Read Némesis Online

Authors: Agatha Christie

Némesis (26 page)

—Porque la quería.

—Por supuesto que la quería. Con locura, y ella también me quería.

—Alguien me dijo no hace mucho que amor es una palabra terrible. Lo es. Usted quería demasiado a Verity. Para usted lo era todo en el mundo. Ella correspondió a su amor hasta que apareció alguien más y conoció otra clase de amor. Se enamoró de un joven. No era muy recomendable, no tenía buenos antecedentes, pero ella le quería y era correspondida. Verity quería escapar, verse libre del yugo amoroso que la unía a usted. Quería llevar la vida normal de cualquier mujer. Vivir con el hombre amado, darle hijos. Quería casarse y ser feliz como todo el mundo.

Clotilde se movió. Fue hasta una silla y se sentó sin apartar la mirada de miss Marple.

—Parece usted comprenderlo todo muy bien.

—Sí, lo comprendo.

—Lo que usted dice es cierto. No lo negaré. No tiene importancia que lo niegue o no.

—No, en eso tiene toda la razón. No la tiene.

—¿Tiene usted idea, es usted capaz de imaginar todo lo que sufrí?

—Sí, me lo imagino. Tengo muy buena imaginación.

—¿Se imagina la agonía, el terrible dolor de pensar, de saber que se está a punto de perder lo que más quieres en el mundo? Yo lo iba a perder a manos de un miserable delincuente, de un depravado, por culpa de un hombre indigno de una muchacha tan bella e inteligente. Tenía que impedirlo, no podía hacer otra cosa.

—Sí. Antes que dejarla marchar, prefirió matarla. La mató porque la quería.

—¿Me cree capaz de hacer algo semejante? ¿Cree que estrangulé a una muchacha que quería como si fuera hija mía? ¿Me cree capaz de aplastarle la cabeza, destrozarle el rostro? Nadie que no fuera un hombre vil y depravado podría hacer algo así.

—No, usted no lo haría. Usted la quería y nunca le hubiera hecho algo así.

—Bien, entonces comprenderá que ha dicho usted una tontería.

—Usted no le hizo nada de eso. La muchacha que acabó con la cabeza destrozada no era la joven que usted quería. Verity todavía está aquí, ¿verdad? Está aquí, en el jardín. No creo que usted la estrangulara. Creo que le dio a beber una taza de café o un vaso de leche con una sobredosis de algún somnífero. Después, cuando estuvo muerta, la llevó al jardín, apartó los ladrillos del invernadero derruido, construyó un sepulcro para ella y lo tapó con tierra. Luego sembró la
polygonum
que, a medida que pasan los años, cada vez es más grande y más florida. Verity ha permanecido aquí con usted. No la dejó marchar.

—¡Está loca! ¡Usted no es más que una vieja loca! ¿Cree usted que podrá salir de aquí para esparcir su historia a los cuatro vientos?

—Creo que sí, aunque no estoy muy segura. Es usted una mujer fuerte, mucho más que yo.

—Me alegro de que se dé cuenta.

—Tampoco tiene usted muchos escrúpulos. Nadie se detiene después de cometer el primer asesinato. Lo he comprobado a lo largo de mi vida y lo que sé sobre crímenes. Usted mató a dos muchachas, ¿no es así? Asesinó a la que amaba y a otra más.

—Maté a una buscona, a una chica que sólo pensaba en los hombres: Nora Broad. ¿Cómo se enteró?

—Desde el primer momento me dije que usted no era capaz de estrangular y desfigurar a la muchacha que tanto quería. Pero otra chica desapareció más o menos por aquellas fechas y su cuerpo nunca se encontró. Sin embargo, me dije que sí lo habían encontrado, aunque no descubrieron que era el de Nora Broad. Llevaba las prendas de Verity, fue identificada como tal por la persona que mejor la conocía. Fue usted a la morgue y dijo que era el cadáver de Verity. Afirmó que la muerta era Verity.

—¿Por qué iba yo a hacer algo así?

—Porque quería castigar al muchacho que le había arrebatado a Verity, al muchacho del que ella se había enamorado y que la quería. Usted quería verlo juzgado por asesinato. Así que escondió el segundo cadáver en un lugar donde tardarían en descubrirlo. Si lo encontraban, creerían que era Verity y no la otra. Usted se aseguró de ello. La vistió con las prendas de Verity, dejó el bolso, un par de cartas, un pequeño crucifijo y, después, le destrozó la cabeza y el rostro.

»Hace solo una semana cometió usted un tercer asesinato. Mató a Elizabeth Temple. La mató porque venía aquí y tuvo miedo de que ella pudiera saber algo. Cabía la posibilidad de que Verity le hubiera mandado una carta y creyó que, si miss Temple se reunía con el archidiácono Brabazon, entre los dos podrían llegar a desentrañar parte del misterio. No podía permitir que Elizabeth Temple se reuniera con el archidiácono. Usted es una mujer muy fuerte. Usted empujó el peñasco para que rodara colina abajo. Sin duda, no fue una tarea fácil, pero repito que es usted una mujer muy fuerte.

—Lo bastante como para ocuparme de usted.

—No creo que se lo permitan.

—¿Qué quiere decir, maldita vieja?

—Sí, soy una vieja y apenas si tengo fuerzas en los brazos y las piernas, pero a mi manera soy una emisaria de la justicia.

Clotilde se echó a reír.

—¿Quién me impedirá que acabe con usted?

—Creo que mi ángel de la guarda.

—¿Confía usted en su ángel de la guarda? —Clotilde soltó otra carcajada mientras se acercaba a la cama.

—Es posible que sean dos. Mr. Rafiel siempre hacía las cosas a lo grande.

Metió la mano debajo de la almohada y, cuando la sacó, sostenía un silbato. Se lo llevó a la boca y sopló. Era algo serio como silbato. Sonó con una fuerza capaz de despertar a los muertos. Dos cosas sucedieron simultáneamente. Se abrió la puerta de la habitación. Clotilde se volvió. Miss Barrow estaba en el umbral. Al mismo tiempo, se abrió la puerta del armario empotrado y apareció miss Cooke. Las dos tenían ahora un aire de profesionalidad que contrastaba muchísimo con su conducta anterior.

—Mis dos ángeles de la guarda —anunció miss Marple alegremente—. Como decíamos en mis tiempos, Mr. Rafiel me honra.

Capítulo XXII
 
-
Miss Marple Cuenta Su Historia

—¿Cuando se enteró de que aquellas dos mujeres eran detectives privados que la acompañaban para protegerla? —preguntó el profesor Wanstead.

Estaba inclinado sobre la mesa mirando con expresión pensativa a la anciana de cabellos blancos que se mantenía sentada muy erguida en su silla. Se encontraban en un despacho de un edificio gubernamental en Londres y había otras cuatro personas presentes que eran el Ministro del Interior, el segundo jefe de Scotland Yard, sir James Lloyd; el alcaide de la prisión de Manstine, sir Andrew McNeil y un representante de la fiscalía del Reino.

—No fue hasta la última noche —respondió miss Marple—. Hasta entonces no sabía a ciencia cierta quienes eran. Miss Cooke se presentó en St. Mary Mead y no tardé en descubrir que no era quien pretendía ser, porque intentó hacerse pasar por una experta en jardinería que había venido al pueblo para ayudar a una amiga con su jardín. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que su verdadero objetivo era conocerme en persona. Cuando la volví a ver en el autocar, tuve que decidir entre si su presencia era protegerme o si, por el contrario, las había enviado el enemigo.

«Sólo estuve segura cuando durante la última noche miss Cooke me advirtió de una manera inequívoca que no bebiera el café que Clotilde Bradbury-Scott me había servido. Lo hizo de una manera muy astuta, pero la advertencia era muy clara. Más tarde, cuando nos despedíamos, una de ellas me cogió una mano entre las suyas de una manera muy amistosa. Al hacerlo, dejó algo en mi mano que resultó ser un silbato. Me lo llevé a la cama conmigo, acepté el vaso de leche que me ofreció mi anfitriona y le di las buenas noches, procurando mantener una actitud sencilla y cordial.

—¿Se bebió la leche?

—Por supuesto que no. ¿Por quién me toma?

—Perdón, no pretendía molestarla. Lo que sí me sorprende es que no cerrara usted la puerta con llave.

—Eso hubiera sido un error muy grave. Quería que Clotilde entrara en la habitación. Necesitaba saber qué me diría o haría. Di por sentado que se presentaría al cabo de unas cuantas horas, para asegurarse de que el narcótico en la leche había hecho su efecto y que ya no volvería a despertar de mi sueño.

—¿Ayudó usted a miss Cooke a ocultarse en el armario?

—No. Fue una sorpresa verla salir del mueble. Supongo —añadió miss Marple con un tono pensativo—, que se ocultó en el armario aprovechando que en ese momento me encontraba en el lavabo.

—¿Sabía que las dos mujeres estaban en la casa?

—Di por hecho de que no podían estar muy lejos ya que me habían facilitado el silbato. No creo que les costara mucho entrar en la casa. No había rejas en las ventanas, ni alarmas de ningún tipo. Una de ellas regresó con la excusa de que se había olvidado el bolso y después apareció la otra diciendo que se había dejado un pañuelo. Es lógico pensar que dejaron una ventana abierta y que se colaron en la casa en cuanto las hermanas subieron a las habitaciones.

—Corrió usted un gran riesgo, miss Marple.

—Esperaba conseguir buenos resultados. En esta vida hay que asumir riesgos cuando es necesario.

—Sus estimaciones sobre el contenido del paquete enviado a aquella entidad resultaron acertadas. Dentro había un jersey de hombre a cuadros rojos y negros. ¿Cómo llegó a la conclusión de que Clotilde se había deshecho del jersey enviándolo a una obra de caridad?

—Fue algo muy sencillo. La descripción que hicieron Emlyn y Joanna de la figura que habían visto indicaba que el propósito de la prenda de colores brillantes era precisamente que resultara bien visible y, por lo tanto, era también muy importante no guardarla entre las pertenencias personales ni destruirla en el lugar. Sin embargo, había que desprenderse de ella lo antes posible. Sólo hay una manera de librarse de algo sin problemas y es a través del correo. Sobre todo si se trata de una prenda que se puede donar a la beneficencia. Imagínese la alegría de la persona que recolecta prendas de invierno para las madres desempleadas o como se llame la entidad, al encontrarse con un jersey de lana nuevo. Sólo tenía que averiguar la dirección del envío.

—¿Usted se lo preguntó a los empleados de la oficina de Correos? —El Ministro del Interior mostró una expresión un tanto asombrada.

—No lo hice directamente. Tuve que comportarme con una vieja algo chocha y explicar que me había equivocado a la hora de escribir la dirección de la obra de beneficencia y si, por casualidad, podrían informarme si el paquete que había traído mi amable anfitriona ya había sido enviado. La empleada de correos se mostró muy amable y recordó que no era la dirección mencionada. Entonces me informó de la dirección que recordaba. Creo que en ningún momento sospechó que yo pudiera ser otra cosa que una vieja tonta y muy preocupada por no haber enviado el paquete a la dirección correcta.

—Veo que es usted una gran actriz, miss Marple, además de una vengadora —comentó el profesor—. ¿Cuándo comenzó a vislumbrar la solución de lo que había pasado diez años atrás?

—En primer lugar, me pareció todo muy difícil, algo imposible de aclarar. Digamos que me enfadé con Mr. Rafiel por no haberme dado explicaciones más claras. Pero ahora comprendo que fue muy inteligente por su parte. Era un hombre inteligentísimo. Veo con toda claridad por qué fue un genio de las finanzas y ganaba dinero con tanta facilidad. Trazó muy bien sus planes. Me fue dando la información con un cuentagotas para dirigirme. Primero envió a mis guardianas para que me conocieran. Después me organizó el viaje y a las personas que participaban en el recorrido turístico.

—¿Sospechó usted de alguien del grupo?

—Sólo como posibilidades.

—¿No percibió el mal?

—Ah, veo que lo recuerda. No, en ningún momento. Tampoco se me informó de la identidad de mi contacto en el grupo, pero ella misma se encargó de darse a conocer.

—¿Elizabeth Temple?

—Así es. Era como un faro iluminando las cosas en una noche oscura. Hasta ese momento, yo había estado a oscuras. Había algunas cosas que eran lógicas, porque entraban dentro de las indicaciones de Mr. Rafiel. En alguna parte había una víctima y un asesino. Tenía que haberlo porque era el único vínculo entre Mr. Rafiel y yo. En las Antillas se cometió un crimen en el que ambos nos vimos involucrados y aquél había sido el único contacto entre nosotros. Por lo tanto, no podía ser otra cosa y tampoco podía ser un crimen cualquiera. Tenía que ser obra de alguien que aceptaba el mal. Me encontraba ante la típica lucha entre el bien y el mal. Al parecer, había dos víctimas: alguien había resultado muerto y, la otra, era una víctima de la injusticia. Alguien había sido acusado de un asesinato que no había cometido. No tuve ninguna pista hasta que hablé con miss Temple. En ese momento surgió el primer vínculo que tenía con Mr. Rafiel.

»Miss Temple me habló de una muchacha que había conocido, una muchacha que había estado comprometida con el hijo de Mr. Rafiel. Aquí apareció el primer rayo de luz. Mencionó que el matrimonio no se había celebrado. Le pregunté la razón y me respondió: «Ella murió». Entonces le pregunté cómo había muerto, qué la había matado, y me contestó con aquella voz tan sonora que todavía oigo clara como una campana: «El amor». Después dijo que no había una palabra más terrible que «amor». No la entendí muy bien. Se me ocurrió que la muchacha se había suicidado por culpa de un desengaño amoroso. Ocurre con mucha frecuencia y siempre es algo muy trágico. Eso fue todo lo que averigüé y también que su viaje no era de placer. Se trataba, dijo, de un peregrinaje. Iba a un lugar o a ver a una persona. No supe quién era hasta que vino a verme.

—¿El archidiácono Brabazon?

—Así es. Entonces no tenía ni idea de su existencia, pero, a partir de entonces, comprendí que los actores principales de la tragedia no estaban en el grupo de viajeros. Claro que, durante un tiempo no muy largo, tuve mis dudas sobre un par de personas. Me preocupaban Joanna Crawford y Emlyn Price.

—¿Por qué se fijó en ellos?

—Porque eran jóvenes y todos sabemos que la juventud se asocia muy a menudo con el suicidio, la violencia, los celos y los amores trágicos. Es común que un joven mate a su novia. Sí, pensé en ellos, pero no descubrí ninguna relación, ni el menor rastro del mal, de desdicha o desesperación. Después me valí de ellos para utilizarlos como cebo mientras tomábamos un jerez en la casona. Dije que eran los sospechosos más lógicos en la muerte de miss Temple. La próxima vez que los vea —manifestó miss Marple muy contrita— les pediré disculpas por lo que hice.

Other books

The Phoenix Generation by Henry Williamson
The Good Conscience by Carlos Fuentes
A Deadly Judgment by Jessica Fletcher
Finding Elizabeth by Louise Forster
On My Own by Melody Carlson


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024