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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Mundo Anillo (44 page)

En cierta ocasión, el panteón ambulante encontró una ciudad parcialmente recivilizada, poblada sólo en las afueras. De nada les valdría allí la comedia de los dioses. Cambiaron una fortuna en cápsulas de la juventud por un autobús autopropulsado en buen estado de funcionamiento.

No volvió a presentárselas otra oportunidad parecida hasta mucho después. Y a esas alturas ya estaban demasiado cansados. Habían perdido toda esperanza y el autobús se había estropeado. La mayor parte del panteón había quedado varado en una ciudad medio en ruinas, rodeados de otros supervivientes del Derrumbamiento de las Ciudades.

Pero Prill tenía un mapa. Su ciudad natal quedaba directamente a estribor de allí. Convenció a un hombre para que la acompañara y comenzaron a andar.

Continuaron viviendo de su divinidad. Finalmente, empezaron a cansarse el uno del otro, y Prill siguió sola su camino. Cuando no le bastaba con su divinidad, cambiaba pequeñas cantidades de droga de la juventud por comida, siempre que no hubiera más remedio. Por lo demás...

—Tenía otro sistema para dominar a la gente. Ha intentado explicármelo, pero no logro entenderlo.

—Creo que yo sí lo entiendo —dijo Luis—. Y nadie podía oponerse a que lo utilizara. Posee su versión particular del tasp.

Estaba bastante desequilibrada cuando por fin llegó a su ciudad natal. Se instaló en el cuartel de policía que había quedado varado en el suelo. Pasó cientos de horas intentando averiguar la forma de accionar la maquinaria. Por fin consiguió ponerlo a flote; en efecto, la torre disponía de su propia reserva de energía y había sido varada como medida de seguridad después del Derrumbamiento de las Ciudades. Varias veces debió de estar a punto de dejar caer la torre y matarse.

—La torre poseía un dispositivo para capturar a los conductores que cometían infracciones de tráfico —dijo Nessus—. Prill lo conectó. Espera poder capturar a un semejante, a otro superviviente del Derrumbamiento de las Ciudades. Opina que si pilota un coche, sin duda estará civilizado.

—Entonces, ¿para qué quiere tenerle atrapado e indefenso en ese mar de metal oxidado?

—Por si acaso, Luis. Sería una señal de que comenzaba a recuperar el juicio.

Luis frunció el entrecejo y miró el bloque de celdas que tenían debajo. Habían descendido el cuerpo del pájaro sobre los restos de un coche metálico y en esos momentos Interlocutor daba cuenta de él.

—Podríamos aligerar el peso del edificio —dijo Luis—. Podríamos reducirlo prácticamente a la mitad.

—¿Cómo?

—Desprendiéndonos del sótano. Pero primero tendremos que sacar a Interlocutor de ahí. ¿Crees que podrás convencer a Prill?

—Lo intentaré.

22. Caminante

Halrloprillalar le tenía verdadero terror a Interlocutor. Por su parte, a Nessus le inspiraba ciertos recelos la idea de dejarla libre de la influencia del tasp; el titerote aseguraba que le daba una buena sacudida con el tasp cada vez que veía a Interlocutor, de modo que a la larga acabaría aficionándose a su presencia. Mientras tanto, ambos eludían la compañía del kzin.

En consecuencia, Prill y Nessus esperaron en otro lado, mientras Luis e Interlocutor, tendidos boca abajo sobre la plataforma de vigilancia, oteaban la penumbra de la mazmorra.

—Adelante —dijo Luis.

El kzin disparó los dos rayos.

Se oyó retumbar un trueno que fue rebotando en las paredes de la mazmorra. Un punto brillante del color de los relámpagos apareció en lo alto de la pared, justo debajo del techo.

Avanzó lentamente, dejando un débil rastro de resplandor rojizo.

—Corta por partes —sugirió Luis—. Si nos desprendemos de semejante masa de un solo golpe, saldremos disparados.

Interlocutor aceptó la sugerencia y varió el ángulo de corte.

Pese a esta precaución, el edificio dio una sacudida cuando se desprendieron del primer bloque. Luis se agarró al suelo. A través del boquete recién abierto vio la luz del día, y la ciudad, y la gente.

No obtuvo una buena perspectiva hasta que se hubieron desprendido de media docena de bloques parecidos.

Entonces pudo ver un altar de madera y un modelo de metal plateado en forma de rectángulo plano, sobre el que se alzaba un arco parabólico. Lo distinguió un breve instante, luego un bloque de celdas fue a estrellarse a su lado y los fragmentos salieron despedidos en todas direcciones. Un instante más tarde sólo quedó un montoncito de serrín y unos trozos de latón retorcido. Pero la gente ya había huido mucho antes.

—¡Gente! —le dijo a Nessus en son de queja—. ¡En el centro de una ciudad vacía, a varios kilómetros de los campos de cultivo! Deben tardar al menos un día en llegar hasta aquí. ¿Para qué vendrán?

—A adorar a la diosa Halrloprillalar. Eran los proveedores de alimentos de Prill.

—Ah. Ofrendas.

—Naturalmente. ¿Por qué te alteras tanto, Luis?

—Podríamos haberlos herido.

—Tal vez le hayamos dado a alguno.

—Me pareció ver a Teela ahí abajo. Sólo un breve instante.

—Tonterías, Luis. ¿Quieres probar nuestro propulsor?

La aerocicleta del titerote estaba incrustada en un montículo gelatinoso de plástico translúcido. Nessus se situó junto al panel de mandos que habían dejado al descubierto. Por la claraboya se divisaba una imponente panorámica de la ciudad: los muelles, las torres de paredes lisas del Centro Cívico, la exuberante selva que seguramente había sido un parque. Todo ello varios centenares de metros más abajo.

Luis se quedó en posición de firmes. Gran ejemplo para su tripulación, el heroico comandante permanece firme en el puente. Los reactores averiados pueden explotar al menor impulso; pero es preciso intentarlo. ¡Es preciso detener a los acorazados kzinti antes de que consigan llegar a la Tierra!

—Jamás lo conseguiremos —dijo Luis Wu.

—¿Por qué no, Luis? El campo de fuerzas no debería ser más potente...

—¡Un castillo volante, por Finagle! ¡Sólo ahora he empezado a comprender lo alucinante del proyecto! ¡Debemos estar locos! Regresar alegremente a casa montados en la mitad superior de un rascacielos... —El edificio empezó a moverse y Luis dio un traspié. Nessus había puesto en marcha el motor.

La ciudad fue deslizándose bajo la ventana, cada vez a mayor velocidad. La aceleración disminuyó. En ningún momento había sido superior a treinta centímetros por segundo al cuadrado. La velocidad máxima parecía ser de unos ciento cincuenta kilómetros por hora y el castillo se mantenía estable como una roca.

—Hemos centrado correctamente la aerocicleta —comentó Nessus—. El suelo no se ha inclinado, como habréis observado, y la estructura no manifiesta ninguna tendencia a girar sobre sí misma.

—Sigue pareciéndome una locura.

—Nada que funcione es una locura. Y ahora, ¿dónde vamos?

Luis guardó silencio.

—¿Dónde vamos, Luis? Interlocutor y yo no tenemos ningún plan. ¿Qué rumbo tomo, Luis?

—A estribor.

—Muy bien. ¿Directamente a estribor?

—Exactamente. Tenemos que atravesar el Ojo de la tormenta. Luego torceremos unos cuarenta y cinco grados aproximadamente hacia antigiro.

—¿Deseas dirigirte a la ciudad de la torre llamada Cielo?

—Sí. ¿Sabrías localizarla?

—No debe plantear mayores dificultades, Luis. Tres horas de vuelo nos bastaron para llegar hasta aquí; deberíamos poder regresar en unas treinta horas. ¿Y a partir de allí?

—Depende.

La imagen parecía tan real. Todo era cuestión de práctica e imaginación, pero... tan real. Luis Wu soñaba en color y también despierto.

Parecía tan real. Pero, ¿lo era?

Le asustaba pensar con qué rapidez había perdido toda confianza en la torre volante. Sin embargo, la torre volaba. La fe de Luis Wu era superflua para su buen funcionamiento.

—El herbívoro parece haber aceptado tu guía sin rechistar —comentó Interlocutor.

La aerocicleta zumbaba suavemente para sus adentros a un par de metros de ellos. El paisaje se iba deslizando bajo la claraboya. A lo lejos y bastante desplazado hacia un lado, se divisaba el ojo de la tormenta, con su gran mirada gris y amenazadora.

—El herbívoro ha perdido el juicio —dijo Luis—. Espero que tú conserves un poco más de sensatez.

—Nada de eso. Tú tienes un objetivo y estaré muy satisfecho de secundarte. Pero si hay posibilidad de enfrentamientos, me gustaría estar mejor informado.

—Humm...

—En cualquier caso preferiría estar mejor informado, para poder decidir si hay riesgo de enfrentamientos.

—Muy bien dicho.

Interlocutor esperaba una respuesta.

—El primer paso es conseguir el alambre que une las pantallas cuadradas —le explicó Luis—. Es el cable contra el que chocamos cuando las defensas antimeteoritos derribaron nuestra nave, ¿recuerdas? Luego comenzó a caer sobre la ciudad de la torre flotante, metros y metros de él, en ininterrumpida sucesión. Debe haber miles de kilómetros de ese cable, más que suficiente para mi pequeño proyecto.

—¿Qué proyecto es ése, Luis?

—En primer lugar, apoderarnos del alambre de las pantallas. Es probable que los nativos nos lo cedan sin resistencia, si Prill se lo pide amablemente y Nessus emplea su tasp.

—¿Y luego?

—Luego sabremos hasta dónde alcanza mi locura.

La torre iba avanzando hacia estribor como un trasatlántico de los aires. Las naves interestelares no alcanzaban nunca esas dimensiones. Y por lo que respecta a las aeronaves, en el espacio conocido no había ninguna comparable a esa torre. ¡Seis cubiertas de paseo! ¡Vaya lujo!

Sin embargo, faltaban otros lujos. La reserva de alimentos del rascacielos volante consistía principalmente en carne congelada, frutas frescas y la cocinilla de la aerocicleta de Nessus. El alimento para titerotes era poco nutritivo para los humanos, según decía Nessus. Conque Luis desayunaba y cenaba carne asada con la linterna de rayos láser y alguno de esos frutos rojos y llenos de protuberancias.

Y no había agua.

Ni café.

Lograron convencer a Prill para que les consiguiera un par de botellas de una bebida alcohólica. Celebraron un bautizo algo tardío en la sala de mandos, con Interlocutor cortésmente apartado en un rincón y Prill nerviosamente apostada muy cerca de la puerta. Nadie aceptó el nombre que sugirió Luis, «Improbable», conque acabaron bautizándolo de cuatro maneras distintas, cada uno en su lengua.

La bebida era... bueno, amarga. A Interlocutor se le atraganto, y Nessus no quiso ni probarla. Sin embargo, Prill se tomó una botella, selló las demás y las guardó celosamente.

El bautizo de la torre volante se convirtió en una clase de idiomas. Luis aprendió los primeros rudimentos de la lengua de los Ingenieros del Anillo. Pronto comprobó que Interlocutor aprendía con mucha mayor facilidad que él. No era de extrañar. Tanto Interlocutor como Nessus habían sido adiestrados para dominar las lenguas humanas, así como las estructuras lógicas y las limitaciones de pronunciación y audición de los humanos. Les bastaba aplicar las técnicas ya adquiridas.

Se separaron para comer. Nessus comió un bloque de la cocinilla de su aerocicleta, mientras Luis y Prill consumían carne asada e Interlocutor la tomaba cruda en un lugar algo apartado de donde se encontraban ellos.

Luego prosiguieron con la clase de lengua. Luis enseguida se cansó. Los otros progresaban con tanta rapidez que le hacían sentirse como un cretino.

—Pero Luis, tenemos que aprender su lengua. Avanzamos con bastante lentitud y será preciso conseguir comida. Posiblemente tengamos que establecer contacto con los nativos.

—Ya lo sé. Pero nunca me gustaron las lenguas.

De pronto oscureció. Aun a esa distancia del Ojo de la tormenta, el cielo estaba completamente encapotado y la noche parecía el interior de la boca de un dragón. Luis puso fin a la clase de lengua. Se sentía fatigado e irritable y muy poco seguro de sí mismo. Los demás le dejaron descansar tranquilo.

Sólo faltaban diez horas para llegar al Ojo de la tormenta.

Había caído en un letargo inquieto y poco profundo cuando oyó regresar a Prill. Sintió la sugerente caricia de sus manos y quiso cogerla en sus brazos.

Ella esquivó su abrazo. Hablaba en su propia lengua, pero simplificando mucho la gramática para que Luis pudiera comprenderla.

—¿Eres el jefe?

Con ojos legañosos, Luis se quedó pensando un momento.

—Sí —dijo, tras constatar que la presente situación sería demasiado difícil de explicar.

—Dile al de las dos cabezas que me entregue su aparato.

—¿Qué? —Luis se debatía en un mar de palabras extrañas—. ¿Su qué?

—Su aparato para hacerme feliz. Lo quiero para mí. Tienes que quitárselo.

Luis rio; por fin le parecía comprender lo que intentaba decirle la muchacha.

—Si quieres tenerme a mí, tendrás que quitarle el aparato —insistió Prill, enojada.

El titerote tenía algo que ella deseaba. No tenía forma de coaccionarlo, pues no era un hombre. Luis Wu era el único hombre disponible. Estaba decidida a emplear sus poderes ocultos para doblegarlo a su voluntad. Siempre le había salido bien hasta entonces; ¿no era acaso una diosa?

Tal vez se hubiera dejado engañar por el pelo de Luis. Debía de haberle tomado por un miembro de la peluda casta inferior, tal vez medio Ingeniero pues tenía el rostro lampiño, pero nada más. En ese caso, debía de haber nacido después del Derrumbamiento de las Ciudades. Sin droga de la juventud. Debía de estar en plena efervescencia juvenil.

—Tienes toda la razón —dijo Luis en su propia lengua. Prill apretó los puños furiosa, pues su tono sarcástico se traslucía claramente—. En tus manos, un hombre de treinta años se derretiría como la cera. Pero yo soy bastante más viejo. —Y volvió a reír.

—La máquina. ¿Dónde la tiene?

Se inclinó sobre él en la oscuridad, toda sugerentes y adorables sombras. El cráneo despedía un ligero resplandor; el negro cabello le caía en cascada sobre el hombro. Luis sintió un nudo en la garganta.

Por fin encontró la manera de explicarlo:

—Pegada al hueso, bajo la piel. En una cabeza.

Prill hizo un sonido parecido a un gruñido. Debía de haber comprendido que el aparatito estaba quirúrgicamente implantado. Dio media vuelta y se marchó.

Por un instante, Luis pensó en seguirla. La deseaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Pero la muchacha se apropiaría de su voluntad si él se lo permitía.

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