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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (12 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Había comprendido muy bien lo que significaba el comunicado de prensa divulgado por el Secretariado de las Farc. El Secretariado estaba conformado por los altos jerarcas de la organización. En el comunicado confirmaban que yo estaba en su poder y que había entrado a formar parte del grupo de los «canjeables». Amenazaban con matarme si al cabo de un año, con sus días y sus noches después de mi captura, no se llevaba a cabo un acuerdo para liberar a los guerrilleros detenidos en las cárceles colombianas. Vivir secuestrada un año para luego ser asesinada: ese era el futuro que me esperaba. ¿Iban los guerrilleros a cumplir sus amenazas? Me costaba creerlo, pero no quería estar ahí para verificarlo, tenía que escaparme.

La idea de preparar mi huida me calmó. Hice mentalmente el plano del lugar y traté de reconstruir de memoria la carretera por donde vinimos. Estaba segura de haber recorrido un trayecto casi en línea recta hacia el sur. Habría que caminar mucho, pero se podía lograr.

Fui a acostarme, finalmente, vestida, incapaz de cerrar los ojos. Debían de ser las nueve de la noche cuando los oí en la lejanía. Helicópteros, eran muchos, y se acercaban rápidamente hacia nosotros. En un segundo, el campamento entró en un frenesí. Los enfermos saltaron de sus camas, se pusieron los morrales a la espalda y salieron corriendo. Se oían los gritos de las órdenes en la oscuridad, la agitación era total. «¡Que apaguen las luces, hijueputa!». Era Sonia que vociferaba con voz de hombre. Aparecieron Ana e Isabel, arrancaron el mosquitero de un jalón y nos sacaron de la cama: «¡Cojan todo lo que puedan! ¡Nos vamos ya mismo! ¡Es la aviación!».

Mi cerebro se puso en estado de alerta. Oía las voces histéricas a mi alrededor y empecé a funcionar en automático: ponerme los zapatos, enrollar la ropa y ponerla en la bolsa, agarrar el morral, verificar que nada se quedaba, caminar. Mi corazón latía lentamente, como cuando buceaba. El eco del mundo exterior me llegaba de la misma manera, como filtrado por una inmensa pared de agua. Ana seguía gritando y empujándome. Una fila india de guerrilleros ya se adentraba por un sendero desconocido. Cuando me volteé, Ana ya había enrollado el colchón y lo tenía debajo del brazo. Debajo del otro tenía el mosquitero, enrollado también como un embutido. Además, llevaba su enorme morral, que la obligaba a inclinarse hacia adelante por el peso. «¡Qué vida de perros!», murmuré, más irritada que otra cosa. No tenía miedo. Su afán no era asunto mío.

A unos cien metros del campamento, dieron la orden de detenernos. La luz de la luna era suficiente para distinguir la cara de quienes me rodeaban. Los guerrilleros estaban sentados en el suelo, apoyándose en los morrales. Algunos habían sacado plásticos y se habían tapado con ellos.

—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí? —le dije en voz baja a Isabel. El ruido de los helicópteros seguía presente, pero me parecía que ya no se aproximaban más.

—No sé. Hay que esperar las instrucciones de Sonia. Tal vez nos toque caminar varios días…

—¿Caminar varios días?

—Se me quedaron las botas en el campamento —se me ocurrió decir, con la esperanza de dar un motivo para regresar al campamento.

—No, yo las traje.

Me las mostró. Las tenía dobladas entre una bolsa que usaba como cojín.

—Debería ponérselas. No va a poder caminar en el monte sin ellas.

—¿El monte? ¿Vamos para el monte?

¡Eso alteraba todos mis cálculos! Había previsto que íbamos hacia el sur. Luego, nos encontraríamos con la Amazonia. El monte, la cordillera, eso quería decir que íbamos hacia el norte, en la misma dirección de Bogotá. La barrera natural de los Andes era prácticamente infranqueable a pie. Simón Bolívar lo había logrado, ¡pero había sido toda una hazaña!

Mi pregunta le pareció sospechosa, como si yo quisiera tenderle una trampa para sacarle información secreta. Isabel me miró con desconfianza.

—Sí ¡Al monte, a la selva!

Los guerrilleros llamaban «monte» la selva, la jungla, la espesura. Era curioso: una de las acepciones originales de «monte» era precisamente esa; para mí «monte» era la cordillera. Ellos utilizaban ambos sentidos indistintamente. Su manera de hablar se prestaba a confusión. Yo comenzaba a aprenderla, como si fuera una lengua extranjera, tratando de memorizar los significados ambiguos. Comprendí que íbamos caminando hacia la planicie, pero mi mente se fue para otro lado.

El ruido de los helicópteros aumentó rápidamente. Volaban muy bajo, por encima de los árboles. Yo alcanzaba a ver tres en formación triangular, pero adivinaba que debían ser muchos más. Verlos me llenaba de alegría: ¡nos estaban buscando! La angustia de los guerrilleros era manifiesta, la cara tensa mirando al cielo, apretaban las mandíbulas, por desafío, odio y miedo. Tenía claro que Ana me observaba a su vez. Evitaba exteriorizar mis sentimientos. Ahora, los helicópteros se alejaban. No regresarían más.

Ese segundo de esperanza se había alcanzado a traslucir en mi expresión y lo habían notado. Eran animales entrenados para husmear la felicidad de los demás. También yo lo había hecho. También yo había olfateado su temor, y me había gustado. Ahora, lograba percibir su satisfacción ante mi decepción. Yo les pertenecía; la sensación de victoria los exaltaba. Se codeaban, murmuraban y me miraban directo a los ojos. Impotente, bajé los míos.

La fila se relajó y cada uno empezó a acomodarse en su rincón. Me acerqué a Clara. Nos tomamos de la mano en silencio, hombro con hombro, tiesas, sentadas encima de nuestros morrales. Estábamos acostumbradas a la ciudad. La oscuridad llegaba. Grandes nubes avanzaban en nuestra dirección y empezaban a invadir el cielo. La luna quedó oculta. Había gran revuelo en el ambiente. Los guerrilleros estaban de rodillas frente a sus morrales, deshaciendo toda clase de nudos y abriendo correas.

—¿Qué pasa?

—Va a llover —me respondió Isabel, también abriendo presurosa su morral.

—¿Y nosotras?

A modo de respuesta, me botó un pedazo de plástico negro.

—Tápense las dos con ese.

Las primeras gotas comenzaron a caer. Las oíamos golpear primero en el follaje de las copas de los árboles, todavía sin penetrar la vegetación. Alguien nos lanzó otro plástico a los pies. Justo a tiempo. El aguacero se desgajó como un diluvio bíblico.

A las cuatro y media de la mañana, retornamos al campamento. En los radios resonaban voces conocidas que anunciaban los titulares de la actualidad. Un olor a café negro marcaba el inicio de un nuevo día. Me dejé caer en las tablas que nos servían de camas.

María trajo un plato grande de arroz con lentejas y dos cucharas.

—¿Hay tenedores? —pregunté, pues no estaba acostumbrada a comer con cuchara.

—Tiene que hacerle la solicitud al comandante —me respondió.

—¿A Sonia?

—No. Al comandante César.

Había llegado al campamento después de mediodía en su gran camioneta roja, demasiado lujosa para un rebelde. Sonreí pensando en la historia que me había contado. Le había dado la orden de comprarla en Bogotá a un miliciano de las Farc; este la había traído hasta la zona de distensión y allí se la había entregado al comandante. Luego había puesto una denuncia por robo y cobrado el valor del seguro. Esa era la manera de operar de las Farc. Más que insurgentes, eran verdaderos bandidos. Una volqueta llena de jóvenes guerrilleros en el platón trasero, seguía la camioneta.

César me saludó. Parecía contento.

—Ayer por la noche tuvimos combates. Matamos media docena de soldados. Vienen a rescatarla. Algún día entenderán que no van a poder lograrlo nunca. Tenemos que irnos ahora mismo. Ya tienen identificado este sitio. Es por su seguridad. Alisten sus cosas.

Esta vez, César no fue con nosotros. El que manejaba la volqueta era el mismo tipo gordo que había comprado el colchón y la ropa. Los quince guerrilleros que habían llegado con César seguían con nosotros, en la parte trasera de la volqueta, de pie, armados con sus fusiles. Clara y yo subimos en la cabina, con el conductor.

A causa del aguacero del día anterior, la carretera era como un tobogán de barro. Era imposible avanzar a más de veinte kilómetros por hora. Retomábamos nuestro camino hacia el sur, cada vez más lejos de la cordillera. El terreno se hacía cada vez más boscoso, aunque a veces se veían algunas parcelas sin cultivar y algunos terrenos devastados por las quemas. Los especialistas llamaban esto «Frontera agrícola». La selva amazónica debía de estar cerca.

El cielo estaba en llamas. La puesta del sol acaecía con gran bombo. Habíamos andado muchas horas sin detenernos. A medida que avanzábamos, mi corazón se contraía, pues aumentaba el número de kilómetros que me separaban de mi casa. Me calmaba calculando que era posible guardar algunas provisiones para nuestra huida y caminar durante una semana. Debíamos escaparnos en la noche, cuando los vigilantes bajaban la guardia. Avanzaríamos hasta el amanecer y nos esconderíamos durante el día. Imposible pedir ayuda a los civiles, pues podían ser cómplices de las Farc. La actitud del conductor era reveladora: las relaciones entre los campesinos y la guerrilla eran casi de tipo feudal, hechas de dependencia, sumisión, interés y miedo.

Estaba sumida en mis reflexiones cuando la volqueta se detuvo. Habíamos llegado a lo alto de una colina. El atardecer se nos ofrecía en todo su esplendor. A nuestra izquierda había una entrada como las de las haciendas. La finca estaba rodeada no de un muro sino de una tela de costal sintético verde, de tal forma que el interior quedaba oculto desde la carretera.

Los guerrilleros saltaron al suelo y se dividieron en grupos de dos para apostarse en las esquinas de la propiedad. Un tipo alto, de bigote fino, abrió de par en par el portón. Era muy joven. Tendría unos veinte años. La volqueta entró en silencio. El cielo se tornó verde y la noche cayó de golpe.

El tipo alto se acercó y me tendió la mano.

—Mucho gusto de conocerla. Yo soy su nuevo comandante. Si necesita cualquier cosa, me la pide a mí. Mi nombre es César. Ella es Betty, las va a ayudar, es su recepcionista.

Betty no era su verdadero nombre. Todos los guerrilleros tenían alias, escogidos por el comandante que los reclutaba. Muchas veces era un nombre extranjero, o bíblico, o tomado de alguna serie de televisión. Durante mucho tiempo, la serie colombiana Yo soy Betty la fea tuvo mucho éxito en el país, eso explicaba probablemente su bautizo. Además, teníamos un nuevo jefe con el mismo nombre: «Definitivamente, todos los comandantes se llamaban César», pensé divertida.

Nuestra Betty no era fea en absoluto, pero era tan bajita que casi parecía enana. Betty encendió su linterna de bolsillo y nos hizo seguirla. Nos llevó a una vieja cabaña cuyo techo se había podrido y se había desplomado en el suelo. Debajo del pedazo de techo que todavía no se había caído, vi dos camas parecidas a las que utilizaban en el hospital, solo que las tablas estaban podridas e incompletas.

Betty puso su morral en un rincón y, con el fusil todavía terciado, se dio a la tarea de recuperar algunas de las tablas que todavía servían para hacer con ellas una sola cama. Se metió la linterna en la boca para tener las manos libres y así poder trabajar más rápido. El haz de luz seguía sus movimientos. Estaba a punto de poner la mano en una de las tablas cuando, de repente, saltó asustada; la linterna rodó por el suelo. Yo la había visto al mismo tiempo que ella: una enorme tarántula de pelos parados rojos en guardia sobre sus patas enormes, lista para atacar. Recogí rápidamente la linterna para buscar el animal, que se había escurrido debajo de la cama y corría a esconderse debajo del techo caído y del montículo de paja. Con su machete, Betty cortó la tarántula en dos.

«No puedo dormir aquí. Odio esos bichos. Además, viven en pareja. ¡La otra debe andar por ahí!». Mi voz se oyó aguda, delatando mi estado de nerviosismo. Quedé sorprendida. Era el mismo tono de mi madre. La del pánico ante «esos bichos» era ella. No yo. De hecho, a mí más bien me intrigaban, pues su gran tamaño me los hacía ver más como seres pertenecientes al mundo de los vertebrados, que al de los artrópodos.

—Vamos a limpiar bien. Voy a buscar debajo de la cama y por todas partes. Además, yo me quedo a dormir aquí con ustedes. No tenga miedo.

Betty tenía ganas de reírse y hacía esfuerzos por disimularlo. Mi compañera se metió en la cama en cuanto quedaron instalados el colchón y el mosquitero. Betty regresó con una escoba vieja y me ofrecí a ayudarle a barrer. Ubiqué nuestras cosas en una tabla que Betty había puesto como repisa y me acosté. No logré conciliar el sueño sino hasta el amanecer. Sin embargo, el insomnio me permitió establecer la ubicación de los guardias y pensar en un plan de fuga para la próxima noche. Incluso había alcanzado a ver en el morral de Betty una navaja que podría sernos útil.

Por desgracia, mis esperanzas de evasión no duraron mucho. El Mocho César apareció hacia el mediodía y seguimos la ruta hacia el sur. De nuevo, sentí que la angustia me apretaba la garganta. Ahora calculaba que necesitaríamos más de una semana caminando para volver al sitio de partida. La situación se ponía crítica. Mientras más nos alejábamos, más remotas se hacían las posibilidades de fugarnos con éxito. Era necesario reaccionar lo más rápido posible y equiparnos para sobrevivir en una región cada día más hostil. Ya no nos desplazábamos por un terreno plano sino que nos adentrábamos en un paisaje más ondulado, con subidas y bajadas empinadas. Ya no se veían campesinos y solo se adivinaba la presencia de una población de aserradores, por la magnitud de la devastación que iban dejando a su paso. Espectadores impotentes de una catástrofe ecológica que no le interesaba a nadie, atravesábamos la zona asolada como si fuéramos los únicos sobrevivientes de una guerra nuclear.

El Mocho César detuvo su vehículo en una elevación del terreno. Abajo, en una casita construida en medio de un cementerio de árboles, unos niños medio desnudos jugaban en el suelo. Por la chimenea salía un humo triste. El Mocho mandó un grupo de guerrilleros a buscar queso, pescado y frutas. ¿Pescado? No se veía ningún río. A nuestros pies se extendía una inmensa vegetación: árboles, hasta el infinito. Giré sobre mí misma 360 grados: el horizonte era una sola línea verde continua.

El Mocho se paró junto a mí. Me sentía conmovida, sin saber por qué. Me parecía que él también lo estaba. Se puso la mano a modo de visera sobre los ojos para protegerse de la reverberación, y me dijo después de un largo silencio: «Esta es la Amazonia».

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