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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (71 page)

Esta superabundancia de actuaciones dejó su huella. En su cuerpo hay cicatrices de veintidós cornadas. Tres de éstas estuvieron a punto de causarle la muerte, y, si pusiéramos en línea todas aquellas cicatrices podríamos dar con ellas tres veces la vuelta a su cintura. Pero no sólo ha sufrido cornadas, sino que ha sido operado dos veces en el hombro lisiado. Además, existían los traumatismos que no se ven, producidos por el esfuerzo, por la tensión de sus encuentros con los toros y con un público exigente. Plantarse ante los pitones de un toro y jugarse la vida cuando se es un muchacho y se está desesperado, era una cosa; y otra muy distinta hacerlo cuando se ha pasado de los treinta y se tienen quinientos millones de pesetas en el Banco.

Debido a esta tensión, El Cordobés empezó a beber demasiado, y, lo mismo que hacía Manolete en los últimos años de su vida, no bebe vino tinto, sino whisky escocés. Durante la temporada, necesitaba tomar píldoras somníferas para dormir; treinta tubos se trajo de México. Por la mañana, tenía necesidad de otras píldoras para sacudirse la modorra.

En Málaga, en Murcia, en Zaragoza, los periodistas que no le perdían de vista lo han encontrado agotado, con los nervios tan quebrantados que le pronosticaban una tragedia si no cuida su salud. Pero, como aquella tarde lluviosa de 1964, cuando contempló los ruidosos graderíos de la plaza de Las Ventas, El Cordobés se encontraba ahora prisionero de su propia fama, de la gloria que tan desesperadamente persiguió, de los contratos que se suceden a un ritmo jamás visto en la vida de un torero.

Trató de romper un día el ritmo, pero fue el ritmo quien le quebrantó a él. Ocurrió a las cuatro de la mañana en su dormitorio, con paneles de madera de pino, de la última finca que ha adquirido. Manuel Benítez se incorporó temblando en su lecho. Acababa de tener un sueño, el sueño de un enorme toro negro que le abría una brecha en el cuerpo. Como aquel día en el ruedo de Las Ventas, bajo los pitones de
Impulsivo
, El Cordobés vio que se le escapaba la vida por aquel orificio. Despertó a su chófer, se fueron a Córdoba y llamó por teléfono a Madrid, anunciando su retira del toreo.

Seis días más tarde, una hilera de coches de color oscuro, parecidos a los que siguen al coche fúnebre de los entierros, se detuvo a las puertas de la finca de El Cordobés. De aquellos coches se apearon la media docena de hombres que gobiernan el mundo de los toros: Livinio Stuyck, el hombre que había llevado a El Cordobés a Madrid; Pedro Balañá, hijo del hombre que había pronosticado a El Pipo que «su toreo pondría piel de gallina a toda España»; Diodoro Canorea, cuyas plazas se habían cerrado un día al albañil que iba a «revolucionar la fiesta brava».

Un público más numeroso que nunca pagaba más dinero por presenciar una cantidad de corridas como jamás se vio en la historia del toreo. Si en 1959 se habían celebrado trescientas treinta y tres corridas, seis años más tarde se celebraban más de mil al año. Aquellos hombres habían construido doce nuevas plazas en menos de cinco años. Sus grandes ferias habían crecido, la temporada taurina era más larga y más importante, y sus cuentas bancarias aumentaron considerablemente.

Y ahora, sólo porque un joven voluble y que apenas sabía leer y escribir había tenido una pesadilla, su pequeño mundo empezaba a tambalearse. En cuanto se publicó la noticia de la retirada del torero, la gente corrió a la Maestranza de Sevilla a pedir la devolución del dinero de los abonos para las corridas de Feria de abril. El propietario del mayor Hotel de la ciudad costera de Castellón de la Plana declaró que sin El Cordobés la población no tendría «feria ni turistas». Un experto economista calculó que la retirada del diestro costaría a los Hoteles, restaurantes, taxistas y revendedores de localidades un total de trescientos millones de pesetas en dinero dejado de percibir. Para los afligidos empresarios, las cien corridas que el espada se negaba a torear representaban, probablemente, una pérdida de más de doscientos cincuenta millones de pesetas.

Con triste y grave semblante, entraron en el despacho de Manuel Benítez. El torero les recibió en mangas de camisa debajo de un busto de Manolete y de la figura togada de otro renombrado cordobés, el filósofo romano Séneca. Durante cuarenta y siete minutos, aquellos hombres cuyas plazas se habían cerrado antaño al hambriento albañil apellidado Benítez suplicaron ahora a El Cordobés que volviera a los toros y salvase la temporada del desastre que la amenazaba. Por último, comprendiendo quizá que su pesadilla podía costarle cien millones de pesetas en pleitos, El Cordobés accedió y estampó su firma al pie de una declaración redactada por los siete hombres y según la cual revocaba su decisión teniendo en cuenta «el perjuicio que causaría a las empresas taurinas españolas, al público y a la fiesta brava».

Y así volvió a los toros y a las multitudes, a los largos viajes y a las píldoras somníferas, a las tensiones de que había querido librarse. Pero también le acechaba otro peligro, el riesgo que acabó con Joselito y con Manolete, el riesgo de que el público le vuelva un día la espalda como la volvió a aquéllos, y le impulsen a jugarse la vida traspasando la línea invisible más allá de la cual ningún torero debe aventurarse.

Sus temporadas continuaron siendo un torbellino de rostros y ciudades, de habitaciones de Hotel y fantásticas carreras para subir a su avión. Algunos días, ni siquiera recuerda el nombre de la población donde toreaba ni la plaza en que había de hacerlo la tarde siguiente. Lo único que sabía es que cada día, por media hora de peligro, ganaba un millón de pesetas, quinientas mil por cada toro que mataba, treinta y tres mil por cada minuto que toreaba.

Sin embargo, su verdadera riqueza era su valor, y éste lo derrochaba cada tarde de la temporada. Este valor había convertido a El Cordobés en el español más celebrado y discutido de su generación. Venerado como un semidiós por millones de españoles y detestado por otros millones. Ha sido calificado de embaucador, de payaso, de bárbaro, de comediante, de intruso carente de arte y que ha convertido el toreo en un rito salvaje sin gracia ni belleza. Para sus admiradores, había devuelto su emoción a una institución que había llegado a ser un espectáculo manido, volviendo a hacer de ella lo que fue en sus orígenes: un combate furioso entre un hombre y una fiera. El Cordobés, sostiene el decano de los críticos taurinos españoles, es la repudiación de «todo ese misticismo a lo Hemingway que deformó la fiesta».

Nadie se burla tanto de los ataques dirigidos contra él como el propio torero. «Yo les digo: bajen al ruedo conmigo. Cuando hayan sentido los pitones del toro pasar junto a su cara y sus pulmones, cuando los hayan visto a pocos centímetros de sus ojos, entonces los tomaré en serio. Que sepan que podría torear como Manolete o como Ordóñez. Pero entonces sería otro Manolete, otro Ordóñez. Y yo quiero ser lo que soy, El Cordobés, el único Cordobés».

Estos argumentos, empero, soslayaban la verdadera cuestión. A pesar de sus flaquezas, de sus tardes malas, de sus aviones y de sus quinientos millones de pesetas, El Cordobés seguía siendo lo que había sido siempre, una prolongación de la leyenda creada por El Pipo en los pueblos de Andalucía, un torero cuyo poder de atracción se extendía más allá del recinto de las plazas de toros y despertaba un eco en los corazones y en las esperanzas de millones de españoles corrientes. Para una doncella de veinticuatro años, llamada Juanita Moro, era un ídolo, porque «ha vivido por mí unos sueños que nunca viviré». Según un reportero llamado Antonio Suárez, era para España «lo que Kennedy fue para América, un joven héroe vivo en una nación regida por viejos». Según un estudiante de filosofía, Víctor Fraga, que jamás había presenciado una corrida de toros, era «el símbolo que España necesitaba, un hombre que ha pasado de la miseria a la riqueza. ¿Hay otro más adecuado para nosotros?»

Tal vez es cierto que, como sostienen sus críticos, El Cordobés representaba una vulgarización de cierta imagen de la lidia. Pero este soplo de vulgaridad que El Cordobés ha lanzado sobre los ruedos de las plazas de toros no es más que una ráfaga de un viento que sopla sobre toda España. Quizá sea triste, pero es también algo inevitable. La España de las castañuelas, del flamenco y del paseo, la pura, noble y folletinesca España de Hemingway y de Montherlant, está desapareciendo lentamente entre la creciente marea de otra civilización: la civilización de las luces de neón, de las mesas de fórmica, de las casas baratas, del crédito a largo plazo y de la estandardización. Pero es también una civilización de estómagos llenos y de nuevas aspiraciones de un pueblo largo tiempo fracasado. No importa lo que juzguen los críticos taurinos sobre el arte de El Cordobés. Los aplausos suenan en todas partes, en la vasta y soleada plaza de toros que es España. A las masas, no les importa que sea un torero bueno o malo; era su torero, y, en su frágil y retadora silueta, aplaudían al heraldo de una vida nueva y mejor.

Sin embargo, el amor de una dulce joven conseguiría lo que hasta entonces no había podido hacer ninguna pesadilla. En 1975, ante los desesperados ruegos de Martine, una hermosa francesa de ojos azules que le había dado dos hijos encantadores, Manuel Benítez accedió finalmente a abandonar su peligrosa profesión para retirarse con su familia a su inmensa finca de Villalobillos, a treinta kilómetros al sur de Córdoba. Algunos meses más tarde, se casó oficialmente con la mujer que había hecho posible este milagro. La prensa anunció poco después que la familia Benítez iba a tener un tercer hijo. Esta vez, el matador más temerario de los anales de la fiesta parecía haber cambiado definitivamente las zapatillas de sus trajes de luces por las hogareñas zapatillas de padre de familia. Pero esto era conocerlo mal.

A despecho de la desesperación de su esposa, Manuel Benítez, durante tres años seguidos, volvió a bajar a los ruedos; primero para corridas de beneficencia y después, en 1979 y 1980, con ocasión de auténticas temporadas organizadas por el fiel Paco Ruiz, el antiguo banderillero de los locos años de sus comienzos. Sin embargo, el cuerno de un toro negro, una tarde del verano de 1980, debería poner fin, brutalmente, al regreso a las plazas del torero de Palma. A sus cuarenta y cuatro años, Manuel Benítez volvió a verse en la mesa de operaciones del quirófano del Sanatorio de Toreros, luchando entre la vida y la muerte. En una estancia contigua, una mujer y tres niños sollozaban y suplicaban a la Virgen que salvara a su esposo y a su papá.

Pero nadie puede afirmar hoy que este nuevo y grave aviso del destino consiga definitivamente separar a Benítez de sus toros, librando al mismo tiempo a su mujer y a sus tres hijos del espectro que tanto había atormentado a Angelita, el fantasma de que pronto se debieran vestir de negro para guardarle luto.

El apartamento es chillonamente nuevo. Las paredes están cubiertas de retratos en color de una hueste de toreros. En los oscuros pasillos se observan continuas idas y venidas de doncellas con uniforme verde oscuro y de hombres magros y furtivos, que hablan en voz baja, como si aquello fuese la antesala de una casa de juego o de otro establecimiento ilícito. Hay un bar en un rincón y, detrás de él, un joven delgado y de semblante triste que enjuaga en silencio los vasos de jerez.

Pero este muchacho no es ningún camarero. Se llama José Fuentes y fue el último prodigio en los años 65 del dueño del piso, Rafael Sánchez
El Pipo
. Aquí, en este reluciente ambiente, entre un alud de visitantes, el rey de los mariscos persigue siempre la última ambición de su vida: encontrar un nuevo fenómeno, un nuevo ídolo que revolucione la fiesta brava y haga olvidar a las multitudes el último héroe al que empujó hacia el pináculo del toreo.

Ahora está más gordo y son más profundas las arrugas de su frente, pero también El Pipo se ha convertido en España en una leyenda. Un día, hace algunos años, un infortunado maletilla amenazó en Córdoba con arrojarse desde la cornisa de un cuarto piso a la calle principal de la ciudad si alguien no le ofrecía una oportunidad. El servicio de extinción de incendios tendió una de sus escaleras hasta su ventana, y, desde aquélla, sacerdotes, policías y transeúntes trataron inútilmente de persuadirle a bajar. En vista de su negativa, uno de los bomberos, que estaba muy gordo, tuvo una inspiración genial. Se quitó el uniforme, se puso un gran sombrero de fieltro, se metió un enorme cigarro en la boca y empezó a trepar por la oscilante escalera. Cuando el desesperado maletilla vio el conocido símbolo trepando hacia él, estiró el brazo, acercó la escalera a la cornisa y empezó a bajar, convencido de que el rey de los mariscos venía a ofrecerle la tan anhelada oportunidad.

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