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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Mundo Anillo (34 page)

—Me depilo. —Luis observó el mar de reverentes rostros floridos—. ¿Qué creen ellos? No parecen compartir tus dudas.

—Nos han visto hablar como iguales, en la lengua de los Constructores. Desearía mantener esta impresión, si no te molesta.

El sacerdote adoptó un tono más de complicidad que no hostil.

—¿Servirá para mejorar tu posición a sus ojos? Supongo que sí —dijo Luis. El sacerdote realmente temía perder a su congregación... como le ocurriría a cualquier sacerdote, si su dios resucitara e intentara ponerse al frente de la misma—. ¿Pueden entender lo que decimos?

—Sólo una palabra de cada diez, como máximo.

De pronto Luis comenzó a lamentar que su disco traductor fuese tan competente. No pudo averiguar si el sacerdote hablaba la lengua de Zignamuclikclik. De haber podido comprobar hasta qué punto se habían ido diferenciando ambas lenguas desde la interrupción de las comunicaciones, hubiera podido deducir la fecha de la destrucción de la civilización.

—¿Qué castillo es este que llamáis Cielo? —preguntó—. ¿Lo sabes?

—Las leyendas hablan de Zrillir —dijo el sacerdote—; dicen que gobernaba todas las tierras bajo el Cielo. Este pedestal sostenía la estatua de Zrillir, a tamaño natural. Las tierras proporcionaban al Cielo todo tipo de manjares que puedo citarte si quieres, pues solemos aprender sus nombres de memoria; pero ahora ya no se cultivan. ¿Quieres que...?

—No, gracias. ¿Qué sucedió?

La voz del hombre adquirió un tono de cantinela. Debía haber escuchado muchas veces la misma historia, y sin duda la había contado otras tantas...

—El Cielo fue construido cuando los Ingenieros construyeron el mundo y el Arco. El señor del Cielo es también señor de la tierra de uno a otro confín. Conque Zrillir gobernó, durante varias vidas, y cuando algo le disgustaba arrojaba rayos de sol desde el Cielo. Entonces, un día, la gente comenzó a sospechar que Zrillir ya no podía arrojar rayos de sol. Y dejaron de obedecerle. Ya no le enviaban comida. Derribaron la estatua. Cuando los ángeles de Zrillir comenzaron a arrojar piedras desde las alturas, la gente se limitó a esquivarlas y a burlarse. Y entonces, un día, el pueblo intentó construir una escalera hasta el Cielo con el propósito de ocuparlo. Pero Zrillir derrumbó la escalera. Luego, sus ángeles huyeron del Cielo en sus vehículos volantes. Más tarde, la gente comenzó a lamentar la desaparición de Zrillir. El cielo estaba siempre nublado; las cosechas se malograban. Hemos rezado por el regreso de Zrillir...

—¿Hasta qué punto crees que es exacto todo esto?

—Yo lo hubiera negado todo hasta esta mañana, cuando bajaste volando del Cielo. Me tienes muy inquieto, oh Constructor. Tal vez Zrillir realmente haya decidido regresar y envía un emisario bastardo para eliminar a los falsos sacerdotes.

—Puedo afeitarme la cabeza, si eso te hace sentir mejor.

—No. No es necesario; pregunta lo que quieras.

—¿Qué puedes decirme de la decadencia de la civilización del Mundo Anillo?

El sacerdote le miró aún más inquieto.

—¿Va a producirse una decadencia?

Luis suspiró y —por primera vez— se volvió a examinar el altar.

Éste ocupaba el centro del pedestal sobre el cual se alzaba. Era de madera oscura. Su lisa superficie rectangular había sido tallada para representar un mapa en relieve, con colinas y ríos y un solo lago, y dos rebordes vueltos hacia arriba. Los otros dos bordes, los más cortos, servían de base a un arco parabólico dorado.

El dorado del arco había perdido su brillo. Pero del ápice del arco colgaba una pequeña bola dorada, suspendida de un hilo; y ese oro estaba reluciente.

—¿Está en peligro nuestra civilización? Han ocurrido tantas cosas. El alambre del sol, tu misma aparición... ¿Es alambre del sol? ¿Va a desplomarse el sol sobre nuestras cabezas?

—Lo dudo mucho. ¿Te refieres al alambre que ha estado cayendo toda la mañana?

—Sí. Nuestra doctrina religiosa enseña que el sol cuelga del Arco suspendido por un alambre muy resistente. Este alambre es resistente. Lo hemos comprobado —dijo el sacerdote—. Una muchacha intentó cogerlo y deshacer un nudo, y le cortó los dedos.

Luis asintió.

—Nada caerá —le aseguró.

Y para sus adentros pensó: «Ni siquiera las pantallas opacas. Aunque se rompieran todos los cables, las pantallas no caerían sobre el Mundo Anillo». Sin duda los Ingenieros debieron de dotarlas de un afelio orbital situado en el propio Anillo.

—¿Sabes algo del sistema de transporte de los bordes exteriores? —preguntó luego, sin demasiadas esperanzas. Y en el acto comprendió que algo no marchaba. Había descubierto algo, alguna señal de desastre; ¿pero qué?

—¿Te importaría repetir la última pregunta? —dijo el sacerdote.

Luis así lo hizo.

—Tú aparato que habla dijo algo distinto la primera vez. Algo sobre no sé qué restringido.

—Es curioso —comentó Luis. Y entonces lo oyó. El traductor hablaba en un tono de voz distinto y soltó una larga parrafada...

—Estáis usando una longitud de onda restringida, contraviniendo..., no recuerdo lo que venía a continuación —dijo el sacerdote—. Más vale que demos por terminada esta entrevista. Debes de haber despertado algo antiguo, algo maligno... —El sacerdote se interrumpió para escuchar, pues el traductor de Luis había comenzado a hablar otra vez en la lengua del sacerdote—. «...Contraviniendo el edicto doce, lo cual equivale a una interferencia en el sistema de mantenimiento.» Puedes frenar tus poderes...

El resto de lo que dijo el sacerdote nunca llegó a ser traducido.

De pronto, el disco se tornó incandescente en la mano de Luis. De inmediato lo arrojó con fuerza lo más lejos que pudo.

Estaba al rojo vivo y brillaba con un resplandor cegador cuando fue a estrellarse contra el pavimento... sin herir a nadie, o eso le pareció. Entonces sintió el efecto retardado del dolor, y las lágrimas le nublaron los ojos.

Aún logró distinguir al sacerdote que le despedía con una inclinación de cabeza, muy formal y majestuosa.

Le devolvió el saludo, con el rostro igualmente impávido. En ningún momento había bajado de la aerocicleta; conque apretó el botón y se elevó hacia el Cielo.

Cuando tuvo la certeza de que ya no podían ver su rostro, lo dejó invadir por el dolor y profirió una interjección que había oído una vez en Wunderland, en boca de un hombre que había dejado caer un objeto de cristal de Steuben de más de mil años de antigüedad.

17. El Ojo de la tormenta

Salieron del cielo y enfilaron las aerocicletas rumbo a babor. Avanzaban bajo la cobertura gris acerada que en esas regiones hacía las veces de cielo. Esas nubes les habían salvado la vida al sobrevolar el campo de girasoles. Ahora ya sólo resultaban simplemente deprimentes.

Luis apretó tres botones de su panel de mandos para fijar el rumbo a la altitud que llevaban entonces. Tuvo que poner gran atención en cada uno de sus gestos, entorpecidos por la mano derecha, prácticamente insensibilizada a causa de los medicamentos y la película protectora, y las pequeñas ampollas blancas que se le habían formado en la punta de cada dedo de la otra mano. Sin embargo, no pudo dejar de pensar que podría haber sido aún mucho peor.

Interlocutor apareció en la pantalla.

—Luis, ¿no será mejor volar por encima de las nubes?

—Podríamos perdernos algún detalle interesante. Desde allí arriba no se ve el suelo.

—Ahora tenemos mapas.

—Pero no nos indicarán la presencia de un campo de girasoles, ¿no crees?

—Tienes razón —reconoció Interlocutor en el acto. Y cortó.

Mientras Luis se las entendía con el sacerdote afeitado, ahí abajo, Interlocutor y Teela habían aprovechado el tiempo en la sala de cartografía del Cielo. Habían trazado mapas topográficos de la ruta que deberían seguir hasta el muro exterior, y también habían señalado las ciudades, que aparecían como brillantes manchas amarillas en la pantalla amplificadora.

Luego, algo se había opuesto a que hiciesen uso de una frecuencia reservada. ¿Reservada por quién, para qué, desde cuándo? ¿Por qué no había manifestado su disconformidad hasta entonces? Luis tenía la sospecha de que debía de tratarse de una máquina abandonaba, como el vigía de meteoritos que derribó el «Embustero». Tal vez ésta sólo funcionaba de modo intermitente.

Y el disco traductor de Interlocutor se había puesto al rojo vivo y se le había quedado adherido a la palma de la mano. Tardaría varios días en recuperar el uso de esa mano, pese a las milagrosas medicinas «militares» kzinti. Sería preciso cierto tiempo para que se regenerasen los músculos.

Las cosas cambiaban bastante ahora que tenían los mapas. El renacimiento de la civilización, caso de existir, debía de haberse iniciado casi con certeza en las grandes metrópolis. La flotilla podría sobrevolar esas zonas e intentar detectar señales de luz o de humo.

La luz de llamada de Nessus se había encendido sobre el panel, tal vez llevara ya horas allí encendida. Luis respondió a la llamada.

La pantalla le mostró la desordenada crin del titerote y la suave piel de su lomo que subía y bajaba rítmicamente al compás de su respiración. Por un momento, se preguntó si Nessus habría vuelto a caer en estado catatónico. Entonces, éste levantó una cabeza triangular y canturreó:

—¡Gusto de saludarte, Luis! ¿Cómo va todo?

—Encontramos un edificio flotante —explicó Luis—. Con una sala de mapas.

Le contó al titerote todo lo referente al castillo llamado Cielo, la sala de cartografía, la pantalla, los mapas y los globos, el sacerdote y sus leyendas y su modelo del universo. Llevaba un buen rato respondiendo a las preguntas del titerote, cuando se le ocurrió hacerle una a su vez.

—Ahora que me acuerdo, ¿te funciona el disco traductor?

—No, Luis. Hace un rato, el instrumento se puso al rojo vivo ante mis propios ojos. Me dio un susto de muerte. De haberme atrevido, habría caído en estado catatónico; pero no podía correr ese riesgo sin estar mejor informado.

—Pues los demás también se han quemado. El de Teela fundió el estuche y dejó una buena señal en su aerocicleta. Interlocutor y yo nos quemamos la mano. ¿Sabes una cosa? Tendremos que aprender la lengua del Mundo Anillo.

—Sí.

—Me gustaría que el viejo hubiera recordado algo sobre la decadencia de la antigua sociedad anillícola. Había pensado que tal vez... —Y le contó al titerote su teoría sobre la mutación de las bacterias intestinales.

—Es posible —dijo Nessus—. Y una vez olvidado el secreto de la transmutación, jamás podrían volver a su anterior estado.

—¿Oh? ¿Por qué no?

—Mira a tu alrededor, Luis. ¿Qué ves?

Luis hizo lo que le decía el titerote. Un poco más adelante, vio una tormenta eléctrica en formación; más allá había colinas y valles, una ciudad en la distancia, dos picos montañosos gemelos que mostraban en la cumbre la sucia transparencia del material base del Anillo...

—Dirígete a cualquier punto del Mundo Anillo y cava un poco. ¿Qué encontrarás?

—Tierra —dijo Luis—. ¿Qué hay con eso?

—¿Y luego?

—Más tierra. Un lecho de rocas. El material base del Anillo —contestó Luis. Y mientras pronunciaba estas palabras el paisaje pareció experimentar una transformación. Las nubes de la tormenta, las montañas, la ciudad situada hacia estribor y la ciudad que iban dejando atrás, esa línea brillante ahí a lo lejos junto al horizonte-infinito, que podría ser un mar o una invasión de girasoles... pero de pronto el paisaje comenzó a aparecérsele como el caparazón vacío que realmente era. La diferencia entre un planeta normal y eso era la misma que mediaba entre un rostro humano y una máscara de goma vacía.

—Cava un poco en cualquier mundo —siguió diciendo el titerote—, y más pronto o más tarde encontrarás alguna u otra veta de mineral. Aquí sólo hallarías mil metros de tierra y, luego, la infraestructura del Anillo. Es un material que no puede ser elaborado. Si el minero consiguiera atravesarlo, se encontraría con el vacío: amarga recompensa para su dura labor. Imagina que el Anillo está poblado por una civilización capaz de construir este mundo, es evidente que tendrá que contar con una forma económica de transmutación. Imagina que la tecnología de la transmutación cae en el olvido —de momento no importa cómo—, ¿qué les quedaría? Seguramente no poseían reservas de materiales en bruto. No hay minerales. Todo el metal disponible en el Anillo debía estar acumulado en forma de máquinas, herramientas y orín. Aunque hubieran podido desplazarse a otros planetas, no cambiaría en absoluto su situación, pues no hay ningún lugar donde excavar en los alrededores de esta estrella. La civilización entraría en decadencia y jamás volvería a recuperarse.

—¿Cuándo descubriste todo esto? —preguntó tímidamente Luis.

—Hace un tiempo. Me pareció irrelevante para nuestra supervivencia.

—Conque ni lo mencionaste. Tal cual —dijo Luis. ¡Con las horas que él había pasado dándole vueltas al problema! Y ahora todo resultaba tan absolutamente evidente. Qué ratonera, qué terrible ratonera para unos seres racionales.

Luis miró el paisaje que se extendía ante sus ojos (y subliminalmente advirtió la desaparición de la imagen del titerote). Se iban acercando a la tormenta, y ésta era de gran magnitud. Sin duda, las envolturas sónicas les protegerían, pero no obstante...

Sería mejor pasar por encima. Luis tiró de una palanca y las aerocicletas comenzaron a elevarse hacia la cobertura gris del mundo, hacia las nubes que se cernían sobre sus cabezas desde que habían llegado a la torre llamada Cielo.

Luis dejó vagar sus pensamientos...

El aprendizaje de una lengua desconocida sería lento. Intentar aprender una nueva lengua cada vez que aterrizaban, resultaría simplemente imposible. Y el problema comenzaba a ser vital. ¿Cuánto tiempo debían llevar sumidos en la barbarie los nativos del Anillo? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde la época en que todos hablaban la misma lengua? ¿Hasta qué punto se habrían diferenciado las lenguas locales del lenguaje originario?

El universo se tornó borroso, luego desapareció por completo. Estaban en medio de las nubes. Jirones de niebla se deslizaban en torno a la burbuja que formaba la envoltura sónica de Luis. Luego las aerocicletas emergieron a plena luz del sol.

Un enorme ojo azul miraba a Luis Wu desde el horizonte infinito del Mundo Anillo, por encima de una interminable extensión de nubes grises.

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