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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (15 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Entonces lo vi a él, que me espiaba detrás del árbol, fascinado de poder presenciar mi transfiguración, como un niño ante una mosca a la que le hubiera arrancado las alas. Él lo sabía: estaba enterado de la muerte de mi padre y esperaba que yo la descubriera. Estaba en palco de honor y se deleitaba con mi sufrimiento. Lo odié en ese mismo instante. El odio me puso en mi puesto, como un fuetazo en plena cara.

Me volteé de un golpe, roja de indignación. No quería que me viera. No tenía ningún derecho de mirarme. Yo iba a morir, iba a implosionar, me iba a reventar en esta selva de mierda. Mejor. Así estaría de nuevo con Papá. Eso era lo que quería. Quería desaparecer.

En ese momento oí su voz. Ahí estaba, a pocos metros de mí. No podía verlo pero sí podía olerlo. Era el olor de su pelo blanco, que yo besaba antes de irme cada noche. Estaba de pie, a mi derecha, como uno de esos árboles centenarios que me cubrían con su sombra, igual de grande, igual de sólido. Miré hacia esa dirección y una luz blanca me encegueció. Cerré los ojos y sentí las lágrimas lentamente resbalándome por las mejillas. Era su voz, sin palabras, en silencio. Papá había cumplido su promesa.

Me volteé hacia mi compañera y haciendo un esfuerzo sobrehumano logré articular: «Papá murió».

8
LOS AVISPONES

Marzo de 2002 — Un mes antes.

Era domingo de Pascua. Los guerrilleros todavía no habían terminado de construir el campamento. El joven César había mandado levantar una rancha al lado de la quebrada que rodeaba el campamento, el economato para almacenar las provisiones y, en el centro del círculo de carpas, el dula para sus reuniones.

Me gustaba dar una vuelta por la rancha, para ver cómo preparaban los alimentos. Al principio, cocinaban con leña. Después trajeron, a lomo de hombre, una estufa a gas con un enorme y pesado cilindro lleno. Sin embargo, lo que más me interesaba eran dos cuchillos de cocina que había en todo momento sobré la mesa de la rancha. Pensaba que nos serían útiles para la huida que estábamos planeando.

Mientras cosía, envolvía, ordenaba y seleccionaba debajo del mosquitero los objetos para nuestra partida, observaba con atención la vida del campamento. Había en particular un joven guerrillero que vivía una historia tormentosa. Lo llamaban «El Mico», porque tenía las orejas paradas y una boca grande. Estaba enamorado de Alexandra, la más bonita de las guerrilleras, y había logrado seducirla.

Al final de cada día llegaba al campamento un tipo alto y bien parecido que también pretendía a la joven Alexandra. Era el masera. Su papel consistía en servir de puente entre los dos mundos: el de la legalidad, donde él se desempeñaba viviendo como cualquier persona en un pueblo, y el de la ilegalidad, llevando provisiones e información a los campamentos de las Farc.

Alexandra no era indiferente a sus coqueteos, mientras que el Mico seguía rondándola, presa de unos celos tremendos. El Mico perdía de tal forma el control de sus emociones que durante su turno de guardia era incapaz de quitarle los ojos de encima a su enamorada, y se olvidaba por completo de nosotras. Rezaba para que fuera él quien estuviera de guardia el día de nuestra huida. Estaba segura de que podríamos evadirnos frente a sus narices sin que él viera absolutamente nada.

Durante esos días de preparación, la suerte estuvo de nuestro lado. El campamento estaba en ebullición y los guerrilleros trabajaban como hormigas cortando madera para erigir todo tipo de construcciones. Uno de ellos había dejado abandonado un machete cerca de nuestra carpa. Mi compañera lo había visto y yo logré llevarlo hasta los chontes para esconderlo. Los chontes que habían hecho para nosotras estaban en medio de unos matorrales. Previendo que nuestra estadía allí sería larga, abrieron seis huecos cuadrados, de un metro de profundidad cada uno. Una vez se llenara el primer hueco, habría que taparlo bien y comenzar a utilizar el segundo.

Escondí el machete en el último hueco y lo tapé con tierra. Le había amarrado una cuerdita al mango y la dejé tirada discretamente por fuera del hoyo, de tal forma que el día de nuestra huida solo tuviéramos que jalar sin tener que meter las manos en la tierra para buscar el machete. Tuve la precaución de explicárselo bien a mi compañera para que evitara utilizar ese agujero, lo cual habría hecho fastidiosa la tarea de recuperación del machete.

Ya estábamos en Semana Santa. Todos los días me recogía en silencio, buscando en mis oraciones el valor para intentar una nueva escapada. El cumpleaños de Papá era a finales de abril y yo calculaba que si salíamos un mes antes tendríamos la oportunidad de darle una buena sorpresa.

Examiné uno por uno los elementos de una lista de tareas que me había impuesto y concluí satisfecha que estábamos listas para la gran salida. Me parecía que ese domingo era un buen día para intentar evadirnos. Había observado que el joven César reunía a su tropa todos los domingos por la noche para llevar a cabo actividades de descanso. Jugaban, cantaban, recitaban, se inventaban eslóganes revolucionarios. Eso distraía la atención de los guardias de turno, que deploraban no poder participar.

Era necesario esperar a que se presentara la oportunidad. Todos los días nos alistábamos a la hora gris, después del atardecer, como quien ensaya una representación. Yo estaba tensa como un arco, incapaz de dormir, imaginando en mi insomnio todos los obstáculos que se podrían presentar.

Una tarde, al volver de los chontos, vi a mi compañera esconder algo en su bolsa con un movimiento precipitado. Por curiosidad y como en broma, quise averiguar qué escondía. Descubrí estupefacta que había comenzado a consumir nuestras reservas de queso y vitamina C. Me sentí traicionada. Eso reducía notablemente nuestras posibilidades de éxito. Pero sobre todo creaba un clima de desconfianza entre nosotras.

Precisamente eso era lo que debíamos evitar a todo trance. Debíamos mantenernos unidas, soldadas la una a la otra, pues debíamos estar en capacidad de apoyarnos mutuamente. Traté de explicarle de la mejor manera posible mi aprensión. Ella me miraba sin verme. Le agarré las manos para hacerla volver a la realidad.

El domingo fue un día lento. El campamento se hallaba en un estado de calma soporífica. Nosotras estallamos listas. Solo debíamos esperar con paciencia. Había tratado de conciliar el sueño diciéndome que nos esperaban jornadas arduas y que debíamos ahorrar fuerzas. Hacía la tarea de mostrarme amable y vigilaba mis movimientos para no despertar sospechas. Me sentía viviendo en cuerpo ajeno, presa de la inquietud de poner fin a nuestro cautiverio, y angustiada hasta los tuétanos pensando que podrían atraparnos.

Si no me hubiera obligado a controlarme, me habría comido todo de un bocado, me habría bañado sin enjuagarme y habría preguntado la hora cada dos minutos. Me propuse hacer lo contrario: masticaba despacio la comida, hacía paso a paso las labores del día y demoraba su ejecución para hacer concienzudamente la mímica de lo que yo creía ser mi actitud habitual. Hablaba sin buscar la conversación con ellos. Hacía un mes y una semana que nos habían secuestrado. Los guerrilleros estaban muy orgullosos de tenernos prisioneras y yo sentía un placer inequívoco ante la idea de escabullírnosles.

Los guerrilleros buscaban dar una apariencia de amabilidad; yo fingía acostumbrarme a vivir entre ellos. La tensión era evidente en todas nuestras palabras y cada uno calibraba al otro detrás de su máscara. El día transcurría con mayor lentitud, precisamente porque nuestra impaciencia era fuerte. Mi angustia se hacía asfixiante. Yo me repetía que este aumento agobiante de adrenalina era más eficaz para la huida, que el miedo a un cautiverio prolongado. A las seis de la tarde exactamente de ese domingo 31 de marzo de 2002 hubo cambio de guardia. Ahora entraba a hacer su turno el Mico, el enamorado de Alexandra, la guerrillera bonita. Mi corazón saltó: era una señal del destino. Debíamos irnos. Las seis y cuarto era la hora ideal para salir de nuestra caleta, caminar hacia los chontos y adentrarnos en la selva. A las seis y media ya estaría oscuro.

Ya eran las seis y diez. Puse mis botas de caucho bien visibles frente a la caleta y comencé a ponerme los botines de excursión con los cuales iba a huir.

—No nos podemos ir —dijo Clara—. Es demasiado arriesgado.

Observé a mi alrededor. El campamento se preparaba para la llegada de la noche. Cada uno se dedicaba a su tarea. El Mico se había retirado de su puesto de vigilancia y le hacía señales notorias a su enamorada, justo en el momento en que el apuesto masero entraba al campamento. La muchacha iba ya dirigiéndose a nosotros pero se detuvo en seco al ver que llegaba su otro pretendiente.

—Te espero en los chontos. Tienes tres minutos. No más —le susurré a Clara a modo de respuesta. Ya tenía los pies por fuera del mosquitero.

Miré por última vez al guardia y me arrepentí de haberlo hecho. Si él se hubiera volteado a verme en ese instante, mi gesto habría bastado para echarlo todo a perder. Pero el Mico vivía su propio drama. Estaba apoyado en un árbol, observando el éxito de su rival. Nada le interesaba menos que fijarse en lo que pasaba con nosotras. Me fui derecho al hueco donde había enterrado el machete. La cuerda que había dejado como marca seguía en su lugar. Sin embargo, el hueco había sido utilizado y despedía un olor asqueroso. «No perder la calma, no perder la calma», me repetía mientras tiraba de la cuerda y arrastraba con ella no solamente el machete sino toda clase de inmundicias.

Mi compañera llegó y se agachó junto a mí, jadeante, buscando esconderse de la mirada del guardia. Unas palmas nos protegían.

—¿Te vio?

—No creo.

—¿Tienes todo?

—Sí.

Le mostré a Clara el machete que limpié rápidamente con hojas. Ella hizo cara de vómito.

—¡No había entendido! —se excusó ella, con una risa nerviosa.

Agarré el palo que había dejado escondido entre los arbustos y me adentré en la espesura, caminando sin mirar atrás. El canto de las cigarras acababa literalmente de explotar en la selva e invadía los cerebros hasta el aturdimiento. Eran exactamente las seis y cuarto: las cigarras lo sabían mejor que nosotras. Eran de una precisión inglesa. Sonreí. Era imposible que alguien pudiera oír la bulla que hacíamos caminando sobre las hojas y las ramas secas que crujían horriblemente bajo nuestros pies. Cuando la noche cayera por completo, el ruido de las cigarras cedería el puesto al croar de los sapos. En ese momento, los ruidos de fondo serían audibles, pero nosotras ya estaríamos lejos. A través de los matorrales, entreví la claridad que provenía del campamento: se veían formas humanas entrar y salir de las caletas que rozábamos. Bajo la cubierta de vegetación, ya estábamos metidas en la oscuridad. Nadie podía vernos.

Mi compañera se agarraba a mí. Frente a nosotras había un tronco de árbol tendido en el suelo: me parecía inmenso. Me acaballé en él para pasar por encima y me di vuelta para ayudar a Clara. Fue como si alguien hubiera apagado la luz. De repente, nos encontramos en la espesa negrura. A partir de ahora, debíamos avanzar a tientas. Con el palo, como si fuera ciega, identificaba los obstáculos e iba abriendo camino entre los árboles.

En un momento dado, los árboles empezaron a espaciarse y luego desaparecieron. Así era más fácil caminar y eso nos animó a hablar. Tenía la sensación de ir bajando por un camino. Si ese era el caso, más nos valía alejarnos del camino y volver a la selva. Un «camino» era sinónimo de guardias y yo ignoraba cuántos círculos de seguridad habían puesto alrededor del campamento. Corríamos el riesgo de caer en los brazos de alguno de nuestros secuestradores.

Llevábamos caminando así cerca de una hora, en medio de la oscuridad y en silencio, cuando sentí de pronto la presencia de alguien. La sensación de que no estábamos solas me hizo detener en seco. En efecto, alguien se desplazaba en la oscuridad. Yo había oído claramente el crujir de hojas bajo sus pasos y creía casi percibir su respiración.

Mi compañera trató de susurrarme algo al oído, pero yo le puse la mano en la boca para detenerla. El silencio era de plomo. Las cigarras ya se habían callado y los sapos se hacían esperar. Sentía que el corazón se me iba a salir del pecho y estaba convencida de que el desconocido también lo alcanzaba a oír. No debíamos movernos. Si tenía linterna, estábamos perdidas.

Se acercó lentamente. No hacía ruido con sus pasos, como si caminara sobre una alfombra de musgo. Parecía que pudiera ver en la noche, pues sus movimientos eran certeros. Ahí estaba, a dos pasos de nosotras, y se detuvo. Adiviné que el desconocido había comprendido. Sentía su mirada sobre nosotras.

Un sudor frío me recorrió la espalda y una oleada de adrenalina me heló las venas. Estaba paralizada: no podía hacer el menor movimiento, ni producir el menor ruido. Y sin embargo, debíamos movernos, alejarnos dando pasitos pequeños, buscar un árbol, escaparnos de él antes de que encendiera la linterna y nos saltara encima. Era imposible. Solo mis ojos guardaban la capacidad de hacer algún movimiento en sus órbitas. A pesar de los esfuerzos que hacía por captar aunque fuera una sombra, las tinieblas eran tan impenetrables que creí haberme vuelto ciega de verdad.

Se acercó un poco más. Yo sentía el calor que emanaba de su cuerpo. Era un vaho denso que se me pegaba a las piernas y el olor subía como para incitarme al pánico. Era una exhalación fuerte y rancia. Pero no era la que esperaba. Mi cerebro funcionaba a toda velocidad, recibiendo las variables que mis sentidos le transmitían. Miré instintivamente hacia abajo. No era un hombre.

El animal gruñó a mis pies. Debía llegarme hasta las rodillas. Escasamente me rozaba. Era una fiera. Ahora estaba segura. Unos segundos que parecieron una eternidad transcurrieron en un silencio de estatua. El animal se alejó tal como había venido, como un susurro del viento y un crujir de hojas.

—Es un tigre —le dije al oído a mi compañera.

—¿Estás segura?

—No.

—Prendamos la linterna. Tenemos que ver.

Yo dudaba. No debíamos de estar muy lejos del campamento. Podían avizorar la luz y venir a buscarnos. Sin embargo, no había ruidos, no había voces, no había luces.

—La prendemos un segundo y la apagamos.

El animal se perdía en la maleza como un relámpago amarillo. Frente a nosotras, un caminito serpenteaba cuesta abajo. Nos dirigíamos instintivamente hacia él, como si pudiera llevarnos a algún lado. Más abajo, el caminito llevaba a un puente que cruzaba un hilo de agua. Al otro lado, el terreno era plano y casi sin vegetación: era un suelo arenoso cubierto por aquí y por allá de mangle. Ya no sentía miedo, pues la luz me había devuelto la seguridad.

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