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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (47 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Sin embargo, López tardó poco en descubrir que era casi tan difícil penetrar en el cerrado mundillo de los toros como apoderado que como lidiador. López tenía una enorme cantidad de amigos y estaba persuadido de que, con sólo informarles de que tenía un nuevo prodigio a su disposición, le lloverían las demandas. Pero las cosas no salieron como había presumido. Lo único que le ofrecieron sus amigos fue la oportunidad de comprar para su fenómeno un sitio en los carteles de las corridas de pueblos. El precio exigido por este privilegio oscilaba entre seis mil y veinte mil pesetas. La idea de gastar dinero de este modo chocaba con su mentalidad de dueño de café y con su noción del negocio de apoderado de un torero.

Mientras seguía buscando una corrida para su prodigio, hizo que éste se entrenara de firme. Insistió en que se pasara horas y más horas practicando pases con la carretilla, hasta que no pudiera mantener los brazos en alto. Le dieron un empleo permanente de guardián nocturno, a fin de que pudiera pasarse las mañanas en el matadero despachando vacas con sus inexpertas estocadas.

Y así fueron pasando las semanas y los meses. A pesar de lo cual, Manolo seguía mezclando argamasa con un profundo sentido de fidelidad a su patrono. Más tarde diría que López no era hombre «capaz de hacer regalos a nadie». Pero, de momento, era la encarnación de sus esperanzas. Cada vez que aparecía López en la obra, Manolo corría a su encuentro para saber si le había encontrado una oportunidad de torear en una corrida normal. La respuesta era siempre la misma: «Todavía no».

Pero, un día, López se acercó a él con la sonriente solemnidad de un banquero que se dispone a anunciar a un cliente que le ha sido concedido el crédito solicitado, y le informó de que, al fin, le había encontrado un sitio en el cartel de una corrida legalmente organizada.

La declaración de López era un poco exagerada. En realidad, le había encontrado una plaza de sobresaliente de un rejoneador que había de torear con dos matadores innominados en el pueblo de Aranda de Duero, a bastantes kilómetros de Madrid.

Sin embargo, esto no alteraba el hecho fundamental. La visión soñada por el muchacho de la goteante nariz en el asiento de dos pesetas del Cine Jerez se haría por fin realidad. Iba a aparecer en una plaza de toros, no como un intruso, sino como participante oficial en un espectáculo cuya entrada le había sido hasta entonces negada. Por primera vez en su vida, vestiría el solemne y espléndido atavío tan codiciado por él: el traje de luces.

Naturalmente, no habría remuneración para los servicios de Manolo. López se consideraba dichoso de haber podido incluirlo en el programa. Para ganar las setecientas pesetas que necesitaba para alquilar un traje de luces, Manolo tuvo que trabajar seis horas extraordinarias todas las noches, durante una semana, descargando ladrillos en la obra. Pero lo hizo gustoso. Para él fueron noches de febril anticipación, llenas de sueños del triunfo que alcanzaría en la plaza provinciana.

El día antes de la corrida, se dirigió al centro de Madrid a cumplir un rito importante en la vida de un joven torero. Llegó a una concurrida calle de un barrio residencial próximo a la Puerta del Sol. Cruzó una puerta sencilla y sin barnizar y subió un tramo de escalera. Cierta vacilación frenaba su en general resuelto modo de andar. Al final de la escalera, detrás de una puerta vidriera, se hallaba el establecimiento reverenciado por los hombres de la fiesta brava: el taller de Santiago Pelayo, el Christian Dior de los toreros.

En su interior había montañas de piezas de seda azul, morado, escarlata, esmeralda, verde y oro. Apoyadas en el suelo, manteniéndose gracias a su propio peso y rigidez, había docenas de capas moradas y amarillas. Inclinado sobre una enorme mesa de trabajo, colmada de alamares de oro y de retazos de seda, se hallaba un hombre de sesenta y cuatro años, el propietario del establecimiento. Durante más de cincuenta años, desde que, teniendo doce, había entregado un traje de luces al gran Joselito, Santiago Pelayo había dedicado todo su talento a la confección de este único y sagrado indumento: el traje de luces. Durante medio siglo, sus dedos habían cosido las galas de seda de cuatro generaciones de toreros.

Quizá ningún otro sastre del mundo ejercía una función tan especializada como la suya. La seda de los trajes procedía de una fuente única: un convento próximo a Barcelona. Esta seda tenía únicamente otro uso, en los ornamentos llevados para otro sacrificio ritual. Para el santo sacrificio de la misa, los cardenales y obispos españoles vestían prendas confeccionadas con esta seda. Sólo dos cambios se habían producido en el traje de luces en los cincuenta años que llevaba Santiago Pelayo ejerciendo su oficio, y él había sido el responsable de ambos. Había acortado un par de centímetros los alamares de plata que pendían de la chaquetilla, y había introducido, para Juan Belmonte, una almohadilla especial de algodón en el pantalón, a fin de dar a sus piernas la apariencia de normalidad que la Naturaleza le había negado. Esta innovación, como la mayoría de las cosas que hizo Belmonte, fue imitada por sus colegas.

Para confeccionar cada uno de los trajes de Pelayo, se necesitaban siete mujeres que trabajasen ocho horas durante veinte días. Estas mujeres requerían ocho años de aprendizaje para ingresar en el equipo de quince costureras de Pelayo. En cincuenta años, no se había producido el menor atisbo de mecanización ni de modernización en su sistema.

Al fondo del establecimiento de Pelayo se hallaba la habitación que buscaba Manolo. Allí, colgados en largas hileras de colorines, había cien trajes de luces de segunda mano, desechados por sus dueños después de llevarlos media docena de veces, o después de que una cornada les hubiese contagiado mala suerte. Ahora, Pelayo los alquilaba a los jóvenes aspirantes a torero. Su ajado tejido y las cicatrices dejadas en ellos por las costureras de Pelayo en su incesante esfuerzo por reparar los desgarrones producidos por las astas de los toros, eran mudo testimonio de la ineptitud de los jóvenes que acudían a alquilarlos.

Manolo hizo inmediatamente su elección. Escogió un traje de color tabaco y oro, color que, sin saber por qué, asociaba con la buena suerte. El viejo sastre conocía de sobra a los toscos muchachos como Manolo. Las setecientas pesetas que éste había ganado descargando ladrillos no bastaban. Se negó a entregarle el traje si Manolo no le traía una garantía de su devolución firmada por López.

Manolo se lo puso en la única posada de Aranda de Duero, un destartalado edificio, viejo de trescientos años, llamado La Fonda. La deslucida habitación que le destinaron no tenía luz. Su único mueble era una desvencijada silla de asiento de caña. En las paredes había un espejo roto y una marchita imagen de la Virgen arrancada de algún calendario antiguo. En esta triste y débilmente iluminada habitación, con sólo Luisito, el hijo de López, para calmar sus crecientes temores, Manolo realizó por primera vez en su vida el acto ritual, especial y solemne de vestirse de luces para una corrida. Ningún aficionado curioso, ningún comensal entrometido, ni siquiera un mozo de la posada, acudieron a presenciar esta casi siempre pública ceremonia y a distraer al torero de su preocupación con acaloradas frases de aliento.

Sin pronunciar palabra, el hijo de Luis López, en funciones de mozo de estoques, realizó la lenta y minuciosa operación de embutirle en su traje de luces. Los raídos calzones de satén le estaban cortos, y durante varios minutos hubo que tirar de ellos para ponerlos en su debido lugar, lo bastante bajos para poder anudarlos debajo de la rodilla, y lo bastante altos para que no se escurriesen sobre el hueso de la cadera. Como última precaución, Luisito los sujetó con alfileres a la faja que había ceñido a su cintura. Después levantó la chaquetilla tabaco y oro de la única silla de la estancia y la puso sobre los hombros del joven torero.

Manolo se irguió y se volvió para mirarse al espejo. Lo que vio en él le cortó la respiración. Después se apartó del espejo, se hincó de rodillas ante la Virgen del calendario y estalló en sollozos. Aún seguía arrodillado cuando entró López en la habitación y posó una mano cariñosa en su hombro.

—Aquí hemos venido a torear, no a llorar —le dijo—. Sécate las lágrimas y vayamos a la plaza.

El trío se dirigió a la plaza en el taxi Austin que López había alquilado para ir a Aranda. Al cruzar la puerta de entrada, López señaló con la mano los carteles pegados en las paredes. En caracteres más pequeños y debajo de los nombres de Sánchez Jiménez y Miguel Carmona, novilleros, y de Pepe Mendoza, rejoneador, se leían las palabras: Sobresaliente: Manuel Benítez, Niño de Palma del Río. Para su primera aparición en público, López había elegido un apodo con el nombre del pueblo del que había sido expulsado.

De pie en el húmedo pasadizo de cemento, esperando que comenzase el paseíllo, Manolo volvió a sentirse embargado por la emoción. Cuando oyó a lo lejos, más allá de la mancha de luz en que terminaba el túnel, las primeras notas del clarín que le llamaba a la plaza, empezó a temblar. Después de tantos disgustos y fracasos, después de tantas palizas y esperanzas fallidas, había llegado al fin el esperado momento. Sus pies, acostumbrados a recorrer pastizales a la luz de la luna, tendrían ahora ocasión de pisar la arena de una plaza de toros. El pequeño grupo se puso en marcha. A través del velo que empañaba su visión, Manolo advirtió de pronto que las puertas del ruedo se abrían ante su jactanciosa figura que, por fin, lucía el solemne esplendor del traje de luces.

Al verle caminar por el redondel, López pensó: «Tiene gallarda apostura; se mueve con desenfado y dobla la capa como un profesional al situarse en el burladero, preparado para la lidia».

Sin embargo, Manuel Benítez estaba condenado a permanecer en el burladero durante toda la corrida. El rejoneador de quien era sobresaliente, despachó su toro con notable facilidad. Los dos espadas del cartel no le dejaron dar un solo capotazo a ninguno de sus bichos. Maldiciéndoles y pidiendo que les ocurriera algún percance, Manolo observó con desesperación cómo despachaban sin contratiempo a los toros que les correspondían. Cuando la última res caía muerta sobre la arena, Manolo estalló en llanto por segunda vez. Su tarde en Aranda no había sido más que una grotesca mascarada, un brutal revés sufrido por sus locas esperanzas. Era un torero vestido de luces y sin un solo toro al que matar.

—Toda mi vida —dijo a López— me ha perseguido la mala suerte, y hoy me ha seguido hasta aquí.

Para animar a su desconsolado diestro López encargó una cena a base de cordero asado en la posada donde Manolo se había cambiado de traje. Después regresaron a Madrid en el mismo taxi que con tanto orgullo habían ocupado ocho horas antes. A quince kilómetros de la capital, el Austin quiso compartir la maldición que parecía pesar sobre sus ocupantes. Después de unos cuantos jadeos, se paró y no hubo manera de ponerlo nuevamente en marcha.

Con gruñidos de enojo y desesperación, López, su hijo y el aún inédito torero se apearon del coche. López dobló cuidadosamente su chaqueta sobre el asiento posterior del automóvil. Después, los tres hombres —un aspirante a apoderado taurino, un involuntario mozo de estoques y un desconsolado torero— se resignaron a lo inevitable, a la última decepción de un día lleno de desengaños. Empezaron a empujar el taxi hacia Madrid.

Poco después de la desilusión de Aranda de Duero, la llegada de una hojita de papel verde interrumpió temporalmente la carrera taurina de Manuel Benítez. En aquel papelito, entregado por un guardia en el domicilio de la hermana de Manolo, se ordenaba a éste que se presentara en el más próximo cuartel de la Guardia Civil para cumplir el servicio militar.

Gracias a un oficial que frecuentaba su bar, López logró que Manolo fuese destinado al 4.° Regimiento de Carros de Combate, sito en Carabanchel. Así no perdería de vista a su fenómeno. El Ejército le compensó la interrupción de su carrera taurina dándole una oportunidad que siempre le había sido negada durante su vida de paisano: la ocasión de conducir su propio vehículo. Claro que no fue el Mercedes de sus sueños, sino un tanque Patton 1947, muestra concreta de la ayuda americana de ochenta y seis millones de dólares, con la cual reequipaba Franco sus fuerzas armadas.

Sin embargo, los toros seguían siendo el centro de su atención. Con su conductor de ayudante, un zapatero llamado Sánchez Pacheco, aprovechaba los permisos de fin de semana para frecuentar las tientas y capeas de los alrededores de Madrid. Esto estaba severamente prohibido por las ordenanzas militares.

Sus meses de servicio transcurrieron lentamente. Cuando le licenciaron, en 1959, estaba a punto de cumplir veintitrés años. Todavía era joven. Pero, desde el punto de vista del mundo en el cual quería penetrar, era ya un poco viejo. Raros son los toreros que no se han hecho notar en el ruedo a los veintiún años. Muchos, quizá la mayoría, son espadas consumados al cumplir los veinte. A la edad alcanzada por Manuel Benítez aquella primavera, el antiguo aspirante es ya todo un torero, o ha vuelto a la oscuridad y a la pobreza de las que había pugnado por salir. Joselito, a los veintitrés años, había sido ya aclamado como el más grande matador de la historia y vivía su famoso duelo con Juan Belmonte, sólo dos años mayor que él, en una lidia singular considerada todavía como la Edad de Oro del toreo. El héroe de Manuel Benítez, Manolete, era, a «los veintitrés años, el indiscutible ídolo de la nación. A esta edad, Antonio Ordóñez tenía trescientas treinta y cuatro corridas en su haber, y Luis Miguel Dominguín era públicamente considerado el primer torero de España. En cambio, Manuel Benítez, al cumplir sus veintitrés años aquella mañana de mayo, no era más que un obrero no especializado y con un pobrísimo historial. Lo único digno de mención en su triste historia personal eran sus cuatro estancias en las prisiones españolas.

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