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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (11 page)

—Bueno, la espero allá adelante.

No me gustaba en absoluto la idea de quedar desamparada en este infierno. Del otro lado de la vegetación yo veía sombras que se agitaban.

—¡Pero todo el mundo me puede ver!

Isabel me puso un rollo de papel higiénico en las manos.

—No se preocupe. Yo no dejo que nadie se acerque.

Volví al campamento tambaleándome, echando de menos las letrinas de la casa en la carretera. Era necesario lavar la ropa que tenía puesta y debía ponerme algo de lo que nos habían traído. Encontré a Clara rebuscando en las bolsas negras. Había cuatro pares de pantalones, todos bluyines de tallas y modelos diferentes, camisetas con motivos infantiles y ropa interior, unas prendas eran simples, en algodón, y otras en encaje de colores chillones. La repartición se hizo sin problema: cada una cogía la talla que le servía mejor. También había dos grandes toallas de baño y dos pares de botas de caucho, las mismas que me habían servido para identificar a los guerrilleros. Las hice a un lado, pensando que no llegaría a usarlas jamás.

Una muchacha joven que no había visto antes se acercó. Parecía muy tímida. Isabel nos la presentó. «Ella es María, su recepcionista». Yo abrí los ojos con sorpresa. No me alcanzaba a imaginar que en este lugar totalmente perdido pudiera haber una recepcionista. Isabel me explicó:

—Ella es la encargada de hacerles a ustedes la comida. ¿Qué quieren comer?

Debían ser máximo las seis de la mañana. Pensé en un desayuno lo más sencillo posible: ¿huevos fritos? María se fue azarada hacia el fondo del campamento y luego desapareció detrás de un talud. Isabel se fue también, antes de que yo pudiera preguntarle cómo podía darme una ducha. Clara fue a sentarse, con una cara de profundo abatimiento. Miré a mi alrededor. No había enfermos en las camas. Estaban ocupados en actividades manuales: unos moldeaban pedazos de madera con un machete, otros le cosían las agarraderas a su morral, otros tejían correas con una técnica que nunca había visto antes. El movimiento de sus manos era tan rápido que no lograba seguirlo.

—Démosle una vuelta al campamento —le propuse a mi compañera.

—Vamos —respondió ella con entusiasmo.

Guardamos nuestras pertenencias lo mejor que pudimos en un rincón de la cama y nos estábamos preparando para salir del cobertizo cuando la voz de una mujer nos detuvo.

—¿Para dónde van?

Era Ana. Tenía el fusil agarrado con ambas manos y nos miraba con una expresión dura.

—Vamos a dar una vuelta por el campamento —le contesté, sorprendida.

—Tiene que pedir permiso.

—¿A quién hay que pedirle permiso?

—A mí.

—¡Ah, bueno! Entonces, ¿nos da permiso para darle una vuelta al campamento?

—No.

En ese mismo momento, María llegó con una olla hirviendo, que despedía un fuerte aroma de café. En la otra mano tenía dos panecillos y dos tazas en acero inoxidable. Sonia llegó detrás de ella sonriendo, todos los dientes afuera:

—¿Entonces qué, Ingrid? ¿Cómo le va?

Me dio un golpe en la espalda que me hizo perder el equilibrio y continuó diciendo, radiante:

—No hacen sino hablar de ustedes por la radio. El Secretariado anunció que van a publicar un comunicado para esta noche. ¡Le va a dar la vuelta al mundo!

La guerrilla estaba muy oronda del despliegue mediático que se había producido con mi secuestro. Sin embargo, yo estaba lejos de pensar que la noticia captaría la atención internacional. Esperaba, cuando mucho, que el anuncio despertaría al gobierno, y que este se pondría en acción para obtener nuestra liberación, tanto más necesaria para ellos en cuanto que los hechos previos a mi secuestro podrían resultarles incómodos.

—¿Podemos ver las noticias esta noche? Vi que tienen un televisor…

Sonia adoptó el semblante serio y pensativo que ya le había visto al Mocho César. Todas las miradas del campamento se dirigieron hacia ella, conteniendo la respiración como si la vida de todos dependiera de su respuesta. Ella se tomó su tiempo y luego declaró, sopesando cada palabra:

—La televisión está prohibida por lo de la aviación. Pero voy a hacer una excepción por esta noche…

Una oleada de alegría invadió el campamento. Las conversaciones se reiniciaron con gran animación, risas a lo lejos atravesaban el aire.

—El comandante César anunció que viene. Pase a verme a mi caleta cuando quiera —me dijo Sonia, antes de alejarse.

Ahí estaba yo tratando de aprender esos nuevos códigos, ese vocabulario que me desorientaba. La caleta debía de ser su cabaña, así como los chontes eran los baños y la recepcionista era la muchacha de las labores domésticas. Me imaginaba que en una organización revolucionaria ciertas palabras debían estar proscritas. Debía ser impensable enrolarse en las Farc para terminar haciendo el trabajo de una empleada doméstica. Sin duda, era mejor ser recepcionista. Ciertamente, los guerrilleros debían ser sensibles a los títulos.

Ana volvió con la misión de llevarnos a tomar el baño, a todas luces contrariada.

—¡A ver, apúrense, saquen su ropa limpia y la toalla, que tengo muchas otras cosas que hacer!

Recogimos nuestras cosas a toda velocidad y las pusimos de cualquier manera en una bolsa de plástico, encantadas con la idea de poder refrescarnos.

Tomamos el sendero de los chontes, pero mucho antes de llegar, nos desviamos a la derecha. Debajo de un techo de zinc habían construido una pileta de cemento que llenaban de agua con una manguera. «Perfecto, ahí está mi ducha», dije en voz alta. Ana nos dio una barra de jabón azul para lavar ropa y se fue hacia los matorrales. El ruido del motor se detuvo y el agua dejó de salir. Ana regresó, todavía de mal humor. Isabel nos había seguido. Se había quedado en la entrada, con los pies separados y el fusil terciado. Observaba a Ana en silencio.

Miré a mi alrededor. El lugar estaba rodeado de una espesa vegetación. Busqué con la mirada dónde poner mis cosas.

—Córteles un palo —ordenó secamente Isabel. Ana sacó su machete y escogió una rama recta del árbol más cercano. De un golpe certero la cortó y la agarró en el aire con una habilidad asombrosa. Limpió la rama y la peló hasta dejarla como un palo de escoba recién salido de la fábrica.

No podía creerlo. Enseguida, instaló un extremo del palo en uno de los bordes de la pileta y el otro sobre la horqueta de un arbusto convenientemente situado a un lado. Ana se aseguró de la solidez de su obra y volvió a meter el machete en la funda. Colgué con juicio allí la ropa que me iba a poner, todavía impresionada con su desempeño. Luego, busqué a Clara con los ojos y vi que se había quitado absolutamente toda la ropa. Por supuesto, eso era lo que había que hacer. Las muchachas la miraban impasibles.

—¿Y qué tal que alguien llegue de improviso? —dije, dudosa.

—Todos somos iguales —replicó Ana—. ¡Qué importa!

—Nadie va a venir, no se preocupe —explicó Isabel como si no hubiera oído las palabras de su compañera. Luego, con voz suave, añadió—: coja ese timbo.

No tenía la más remota idea de lo que podía ser un «timbo». Miré por todas partes y lo único que vi, flotando en el agua, fue un bidón de aceite partido en dos. El asa y el fondo formaban un práctico recipiente. Clara y yo nos lo turnábamos a medida que nos íbamos bañando.

Ana se veía cada vez más impaciente. Daba pasos cortos entre los matorrales refunfuñando. Había decidido volver a encender el motor de la bomba de agua.

—Bueno, ¿ya? ¿Contentas? Ahora, apúrense.

La ducha final duró tan solo algunos segundos. Diez minutos después estábamos vestidas y listas para recibir al comandante César.

La camioneta de César estaba estacionada en el claro. Hablaba con Sonia. Nos acercamos, seguidas por las guerrilleras que nos vigilaban. Sonia las despachó de inmediato.

César me tendió la mano, sonriente.

—¿Cómo le va?

—Mal. No sé nada de mis compañeros. Usted me dijo que… César me interrumpió bruscamente.

—Yo no le dije nada.

—Usted me dijo que iba a verificar la identidad de ellos.

—Usted me dijo que eran periodistas extranjeros.

—No. Yo le dije que el mayor era un fotógrafo de una revista extranjera, el joven, un camarógrafo que contratamos para mi campaña, y el otro, el que iba manejando, mi jefe de logística.

—Si me está diciendo la verdad, le respondo por la vida de ellos. Todo el material de video lo decomisé y lo vi ayer. ¡Los militares no parecen quererla mucho! Bonita discusión la que tuvo con el general en la pista del aeropuerto. ¡Eso le costó el puesto! Y ya están buscándola. Hay combates cerca de la Unión-Penilla. Hay que salir rápido de aquí. ¿Les trajeron sus cosas?

Asentí maquinalmente. Todo lo que César decía me preocupaba. Me habría gustado estar totalmente segura de que mis compañeros estaban a salvo y que serían liberados en poco tiempo. El asunto de los combates en la Unión-Penilla era una fuente de esperanza. No obstante, si había enfrentamientos, corríamos el riesgo de morir. ¿Cómo podía saber César que el general había sido destituido? Era precisamente él quien mejor estaba capacitado en ese momento para adelantar con éxito una operación de rescate. Él era el hombre que conocía la zona, el hombre de terreno, el hombre que me había visto por última vez.

César se fue. No había nada que hacer, salvo esperar…, sin saber qué, exactamente. Los minutos se alargaban en una eternidad pegajosa, para llenarlos hacía falta una voluntad de la que carecía en ese momento.

No podía hacer más que rumiar mis pensamientos. Vimos un juego de ajedrez en la esquina de un amasijo que hacía las veces de mesa. La existencia del juego me pareció inesperada y sorprendente en medio de este mundo cerrado. Lo miramos con deseo, como si fuera un objeto prohibido. Sin embargo, una vez delante del tablero, el pánico me ganó la partida. Nosotras éramos esos peones. Nuestra existencia se definía según una lógica que nuestros secuestradores se empeñaban en ocultarme y que ya no me pertenecía. No quise seguir. ¿Cuánto tiempo duraría esto? ¿Tres meses? ¿Seis meses? Observaba a esos seres que me rodeaban. La despreocupación que se leía en cada uno de sus gestos, la lentitud del bienestar, la tranquilidad del tiempo que transcurría en medio de una rutina inamovible, todo eso me ponía enferma. ¿Cómo podían dormir, comer, sonreír, mientras presenciaban el calvario de otras personas, en su mismo tiempo y en su mismo espacio?

Isabel había terminado su turno de vigilancia y había venido a almorzar. Miraba con ganas la ropa interior roja de encajes negros que permanecía intacta en sus bolsas. Se la regalé. Les daba vueltas a las prendas, con felicidad infantil, y las volvía a poner en su lugar, como alejando una tentación demasiado grande. Finalmente se levantó, en un impulso repentino, y dijo en voz alta, para que sus compañeros alcanzaran a oír: «Voy a plantearle a la comandante Sonia».

«Plantear», tal como me enteré entonces, era parte fundamental de la vida en las Farc. Todo estaba bajo control y vigilancia. Nadie podía tener ningún tipo de iniciativa, nadie podía dar o recibir un regalo sin pedir permiso. Podían negarle a uno la autorización para pararse o para sentarse, para beber o para comer, para dormir o para ir a los chontos.

Isabel volvió corriendo, con las mejillas rojas de felicidad. Le habían dado permiso de aceptar mi regalo. La vi alejarse tratando de imaginarme cómo era la vida de una mujer en un campamento.

La comandante era mujer, por supuesto, pero conté cinco jovencitas por los treinta hombres. ¿Qué podían esperar aquí que fuera mejor que afuera? Su feminidad no cesaba de sorprenderme, aunque nunca se separaban de su fusil y tenían reflejos masculinos que no parecían postizos. Así como el vocabulario nuevo, las canciones curiosas, el alojamiento particular, así también miraba con sorpresa a estas mujeres: parecían todas sacadas de un mismo molde y haber perdido por completo toda su individualidad.

Ser prisionera ya era bastante. Pero ser una mujer prisionera en manos de las Farc era todavía más delicado. Era algo que no lograba poner en palabras. Intuitivamente percibía que las Farc habían logrado instrumentalizar a las mujeres con su consentimiento. La organización funcionaba con sutilezas; las palabras eran escogidas con cuidado, se guardaban las apariencias… Acababa de perder la libertad, no tenía ninguna intención ahora de dejarme arrebatar mi identidad.

Al caer la noche, Sonia vino a buscarnos para ver los noticieros. El campamento se reunió en la choza donde la pantalla ocupaba el lugar central. Nos asignó nuestros puestos y luego se retiró a prender la planta eléctrica. Un bombillo colgaba del techo, solitario, como un ahorcado. El bombillo se prendió y la tropa quedó extasiada. Yo no lograba comprender su entusiasmo. Esperaba sentada, en medio de hombres todos armados, el fusil entre las piernas. Sonia volvió, prendió el televisor y se marchó de nuevo, dejando una imagen distorsionada y crepitante. Nadie se movía: todos tenían los ojos pegados a la pantalla ciega. Sonia regresó una vez más, giró dos botones y una imagen borrosa, más en blanco y negro que en colores, se formó con dificultad en la televisión. El sonido curiosamente, se oía con toda claridad. El noticiero ya había empezado. Vi a Adair, mi jefe de logística. Todos acababan de ser liberados y hablaban emocionados de los últimos momentos que habían pasado con nosotros. Salté de la dicha. Mi emoción aparentemente no era contagiosa. Algunos pedían silencio sin ninguna amabilidad. Me hundí en mi banco, con los ojos húmedos.

No tenía sueño. La luna brillaba de nuevo y hacía bueno. Quería caminar para despejarme la mente. Isabel estaba de guardia y accedió sin dificultad a mi solicitud. Caminé varias veces de arriba abajo hasta los chontes, pasando frente a la cabaña de Sonia y siguiendo el cobertizo. Algunos convalecientes habían encendido su radio y me llegaban ecos de música tropical, como el recuerdo de una felicidad perdida.

Imaginaba el mundo sin mí, en ese domingo de tristeza y de angustia para los que yo más amaba. Mis hijos, Melanie, Lorenzo, y Sebastián, el hijo mayor de Fabrice, seguramente ya se habrían enterado de la noticia. Esperaba que fueran fuertes. Habíamos contemplado en varias oportunidades el caso de un secuestro. Más que a un asesinato, era a una toma de rehén, lo que yo más temía. Les había dicho que no debían ceder jamás al chantaje y que más valía morir que someterse. Ahora ya no estaba tan segura. Ya no sabía qué pensar. Era su dolor, más que nada, lo que me resultaba insoportable. No quería que quedaran huérfanos: quería devolverles su vida de despreocupación. Me los imaginaba hablando entre ellos, unidos por el mismo tormento, tratando de reconstruir los momentos previos a mi secuestro, buscando comprender. Eso me dolía.

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