausos que le habían negado ferozmente en los últimos días de su vida.
Manolo se vistió para la corrida en una desnuda habitación contigua a la enfermería donde Joselito había visto la bola verde. El viaje desde Madrid a Talavera había sido una procesión triunfal. El astuto López, puestos los ojos en la taquilla, había dado la tarde libre a sus obreros que quisieran presenciar la corrida. Tres autobuses cargados con ellos habían emprendido la ruta de Talavera.
Igual que había hecho en Aranda de Duero, el hijo de López vistió a Manolo para la corrida. Fue, como había sido en Aranda, una ceremonia ritual apresurada y solitaria. Una muchacha desconocida entró en la estancia mientras Manolo se vestía y le ofreció una medalla «para que le diese suerte». Él la colgó junto a la medalla de la primera comunión de Anita Sánchez que seguía llevando fielmente colgada del cuello. Cuando Manolo hubo terminado de rezar, cosa que hizo volviendo la cara a uno de los desnudos rincones de la habitación, don Celes, el vendedor de ladrillos, le llamó a su lado.
—Muchacho —le dijo—, si no quieres volver al pico y a la pala para el resto de tu vida, hoy tienes la oportunidad de lograrlo.
—No se preocupe, don Celes —le respondió Manolo—. Hoy va a ser mi día.
López no había asistido al acto de vestirse de torero, para observar desde el callejón la entrada del público en la plaza.
En su debut como empresario taurino, estaba casi tan nervioso como Manolo en el suyo como matador de toros. La tarde era cálida y enervante. Ni un soplo de brisa agitaba los sauces arracimados a orillas del Tajo. Dos negras manchas de sudor empezaban a formarse en las sobaqueras de su ajustado traje. En uno de los bolsillos de éste, llevaba López una pequeña libreta en la que había consignado todo lo referente al acto de su bautismo como empresario.
Había anotado en ella hasta la última peseta gastada para la corrida: alfalfa para los toros, sesenta pesetas; cinco músicos, setecientas cincuenta pesetas; servicio de arrastre de los toros muertos, doscientas sesenta pesetas; botiquín de urgencia, cincuenta pesetas. Naturalmente, la partida más elevada de la lista correspondía a los toros: cuarenta y siete mil pesetas. Los toreros no le costaban nada; en realidad, había hecho con ellos un pequeño beneficio… Manolo había pagado su traje de luces trabajando horas extraordinarias, igual que había hecho para la corrida de Aranda. El apoderado del otro torero actuante había contribuido a los gastos de López para incluir a su diestro en el cartel.
López había estudiado minuciosamente todos los detalles de la corrida. Había fijado precios populares: de veinte a cuarenta pesetas las localidades de sombra; de quince a veinticinco pesetas las de sol. Había enviado a dos de sus obreros a Talavera antes que los autobuses, para que se estuvieran en las taquillas, junto a los que despachaban las localidades, a fin de inspirarles un sentimiento de honradez. Había invertido mil pesetas en «preparar» a la prensa, primera cantidad de esta naturaleza que se gastaba por Manolo. Dicha suma fue a parar a Radio Toledo para una entrevista que resultó notable por su concisión. Por parte de Manolo consistió realmente en una sola palabra pronunciada en respuesta a la pregunta de si tenía miedo. Dicha palabra fue: «No».
En total, López se había gastado sesenta y cinco mil pesetas en la corrida. En el verano de 1959, era para él una cantidad considerable. Para recuperarla, necesitaría que acudiesen al menos mil ochocientos espectadores de pago. Por esto observaba nerviosamente las entradas de la plaza, tratando de calcular el número de personas que penetraban en ella. A la hora de empezar la corrida, estimó que serían unas tres mil. Estaba entusiasmado. Ya no importaba lo que hiciera el joven fenómeno. Su primer éxito como empresario estaba asegurado.
Inmensamente complacido consigo mismo, ocupó el sitio reservado en el callejón a la empresa de la plaza y esperó que se iniciara el paseíllo.
Su banda de setecientas cincuenta pesetas rompió a tocar un pasodoble, y los dos toreros del día, seguidos de su único banderillero, entraron en el ruedo. López advirtió que el rostro de Manolo mostraba una sonrisa «tan grande como la plaza de toros».
Ciertamente, fue su día. Toreó con salvaje decisión para triunfar. Su primer toro le lanzó una docena de veces por los aires, hasta que su traje de luces blanco quedó amarillo como un pajar. Cada vez que le derribaba el toro, volvía a levantarse. Observándole, don Celes pensó que «con sólo mirarle, me marearía como si viajase en avión». En cambio, al público le gustaba aquello. Durante la faena, el toro se detuvo en una ocasión, con un pitón introducido debajo de una hombrera de la chaquetilla de Manolo. Éste, sin preocuparse en absoluto, trató de hacerle pasar por la muleta. López gritó, horrorizado:
—¡No, no, por el amor de Dios! ¡Deja que saque primero el cuerno!
Con su segunda res, decidió realizar algo espectacular con las banderillas. Rompió dos veces el segundo par, hasta que los palos no fueron más largos que un bolígrafo. Para clavarlas, tuvo casi que acostarse sobre la cabeza del toro. El público rugió entusiasmado. Manolo rompió el último par, hasta dejarlo aproximadamente a la misma longitud que el anterior. Don Celes le alargó un par de pañuelos de bolsillo para que se cubriera las ensangrentadas palmas de las manos, arañadas por las astillas del par anterior. Después, Manolo avanzó y se arrodilló delante del toro.
La res arremetió contra él en terrible embestida. López, horrorizado, cerró los ojos para no ver. Chilló la aterrada multitud. López abrió los ojos, esperando ver a su fenómeno ensartado en las astas del toro. En vez de esto, le vio volver tranquilamente al callejón, correspondiendo con la mano a los clamorosos aplausos del público.
Así siguió la cosa. Manolo había caminado mucho para llegar a esta histórica plaza. No saldría del ruedo sin que se hablara de él. Ansiaba desesperadamente triunfar como torero y conquistar todo lo que tal triunfo podía significar. Así convertiría en hermosa realidad su sueño dorado: gozar del bienestar material de los más acaudalados millonarios y verse respetado y aun admirado por los que antes le habían despreciado. Había algo casi diabólico en su desconocimiento del miedo, en la temeridad con que exhibía su valor ante la multitud. Pero a ésta le gustaba. Le concedieron las dos orejas de sus toros. Cuando terminó la corrida, sus entusiasmados compañeros albañiles saltaron al ruedo y lo sacaron en hombros de la plaza, por el sendero de flores donde el busto de bronce de Joselito miraba hacia atrás, contemplando la plaza donde su genio había encontrado su última y definitiva recompensa.
El regreso a Madrid en los autobuses de alquiler fue una verdadera juerga. López se había quedado para contar la recaudación, pero todos los demás habían subido a los vehículos. Manolo se hallaba en estado de éxtasis. Corría arriba y abajo por el pasillo del autobús, bebiendo vino de doce botas diferentes. Cantaba, bailaba flamenco y reproducía las suertes de la lidia. Estaba fuera de sí de gozo. Por fin había ganado su apuesta contra el destino. Había toreado en público, con traje de luces, en una de las plazas más famosas de España, y había triunfado. Aquello por lo que tanto había luchado parecía tenerlo allí aquella noche, al alcance de la mano.
La juerga prosiguió, al llegar los autobuses a Madrid, en un bar próximo a la obra, El Gato Negro. López llegó poco después de medianoche. Su rostro estaba tan blanco como la inmaculada camisa que llevaba. Su expresión abrumada llamó la atención de todos cuando se abrió paso entre sus jaraneros obreros. Se hizo un profundo silencio. El improvisado empresario se había felicitado demasiado pronto por su éxito. Los dos trabajadores que había enviado a Talavera para fiscalizar la venta de billetes habían llegado con el tiempo justo para participar en un almuerzo que había de resultarle carísimo a Luis López López. Sus anfitriones habían sido los dos taquilleras a los que se suponía que ellos habían de vigilar, y, al parecer, les habían hecho trasegar la mitad del vino que había en Talavera. Mientras los hombres de López dormían la mona, los taquilleros habían vendido sus propios billetes, en vez de los de López, y se habían embolsado la recaudación. En vez de los beneficios que había calculado, el debut de López como empresario taurino le había costado la escalofriante suma de ciento cincuenta mil pesetas.
Así acabó la fiesta y, con ella, el brillante futuro que estaba celebrando. López anunció tristemente que no intervendría más en la fiesta brava, ni como empresario, ni como apoderado, y sí únicamente como simple espectador.
Manolo, que seguía celebrando su triunfo con una botella de vino tinto y un pedazo de chorizo, tardó algún tiempo en comprender la importancia de aquella declaración. Su hombre del cigarro puro y del sombrero de jipijapa le había abandonado. Volvía a estar donde se hallaba antes. Estaba solo con su bravura, y ésta no bastaba para franquearle las puertas de un mundo en que las amistades contaban más que el valor, y el dinero más que las manipulaciones con una muleta.
Fue un amargo despertar. Con los triunfales «¡Olés!» de su debut en Talavera resonando todavía en sus oídos, Manolo tenía que renunciar a sus sueños y volver a la desesperante rutina de la que había creído salir para siempre en el ruedo de la plaza de toros de Joselito.
Las largas horas de trabajo en el edificio en construcción fueron de nuevo seguidas de continuas escapadas a las capeas rurales, con sus tremendos riesgos, con sus toros demasiado viejos, demasiado sabios para las locuras que él hacía; y todo por mantener viva la menguante esperanza de que en uno de aquellos pueblos calcinados por el sol, donde se jugaba la vida por un puñado de monedas, surgiese un nuevo protector, un nuevo mecenas de sombrero de jipijapa y cigarro puro que remplazara al desilusionado López.
Uno de los apartados pueblos adonde le llevaron aquel otoño sus inquietos pies se llamaba Loeches. Era un pueblo como todos los demás. Un grupo de casas enjalbegadas y de un solo piso distribuidas junto a un par de curvas de una carretera poco transitada y circundadas por un anillo de peladas colinas, desteñidas por el sol hasta darle el color de las hojas otoñales. Los días soleados, al mediodía, cuando los rayos del sol rebotaban en las blancas paredes, uno tenía que entornar los párpados para protegerse los ojos, aunque llevara gafas negras. La única calle pavimentada de Loeches era la negra carretera que lo unía al resto del mundo. Su plaza era un semicírculo de tierra endurecida por el sol y surcada por canalillos abiertos por las lluvias invernales. Había cinco teléfonos en todo el pueblo. Setecientas quince de sus setecientas cincuenta moradas carecían de agua corriente. Sus habitantes vivían a duras penas del producto de doce primitivos ladrillales cuya materia prima era la arcilla arrancada de las áridas colinas. Todas las semanas, los ladrillos eran enviados a las obras de Madrid, pues, a pesar de su mezquina existencia, Loeches estaba sólo a veinticinco kilómetros al este de la capital de España.