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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (16 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Sin embargo, la idea de seguir un camino me preocupaba, sobre todo utilizando la linterna. Tomamos la decisión de bordear el arroyo para alejarnos del camino. Andábamos rápido para recorrer un máximo de distancia en un mínimo de tiempo. Un relámpago reventó la noche y el viento empezó a soplar, arqueando las ramas a su paso. Sin perder tiempo, nos dimos a la tarea de construir un refugio lo más pronto posible. Formamos un techo tensando el gran plástico negro con unas cuerdas amarradas a dos mangles. Nos sentamos debajo, acurrucadas sobre nosotras mismas para caber juntas, puse a mis pies el machete que acababa de utilizar y me desplomé sobre mis rodillas, vencida por un sueño del principio de los tiempos.

Me desperté poco después con la desagradable sensación de tener las nalgas metidas en el agua. Nos estaba cayendo encima un verdadero diluvio. Una explosión, precedida por un largo y siniestro crujido, terminó de despertarme. Un árbol gigantesco acababa de desplomarse a algunos metros de nosotras. Habría podido aplastarnos. Puse la mano en el suelo para recoger el machete y encontré tres centímetros de agua. La tempestad estaba en pleno furor. El nivel del agua subía y nos inundaba. ¿Cuánto tiempo nos habíamos quedado dormidas? Lo suficiente para que el hilo de agua duplicara su caudal y se desbordara sin tregua.

Todavía estaba agachada, buscando a tientas el machete, cuando sentí que el agua tomaba más velocidad bajo mis pies: ¡estábamos en medio de una corriente!

Prendí la linterna de bolsillo. Inútil buscar el machete: la corriente lo había arrastrado. Teníamos que recoger nuestras cosas e irnos lo más rápido posible. En ese momento, recordé los comentarios de los guerrilleros. En invierno, se inundaban las zonas aledañas a la quebrada, lo cual explicaba la existencia de esos paseos peatonales de madera construidos sobre pilotes que a mí me parecieron puentes sobreelevados construidos en cualquier parte. El invierno acababa de caernos encima en un par de minutos y nosotras habíamos instalado nuestro refugio en el peor lugar.

Sin el machete, con los dedos entumecidos por el agua y el frío, se hacía muy ardua la tarea de deshacer el refugio. Todavía seguía tratando de desamarrar los nudos para recuperar la valiosa pita cuando el agua nos llegó a las rodillas. Miré por encima de nuestras cabezas: el manglar tejía una red de ramas que se cerraba a algunos centímetros de nuestras cabezas. La corriente seguía creciendo rápidamente. Si no encontrábamos la salida, corríamos el riesgo de morir ahogadas entre el mangle. Miré con rapidez a mi alrededor. El agua había cubierto todas las pistas.

La lluvia incesante, el agua que nos llegaba a la cintura, la dificultad para desplazarnos a contracorriente, todo conspiraba contra nosotras. La linterna dejó de funcionar. A mi compañera la invadió el pánico: hablaba a gritos y no sabía qué hacer en medio de la oscuridad. Daba vueltas a mi alrededor, haciéndome perder el equilibrio en una corriente que se había vuelto demasiado peligrosa.

—Vamos a salir de esta. Lo primero que tenemos que hacer es ponerle pilas nuevas a la linterna. Lo vamos a hacer despacito, juntas. Saca las pilas del morral, una por una. Me las pasas, poniéndomelas bien en la mano. Tengo que ponerlas por el lado que es. Así. Dame la otra. Eso.

La operación duró largos minutos. Yo me había subido en un arbusto y me agarraba de las ramas, para evitar que me desestabilizara la corriente. Mi único temor era que las pilas se me resbalaran y se perdieran en el agua. Las manos me temblaban y me costaba trabajo agarrar bien los objetos. Cuando finalmente logré prender la linterna, el agua nos llegaba al cuello.

En el barrido de luz que hice con la linterna, vi a mi compañera abalanzarse derecho frente a ella. «¡Por acá!», gritó, al tiempo que se hundía más en el agua. No era momento para discutir. Por mi parte, todavía subida en mi arbusto, escrutaba los alrededores, tratando de encontrar un indició, una dirección.

Clara regresó y me miró confundida.

—Por allá —le indiqué yo.

Era algo más fuerte que una intuición. Era como un llamado. Me dejé guiar y comencé a caminar. «¡Un ángel!», pensé, sin que la idea me pareciera absurda. Hoy, con la distancia, me gusta pensar que ese ángel era Papá. El acababa de morir y yo no lo sabía aún.

Me hundí más en el agua, pero seguía andando con obstinación en la misma dirección. Sentí más adelante que el terreno se convertía en una pendiente acentuada. La subimos. Estábamos en medio de una inmensa laguna. La quebrada había desaparecido. El puente también. Un verdadero río avanzaba desbordado y arrasaba todo a su paso.

Caminábamos con la espalda encorvada, empapadas hasta los huesos, tiritando de frío, extenuadas. Las primeras luces del amanecer se colaban por la espesa vegetación. Teñíamos que hacer el inventario dé nuestras pérdidas y exprimir toda nuestra ropa. Debíamos, sobre todo, preparar el escondite donde nos quedaríamos durante el día. Sin duda, los guerrilleros ya estarían buscándonos y nosotras no habíamos avanzado lo suficiente.

El sol salió. Detrás del follaje denso, unas manchas de color azul claro dejaban adivinar un cielo despejado. Los rayos de luz que penetraban la vegetación en línea oblicua calentaban la selva con tal intensidad que del suelo se desprendían vapores, como bajo el efecto de un encantamiento. La selva había perdido el aspecto siniestro de la noche anterior. Hablábamos en susurros y planeábamos meticulosamente las tareas que nos íbamos a repartir durante el día. Habíamos decidido no caminar de noche mientras que no hubiera luna para alumbrarnos el camino. Pero nos daba miedo andar de día, pues sabíamos que la guerrilla se había volcado a perseguirnos y que debían de estar cerca. Busqué un lugar que pudiera servirnos de escondite. Vi un hueco dejado por una raíz gigantesca que parecía haber sido literalmente arrancada del suelo por la caída del árbol. La tierra que había quedado al descubierto era roja y arenosa, un platillo para los bichos de todo tipo que se arrastraban por los alrededores. Nada que temer: ni alacranes, ni «Barbas de indios», esos gruesos gusanos venenosos. Pensé que podríamos pasar el día camufladas en ese hueco. Teníamos que cortar palmas verdes para escondernos. El pequeño cuchillo que había «tomado prestado» hacía bastante bien las veces de machete.

Estábamos tejiendo una enramada con palos y palmas entrecruzados cuando oímos la voz fuerte del joven César dando órdenes y luego el ruido de varios hombres corriendo a algunos metros a nuestra derecha. Uno de ellos maldecía mientras corría y luego lo oímos alejarse y desaparecer definitivamente. De manera instintiva, nos habíamos enconchado la una a la otra en el hoyo, reteniendo la respiración. Volvió la calma y, con ella, el ruido del viento desafiando la copa de los árboles, el gorgoteo del agua bajando por doquier hacia el río, el canto de los pájaros… y la ausencia del hombre. ¿Acaso lo habíamos soñado? No habíamos visto a los guerrilleros, pero habían pasado muy cerca de nosotras. Era una advertencia. Debíamos irnos de ahí. La ropa se nos había secado encima. Nuestros botines chorreaban agua. Bien ubicados bajo un poderoso rayo de sol, producían lindos remolinos de vapor. Las exhalaciones habían atraído un enjambre de abejas que se les prendían en racimos y chupaban por turnos el cuero para quitarle la sal. Envueltos así, más parecían colmenas que zapatos. Ala larga, me di cuenta de que la labor de estos insectos era beneficiosa: cumplían el papel de estación de lavado y dejaban un perfume de miel que reemplazaba el olor rancio de antes. Entusiasmada por este descubrimiento, tuve la pésima idea de poner a secar mi ropa interior en la rama de un árbol, a pleno sol. Cuando volví por las prendas, me dio un ataque de risa incontenible. Las hormigas habían hecho circulitos con la tela y se las habían llevado. Lo que quedaba fue acaparado por las termitas, que usaban el material para construir sus túneles.

Decidimos irnos a la madrugada del día siguiente. Utilizaríamos, a modo de colchón, la enramada que habíamos hecho. Le pondríamos un plástico encima y el otro, suspendido de los árboles, nos serviría de techo. Estábamos en lo alto de una loma. Si llovía de nuevo, al menos no nos inundaríamos. Rompimos cuatro ramas para ponerlas en las cuatro esquinas de nuestra tienda improvisada. De este modo, podríamos darnos el lujo de instalar el mosquitero.

¡Acabábamos de pasar nuestras primeras veinticuatro horas en libertad! Al otro lado del mosquitero, unos abejorros duros y relucientes se fatigaban tontamente contra la malla. Cerré los ojos después de haberme asegurado de que el mosquitero había quedado herméticamente cerrado con el peso de nuestros cuerpos. Cuando me desperté de un brinco, el sol ya estaba alto en el cielo. Habíamos dormido demasiado.

Recogí todo rápidamente, dispersé las palmas para no dejar huellas de nuestra presencia y agucé el oído. Nada. Los guerrilleros debían de estar lejos. A lo mejor ya habían levantado el campamento. La conciencia de nuestra soledad me tranquilizó y me angustió a la vez. ¿Qué tal si pasábamos semanas andando en círculos y nos perdíamos para siempre en este laberinto de clorofila?

No sabía qué dirección tomar. Avanzaba por instinto. Clara me seguía. Ella había insistido en que lleváramos montones de cosas: medicamentos, papel higiénico, cremas antiinflamatorias, esparadrapo, ropa para cambiarnos y, por supuesto, comida. Ella decidió llevar mi bolso de viaje, que ahora pesaba una tonelada, lleno como estaba de tantas cosas. Yo había hecho todo para disuadirla. Sin embargo, tampoco quise discutir demasiado pues comprendía que Clara había metido en ese bolso todos los antídotos contra su propio miedo. Al cabo de una hora de caminar, ella hacía esfuerzos por no parecer agobiada por la carga y yo hacía lo posible para fingir que no me daba cuenta.

Trataba de orientarme estableciendo puntos de referencia respecto al sol, pero unas gruesas nubes habían invadido el cielo de una espesura gris, que transformaba el mundo bajo los árboles en un espacio plano, sin sombras y, por lo tanto, sin dirección. Las dos estábamos al acecho, tratando de oír algún ruido que nos advirtiera de la presencia de algún ser vivo, pero la selva estaba encantada, suspendida en el tiempo, ausente de la memoria de los hombres. Solo estábamos nosotras, acompañadas del ruido de nuestros pasos sobre una alfombra de hojas secas.

De un instante a otro, sin previo aviso, la selva cambió. La luz era diferente, los sonidos del entorno menos intensos, los árboles parecían menos cercanos los unos de los otros, nos sentíamos menos cubiertas. Empezamos a movernos de manera más lenta, más prudente. Un paso, dos pasos. Dimos con un camino lo suficientemente ancho para permitir la circulación de un vehículo: ¡una verdadera carretera en medio de la selva! De un brinco, agarré a mi compañera de un brazo, para escondernos en la vegetación y acurrucamos junto a las raíces enormes de un árbol. ¡Una carretera era la salida! Pero también era el peor de los peligros.

Estábamos fascinadas con nuestro descubrimiento. ¿A donde llevaba esta carretera? ¿Sería posible que nos condujera a un lugar habitado, de nuevo a la civilización? ¿Estaban aquí los guerrilleros que habíamos oído el día anterior? Hablábamos sobre todas estas cosas en voz baja, mirando la carretera como un fruto prohibido. Una carretera en la selva era obra de la guerrilla. Era su territorio, su feudo.

Decidimos andar bordeando la carretera, a una distancia razonable, y mantenernos ocultas todo el tiempo. Queríamos avanzar todo lo posible en el día, pero con la mayor prudencia.

Seguimos nuestra consigna inicial durante horas. La carretera subía y bajaba en pendientes pronunciadas, daba virajes caprichosos y parecía no tener fin. Yo caminaba a un ritmo rápido para recorrer la mayor distancia durante las horas de luz. Mi amiga se iba rezagando poco a poco, mordiéndose los labios para no confesar que sufría con el peso de su carga.

—Pásamelo. Yo lo llevo.

—No, tranquila. No es pesado.

La carretera se había angostado de manera significativa y cada vez se hacía más difícil mantenerse a un costado de ella: el relieve era cada vez más endiablado. Las subidas se habían transformado en escaladas y las bajadas en rodaderos. Nos detuvimos al cabo de tres horas en un puentecito de madera sobre una quebrada. El agua era cristalina y canturreaba en su lecho de piedras blancas y rosadas. Yo estaba muerta de sed y bebí como un asno, arrodillada en la orilla. Llené mi botellita de agua que hacía de cantimplora y Clara hizo lo mismo.

Nos reíamos como niñas ante la felicidad sencilla de tomar agua fresca. Las cosas que rumiábamos en la soledad de nuestros pensamientos se convirtieron en tema de debate. Habíamos caminado toda la mañana sin encontrar un alma.

Para los guerrilleros, nosotras ignorábamos la existencia de esta carretera. Si la utilizábamos, podíamos duplicar la distancia recorrida. Habíamos acordado caminar en estricto silencio y saltar a escondernos en el momento en que oyéramos el menor ruido. Yo trataba de mantener la vista fija en la distancia para divisar cualquier movimiento. Poco a poco, mi mente se fue dejando absorber más por la concentración del esfuerzo físico que por la atención que habíamos convenido.

Llegamos a un desvío en una curva. Había otro puente largo que cruzaba el lecho de una quebrada seca. Nuestros botines estaban llenos de barro y la madera del puente parecía haber sido lavada con agua y jabón, a causa de las últimas lluvias. Decidimos pasar por debajo del puente para no dejar por encima huellas de zapatos. Al meterme debajo del puente, noté en las tablas unos colgandejos enroscados en un crecimiento de musgo. Ya había visto esta extraña forma de vegetación, que caía de los árboles y pensé que se parecía extrañamente al pelo de los rastafaris. Podía imaginarlo todo, menos que esos fueran avisperos. Vi montones de avispones en uno de los pilotes del puente y salté del susto. Le avisé a Clara, que venía unos metros atrás, señalando con el dedo la bola hirviendo de insectos con la que estuve a punto de estrellarme. Un segundo después, un zumbido que aumentaba de volumen me alertó que las avispas habían levantado el vuelo para castigarnos por haberlas molestado.

Vi que el escuadrón en formación triangular se precipitaba sobre mí y salí corriendo como una flecha, pasé por encima del puente y seguí corriendo por el camino a toda velocidad, hasta que tuve la impresión de estar lejos del zumbido. Paré de correr, ya sin aire, y al darme la vuelta vi un espectáculo de pesadilla: mi compañera estaba a algunos metros de mí, negra de avispones. Los insectos percibieron que yo me había detenido y abandonaron su primera presa para caer sobre mí como un escuadrón de caza. No podía ponerme a correr de nuevo y dejar a mi compañera paralizada allí, a merced del enjambre enfurecido. En un abrir y cerrar de ojos, me vi cubierta de esos bichos enloquecidos que me clavaban en la piel sus poderosos aguijones. Uno de los guardias había hablado de avispas africanas, cuya picadura podía matar al ganado en un segundo.

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