Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Aparte de esta selección inicial, El Pipo procuraba que correspondiesen a su torero los dos bichos mejores de cada lote. Como El Cordobés se había convertido rápido en la máxima atracción de todo el ámbito de Córdoba, El Pipo podía, casi siempre, escoger los toreros que habían de actuar con él. La benevolencia de El Pipo para con los torerillos tenía su precio. Este precio consistía en ceder a El Cordobés los mejores toros en el momento del sorteo
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Cuando se había asegurado de que a su diestro le habían tocado los toros elegidos para él, El Pipo procuraba que estas reses no salieran a la plaza con un exceso de acometividad y poderío. Había varias maneras de lograrlo. La más sencilla era mantener a los toros encerrados en los cajones en que habían sido transportados, hasta momentos antes de empezar la corrida. Al mismo tiempo, les privaba de agua y de comida durante ocho horas. El sofocante calor del verano, el forzado cautiverio y la falta de alimento, todo esto hacía que la res saliera al ruedo debilitada y con sus facultades menguadas.
También había otros sistemas. El Pipo sabía que «nada aturde más a un toro que dejar caer unos cuantos sacos de arena sobre su lomo antes de la lidia». Una dosis discreta de drogas en la comida podía aplacar los más inciertos instintos de la res. Sin embargo, la técnica predilecta de El Pipo, y la que empleaba más a menudo, era el clásico fraude de la lidia moderna, encaminado a debilitar el arma defensiva del toro: el afeitado de los cuernos.
El objeto del afeitado no consistía en disminuir el peligro de los cuernos como tales. En realidad, sólo eran acortados un par de centímetros y afilados de nuevo para dejar las puntas como antes. La razón del afeitado era mucho más sutil. El asta del toro es un órgano vivo, provisto de sus propios sistemas celular y nervioso. En este aspecto, es para el toro lo mismo que el bigote para el gato. Constituye una especie de radar gracias al cual el toro percibe y calcula las distancias. Al serle aserradas las puntas de los cuernos, la res pierde su instintivo sentido de la distancia y sus cornadas carecen de la precisión que antes tenían, quedan cortas. Puede compararse, en el ser humano, con la disminución que siente la mujer en el tacto de las puntas de los dedos después de cortarse unas uñas sumamente largas.
El afeitado de los toros se practicó tan abusivamente en los años que siguieron a la guerra, que tuvo que ser declarado ilegal. La Dirección General de Seguridad montó un laboratorio especial para comprobar las infracciones y se establecieron multas cuantiosas para los ganaderos que permitían la práctica de esta fraudulenta operación en sus reses. Sin embargo, un cuerno bien afeitado es muy difícil de descubrir. La autoridad terminó con el abuso en las capitales y en las corridas de primer orden, pero la operación siguió practicándose en aquellas zonas rurales donde cabe hacer tabla rasa de los reglamentos.
En todo caso, en las corridas de las pequeñas poblaciones andaluzas donde, en 1960 El Pipo disponía el afeitado de los cuernos, su propia notoriedad y la de su diestro no eran lo suficientemente poderosas como para atraer la atención de los representantes de la autoridad. El artífice encargado de la tarea del afeitado era Antonio Columpio, el veterano banderillero de El Pipo. Los treinta y cinco años que llevaba como profesional le habían dado gran experiencia en casi todos los recovecos del toro, y era considerado uno de los más cabales «barberos» de toros de toda Andalucía.
La operación se realizaba generalmente la noche anterior a la corrida, previamente al traslado de los toros a la plaza. El cálculo del tiempo tenía mucha importancia, porque a las veinticuatro horas del afeitado la res recobra su perdido sentido de la distancia. Columpio se deslizaba discretamente hasta el lugar en que se hallaban los bichos acompañado de un par de vaqueros de la casa, apalabrados al objeto. Uno a uno, los toros eran introducidos en un cajón de madera empleado de ordinario para encerrar a las reses enfermas a fin de poderlas asistir debidamente. El cajón tenía diversos agujeros para que el veterinario pudiese llegar sin peligro hasta los bichos y dos de estos agujeros estaban destinados a los cuernos del animal.
Un aparato especial inmovilizaba la cabeza de la res mientras se practicaba el afeitado. Su realización era rápida y sencilla. Según la táctica de Columpio, «se da un par de golpes con la sierra y caen las puntas como uñas cortadas de los dedos. Después se afilan con una buena lima, frotándolos con un poco de tierra y de estiércol, y parece como si hubieran estado hurgando en los campos desde su destete».
Algunas veces, cuando un ganadero escrupuloso se negaba a acceder a la petición de El Pipo, Columpio afeitaba a las reses durante el trayecto hacia la plaza, para lo cual se agazapaba en la caja del camión donde eran transportados. Siempre que realizaba esta tarea, el banderillero se guardaba un recuerdo del bicho en el bolsillo, que más tarde había de entregar directamente a El Pipo como prueba de que su encargo había sido cumplido. Eran las puntas de las astas de los toros que acababa de afeitar.
A pesar de todo, el truco de los toros afeitados tenía una eficacia limitada. Un asta de toro, afeitado o no, puede siempre herir al torero. Los pitones de
Islero
, el toro que mató a Manolete, habían sido afeitados, lo cual no impidió a la res hundir veinte centímetros de pitón en el cuerpo del diestro. Donde no llegaban las baladronadas y las tretas de El Pipo, tenía que llegar el valor del torero.
Y el valor era, a fin de cuentas, lo más preciado del producto que El Pipo trataba de colocar en el mercado taurino: el loco valor de un mocetón que perseguía desesperadamente el triunfo. Sin esto, no habría vendido nada. Pero aquel verano el diestro derrochaba el valor a raudales, exponiéndose tan continuamente a gravísimos percances que, al paso de las tórridas semanas, su apoderado empezó a asustarse de los riesgos que corría su torero.
Una y otra vez, Manolo clavaba diminutas banderillas después de arrodillarse delante del toro. Las clavaba pegado a las tablas, sin moverse de aquel terreno peligroso hasta que tenía el toro encima y le quedaba sólo una fracción de segundo para esquivar una horrible cornada. Otras veces las clavaba estando de rodillas y de espaldas al toro.
Con la muleta realizaba faenas que el propio público, horrorizado, pedía a gritos que las cortase como fuera. Daba pases de pecho obligando al toro a casi rozarle el tórax, con los pitones; pases de rodillas, en cadena, y en los cuales los cuernos de la res pasaban a pocos centímetros de sus ojos, de su cráneo, de su boca; muletazos, en fin, pegado a la barrera o arrodillado junto a las tablas, sin el menor espacio para escapar, de modo que la más ligera desviación en el viaje del toro suponía para él quedar clavado en las tablas como una mariposa queda prendida, con un alfiler, en un cartón.
Un día, mientras se dirigían a Andújar para torear se volvió a Columpio y le dijo que aquella tarde haría algo que jamás se había hecho en una plaza. Seguro de que lo había visto todo en su larga carrera, el viejo banderillero le miró con ojos incrédulos. Pero estaba equivocado.
Mientras su maduro peón le observaba espantado, El Cordobés rompió las banderillas hasta dejarlas del tamaño de un lapicero y avanzó hacia el toro que le esperaba en los medios. A continuación le volvió la espalda y empezó, muy despacio, a recular hacia el toro. Al arrancar éste, se detuvo. Un segundo antes de que los pitones del bicho llegaran a su espalda, estiró la pierna derecha para desviar la atención y la embestida del toro. Entonces giró sobre sus pies y clavó las banderillas en el morrillo del bicho en el preciso momento del emocionante encuentro. El asustado banderillero se unió a los clamorosos aplausos de la multitud.
Otra tarde, en Pozoblanco, El Cordobés dio al viejo banderillero motivos con más garra aún para aplaudirle. En aquella novillada, se plantó en los medios, plegó la muleta y permaneció completamente inmóvil a tres metros del toro. La res se acercó para husmear la extraña aparición, pero Manolo no movió un sólo músculo. En aquel momento, observó Columpio, «se hubiera oído el vuelo de una mosca». Después, muy despacio, Manolo se volvió de espaldas y se sentó en la arena, apenas a dos palmos del hocico del bicho. Con los cautelosos movimientos de un trapecista en un ejercicio sin red a treinta metros del suelo, se dobló hacia delante, y se quitó una zapatilla. Mientras tanto, podía sentir en el cogote el húmedo aliento del toro. Despacio, calmosamente, con absoluto dominio de sus nervios, remitió la operación con la otra zapatilla.
Cuando hubo terminado, cogió una zapatilla en cada mano, se incorporó en parte y, girando despacio, muy despacio, se situó de cara al toro, acariciándole ambos cuernos. Después, ya de pie ante el bicho, con el ritmo lento de una película en movimiento retardado, volvió a calzarse. Seguidamente se agachó y recogió la muleta del suelo. Luego, con una brusca sacudida de la muñeca, acercó los rojos pliegues de la muleta a los ojos del toro. El animal arremetió contra la flámula en una violenta embestida.
Un rugido como jamás lo oyera Antonio Columpio surgió de los graderíos. Todos los espectadores estaban «en pie, gritando y saltando». Mientras, el banderillero dé plateados cabellos se decía que si no había muerto en aquel instante de un ataque al corazón, ya no lo sufriría en el resto de su vida.
La mayoría de las veces, las exhibiciones de El Cordobés no tenían nada que ver con el arte del toreo, tal como había sido profesado por los maestros de Sevilla y de Ronda. Sus faenas solían ser toscas, rudas, sin el elegante sello ni el equilibrado ritmo de la lidia clásica. Cuando él toreaba, reinaba en la plaza un ambiente selvático provocado por la lucha entre un animal y un hombre salvajes. Pero, aunque llevase el pelo demasiado largo, aunque pinchase el hocico del toro con el estoque, aunque moviese el capote sin ángel o mantuviese los pies juntos cuando debía abrir el compás, una cosa hacía olvidar todas las demás: su desenfrenado valor y la aceptación de unos riesgos de tal magnitud que ningún otro torero hubiera querido correr. Desde aquellos primeros tiempos, provocó oleadas de admiración histérica y de crítica severa. Sin embargo, tanto sus admiradores como sus adversarios corrían a verle torear.
Pronto pudo prescindir El Pipo de sus trucos para llenar la plaza. La gente acudía sólo al mágico reclamo del nombre de El Cordobés. Sus corridas empezaban con un gentío que se había disputado las localidades de la plaza y terminaban entre una multitud que aclamaba con enajenación al diestro. Sobre el fatigado torero caía una verdadera lluvia de conejos, patos, pollos, morcillas y botas de vino, durante las manifestaciones de entusiasmo frenético que solían seguir a sus actuaciones en plazas de pueblo. En las plazas de más importancia la lluvia era de sombreros, zapatos, mantillas, flores e incluso de jirones de vestido arrancados por alguna mujer histérica.
La temporada, que había empezado como un juego, terminó en una apoteosis de aclamaciones. Como una nube de tormenta que creciese a medida que avanzaba, El Cordobés iba de plaza en plaza levantando una ola de excitación en cada pueblo que visitaba. En agosto, volvió a Palma del Río para torear por primera vez con picadores. Antonio Caro, el de la fábrica de hielo, que había dicho tres meses antes que el pueblo le compraría una cárcel antes que alquilar una plaza para él, se apresuró ahora a alquilar la mayor plaza portátil de España. Y el muchacho que había recibido un puñado de sucios billetes envueltos en un viejo pañuelo pidió ahora, y le dieron, un buen fajo de billetes verdes por su trabajo. El día de la corrida, Pedro Charneca descolgó ceremoniosamente las fotografías de Manolete de las paredes de su bar y las guardó en un viejo baúl. Las sustituyó por una serie de fotos del nuevo fenómeno que, en lo sucesivo, sería ídolo de sus parroquianos y modelo para los jóvenes vagabundos que regresaran al pueblo de vuelta de los campos de don Félix. «Manolete —declaró— pertenece a los muertos; El Cordobés, a los vivos».
Pocos días más tarde, Manolo toreó en Écija. Jesús Torres, el empresario que lo había contratado a regañadientes por mil pesetas, tuvo que suplicar a El Pipo que volviese a traerlo por cien mil. En Córdoba, donde fue anunciado con el eslogan de «solo ante el peligro», lidió cuatro toros en una tarde, mientras la prensa advertía que «el tren de Sevilla no saldrá hasta que haya terminado la corrida».
«La presencia de El Cordobés en el cartel basta para agotar las localidades en cualquier plaza de toros de Andalucía», escribió
Diario de Córdoba
. Cuando llegó el mes de setiembre, y con él los festivales de otoño, toreó una cantidad sorprendente de corridas. Una tarde, en Bélmez, en la lidia de cuatro toros, cortó ocho orejas, dos rabos y una pata y fue paseado por la ciudad durante dos horas a hombros de sus admiradores. En Priego, su actuación provocó una interrupción del tráfico en la calle principal que duró varias horas. En Jaén, toreó bajo un imponente chaparrón.
«Este año parece que la temporada no va a terminar nunca —escribió de nuevo
Diario de Córdoba
—, pues todos los pueblos quieren celebrar una corrida con El Cordobés. Si las cosas siguen así, el Banco de España acabará siendo suyo».
Pero terminó, en Córdoba, un día de intensa lluvia. La plaza de toros medio vacía el día de su presentación en la ciudad, estaba ahora a rebosar de excitados espectadores. Cuando rodó muerto el último toro y el público se puso en pie para aclamar al diestro, una figura orgullosa y señorial se dirigió al palco de la presidencia. Con un ademán, indicó que estaba dispuesto a regalar a El Cordobés y al público el toro que quedaba en los corrales, el sobrero que suele tenerse en reserva para el caso de que uno de los toros a lidiar tenga que ser retirado de la arena.