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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (5 page)

Pensé en llamar a Mamá, en caso de que alguien hubiera captado alguna transmisión por radio de la policía y la hubiera llamado, lo cual le habría dado a ella y a Papá un susto de muerte. Pero luego pensé que sería preferible preguntar a los inspectores si no había problemas con hacer una llamada. Me asomé a la puerta de mi despacho para echar una mirada, pero estaban ocupados y decidí no interrumpir.

Para ser franca, no podía más. Estaba completamente agotada. Seguía lloviendo y el ruido me hacía sentirme aún más cansada, además de las luces de las balizas que me daban dolor de cabeza. Los polis también parecían cansados y, a pesar de sus impermeables, estaban mojados hasta el tuétano. Decidí que lo mejor que podía hacer era preparar café. ¿Hay algún policía al que no le guste el café?

A mí me gustaba el café con diferentes sabores, y en mi despacho tenía una variedad para mi consumo personal. En cualquier caso, he observado que los hombres (al menos los hombres del sur) no son demasiado aventureros cuando se trata del café. Puede que un hombre de Seattle no diga ni pío si le sirven un café con sabores de chocolate y almendras, o un café con reminiscencias de frambuesa, pero a los hombres del sur normalmente les gusta el café con sabor a café y nada más. Siempre tengo a mano un café agradable y suave para los portadores del cromosoma Y, así que lo saqué del armario y comencé a llenar el filtro de papel. Luego añadí una pizca de sal, que sirve para contrarrestar el natural sabor amargo del café y, para completar la medida, añadí una cucharada de la mezcla de chocolate-almendra. Ellos no lo notarían pero le daría a la mezcla una suavidad añadida.

Mi cafetera es una de esas máquinas Bunn con dos platos que prepara toda una cafetera en unos dos minutos. No, no lo he cronometrado, pero alcanzo a ir a hacer pis mientras se prepara y siempre acabamos a la vez, lo cual significa que es bastante rápida.

Puse una jarra bajo el surtidor de la cafetera y llené la otra con agua. Mientras se preparaba el café, saqué unos cuantos vasos de plástico, la jarrita de la leche y cucharas rojas de plástico y las dejé junto a la cafetera.

El inspector Forester no tardó en asomar la nariz por mi despacho y su aguda mirada se posó sobre la cafetera nada más entrar.

—Acabo de preparar café —dije, sorbiendo de mi propia taza, que es de un alegre color amarillo y tiene una leyenda: «PERDONA A TUS ENEMIGOS: LOS CONFUNDIRÁS» inscrita en letras púrpuras en la parte inferior. Los vasos de plástico son un atentado contra los labios pintados, y por eso uso siempre una taza de cerámica. En ese momento no llevaba los labios pintados, pero eso es cuento aparte—. ¿Quiere un poco?

—¿Acaso los gatos tienen cola? —me preguntó él retóricamente, y se dirigió a la cafetera.

—Depende de si es un gato rabón o no.

—No lo es.

—Entonces, sí, los gatos tienen cola.

Sonrió mientras se servía. Seguro que los polis recurren a la telepatía para que corra la noticia de que hay café en las cercanías, porque al cabo de unos minutos había un flujo sostenido de agentes uniformados y de paisano que se acercaban a mi puerta. Dejé la primera cafetera sobre el calentador de arriba y empecé a preparar una segunda. Al cabo de nada ya volvía a cambiar las cafeteras y dejé haciéndose la tercera ronda.

Preparar el café me mantuvo ocupada y le hizo la noche más llevadera a los polis. Yo también me tomé una segunda taza. Lo más probable era que tampoco durmiera esa noche, así que, ¿por qué no?

Le pregunté al inspector MacInnes si podía llamar a mi madre, y él no dijo que no, sólo dijo que me agradecería si esperaba un momento porque, sabiendo cómo eran las madres, vendría corriendo a verme y él prefería acabar antes con el trámite de inspeccionar la escena del crimen. Ante eso —por lo visto, MacInnes era un hombre que entendía a las madres— no me quedó más remedio que quedarme sentada ante mi mesa, tomar mi café a sorbos e intentar poner fin a los temblores que no paraba de tener en los momentos más inesperados.

Debería haber llamado a Mamá de todas maneras para que viniera corriendo a cuidar de mí. La noche ya había sido bastante desastrosa, ¿no? Pues bien, resulta que, además, empeoró.

D
ebería haber sabido que aparecería. Al fin y al cabo, era teniente del departamento de policía, y en una ciudad relativamente pequeña como la nuestra (poco más de sesenta mil habitantes), un asesinato no era algo que ocurriera todos los días. Era probable que la mayoría de los polis que estaban de turno hubieran acudido, además de muchos otros que no estaban de turno.

Oí su voz antes de verlo, e incluso después de dos años reconocí su timbre grave, además de ese ligero acento que decía que no había vivido toda su vida en el sur. Habían pasado dos años desde que yo me quedara mirando cómo se alejaba sin siquiera decirme un «que te vaya bien en la vida», y todavía sentía que mis tripas se anudaban como si fuera montada en una noria justo al comenzar el descenso.
Dos puñeteros años
… y todavía se me aceleraba el corazón.

Por suerte todavía estaba en mi despacho cuando oí su voz. Estaba justo al otro lado de la puerta hablando con un grupo de polis, así que me dio tiempo para prepararme antes de que me viera.

En efecto, el teniente J.W. Bloodsworth y yo teníamos una historia. Dos años antes habíamos salido juntos, en tres ocasiones, para más exactitud. Lo habían ascendido a teniente hacía sólo un año, así que por aquel entonces era el sargento Bloodsworth.

¿Alguna vez habéis conocido a alguien y cada uno de vuestros instintos y hormonas se pararon, tomaron nota y os murmuraron al oído:
«Dios mío, esto sí que es suerte, échale mano ahora mismo y no tardes
, ¡
AHORA MISMO
!»? Así había sido desde el primer saludo. La química entre los dos era increíble. Desde el momento en que nos conocimos (nos presentó su madre, que por entonces era clienta de Cuerpos Colosales), el corazón comenzaba a darme saltos cada vez que lo veía, y lo digo literalmente. Puede que el suyo no diera esos saltos, pero concentraba su atención en mí de esa manera que tienen los hombres cuando ven algo que de verdad les gusta, ya sea una mujer o una tele de pantalla gigante de plasma. Además, existía entre los dos esa especie de conciencia superlativa del otro que me hacía sentirme ligeramente electrizada.

Pensando en el pasado, sé muy bien cómo se siente una polilla cuando se mete en una farola trampa.

Nuestra primera cita transcurrió en medio de una nebulosa de expectativas. Nuestro primer beso fue explosivo. Lo único que me impidió pasar la noche con él en nuestra primera cita fue a) que era de mal gusto, y b) que yo no estaba tomando la píldora. Detesto reconocerlo, pero «a» tenía casi más importancia que «b», porque mis hormonas estaban auténticamente desbocadas y chillando a voz en cuello: ¡


Quiero tener un hijo suyo
!

Hormonas de pacotilla. Deberían al menos esperar y ver cómo salen las cosas antes de comenzar su danza de cortejo.

Nuestra segunda cita fue todavía más intensa. Los besos dieron paso a un manoseo en toda regla, despojados de la mayoría de nuestras prendas. Ver «b», más arriba, para entender por qué no seguí, aunque él sacara un condón. No confío en los condones, porque cuando Jason y yo estábamos prometidos, una de esas gomas se abrió y yo sudé la gota gorda durante dos semanas hasta que me vino la regla. Tenía el vestido de novia ya listo para la prueba definitiva, y mi madre hubiera puesto el grito en el cielo si mi cintura hubiera comenzado a aumentar de volumen. Normalmente, no me inquieta que Mamá ponga el grito en el cielo, pero la planificación de una gran boda pone a cualquier mujer al borde de un ataque de nervios, aunque los tenga de acero.

De modo que, para mí, nada de condones, salvo si se trata de diversión. Ya sabéis lo que quiero decir. Sin embargo, tenía toda la intención de comenzar a tomar la píldora en cuanto me viniera la próxima regla, porque podía ver mi futuro y en él figuraba con toda claridad un Jefferson Wyatt Bloodsworth… ¡y en tamaño natural! Sólo esperaba aguantar lo suficiente para que las píldoras surtieran su efecto.

En nuestra tercera cita, era como si se hubieran apoderado de él unos invasores de cuerpos. Estuvo desatento, inquieto y no paraba de mirar el reloj, como si contara los minutos que faltaban para deshacerse de mí. Acabó la cita con un beso casto en los labios, un beso a todas luces dado a regañadientes, y se marchó sin ni siquiera decir que ya me llamaría, lo cual habría sido una mentira porque no me llamó. Tampoco dijo que se lo había pasado bien, ni
nada
. Y ésa fue la última vez que lo vi al muy cabrón.

Estaba furiosa con él, y los dos años transcurridos no habían mitigado en nada mi furia. ¿Cómo podía haberse desentendido de algo que prometía ser tan especial? Y si no había sentido lo mismo que yo, no tenía ningún derecho a quitarme la ropa. Sí, ya sé que eso es lo que hacen los hombres, y Dios los bendiga por ello, pero cuando una ha dejado atrás la adolescencia espera que haya algo más allá de lo puramente lujurioso, que la superficialidad del charco se haya transformado en algo más profundo, tal vez en un charco más profundo, supongo. Si él había decidido alejarse de mí porque en dos ocasiones yo había parado sus intentos de consumar la aventura, entonces estaría mejor sin él. Desde luego, no lo llamé después de eso para preguntarle qué había pasado, porque seguía tan enfadada que no estaba demasiado segura de poder controlarme. Tenía la intención de llamarlo cuando estuviera más calmada.

Volvamos al presente, dos años después. Todavía no lo había llamado.

Ése era mi ánimo cuando lo vi entrar en mi despacho de Cuerpos Colosales, con su metro ochenta y cinco de estatura. Llevaba el pelo oscuro un poco más largo, pero sus ojos verdes seguían siendo los mismos: observadores, agudos, inteligentes, duros, con esa dureza que los polis tienen que adquirir o, si no, más les conviene buscarse otro empleo. Aquella mirada de poli duro me pasó por encima y me dio la sensación de que se agudizaba todavía más.

No me alegré de verlo. Me dieron ganas de darle una patada en las espinillas, y lo habría hecho de no estar casi segura de que me habría detenido por agredir a un agente de policía, así que hice lo único que podría hacer una mujer que se respetara, es decir, fingí no reconocerlo.

—Blair —dijo, y se acercó hasta llegar demasiado… cerca—. ¿Te encuentras bien?

¿Y a él qué le importaba? Le lancé una mirada de sorpresa, ligeramente alarmada, como miran las mujeres cuando un extraño se les acerca demasiado o tiene una actitud demasiado familiar, y aparté discretamente mi silla de él un par de centímetros.

—Eh… sí, me encuentro bien —dije, con expresión cauta, y luego cambié sutilmente y lo miré como perpleja, como si reconociera su cara a medias pero no pudiera dar con un nombre en mi recuerdo para adjudicárselo.

Me sorprendió el destello de rabia poderosa en sus ojos verdes.

—Wyatt —dijo, seco.

Me eché hacia atrás un poco más.

—¿Wyatt qué? —inquirí, inclinándome a un lado y mirando más allá de él, como si quisiera asegurarme de que todavía había polis lo bastante cerca para llamarlos en caso de que tuvieran que protegerme si él se ponía violento. La verdad es que tenía todo el aspecto de que así sería.

—Wyatt Bloodsworth. —Las palabras cayeron de sus labios como globos de plomo. No le parecía en absoluto divertida mi farsa, pero yo me lo estaba pasando en grande.

Me repetí el nombre a mí misma en silencio, moviendo apenas los labios, hasta que dejé que el rostro se me iluminara.

—¡Oh! ¡
Oh
! Ahora recuerdo. Lo siento mucho, soy un desastre con los nombres. ¿Cómo está tu madre?

Al caer de la bicicleta, en la acera justo frente a su casa, la señora Bloodsworth se había roto la clavícula izquierda y unas cuantas costillas. Su periodo de inscripción en Cuerpos Colosales había caducado mientras estaba en recuperación, y no había vuelto a apuntarse.

Tampoco pareció muy contento al oír que lo primero que me sugería era la asociación con su madre. ¿Qué se esperaba? ¿Que me lanzara a sus brazos, llorando como una histérica o pidiéndole que volviera a salir conmigo? Mala suerte. Las mujeres Mallory están hechas de materiales más resistentes que eso.

—Casi está recuperada del todo. Creo que más que romperse los huesos lo que le dolió fue descubrir que ya no se recupera tan rápidamente como antes.

—Cuando la veas, salúdala de mi parte. La he echado de menos. —Como llevaba la placa en el cinturón, me di un golpe leve en la frente—. ¡Qué tonta soy! Si hubiera visto la placa, habría hecho la asociación más rápido, pero ahora mismo estoy un poco distraída. El inspector MacInnes no quería que llamara a mi madre hace un rato, pero me da la impresión de que ya se ha reunido la mitad de la ciudad en el aparcamiento, así que, ¿crees que ahora le importaría si la llamo?

Él seguía sin parecer demasiado contento conmigo. Ay, Dios, ¿acaso había herido su ego? Era una verdadera lástima.

—Todavía no se ha permitido la presencia de ningún civil —dijo él—. También a la prensa la mantenemos a raya, hasta que hayan terminado las primeras investigaciones. Te agradeceríamos que no hablaras con nadie hasta que acabemos con los interrogatorios.

—Ya entiendo. —Y lo entendía de verdad. Un asesinato es un asunto serio. Yo sólo deseaba que no fuera tan serio como para requerir la presencia del teniente Bloodsworth. Me incorporé y pasé a su lado, guardando el mismo espacio que guardaría con un desconocido, y me serví otra taza de café—. ¿Cuánto más habrá que esperar?

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