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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (2 page)

Todo el dinero y el entrenamiento en reanimación cardiorrespiratoria valieron la pena. Al cabo de un mes de la inauguración, Cuerpos Colosales iba a todo dar. Ofrecía tarifas de un mes o un año, con un descuento si la opción era un año, claro está. No era mala idea, porque la gente se engancha y la mayoría viene a disfrutar de las instalaciones porque no quiere tirar el dinero. Los coches en el aparcamiento del local se perciben como señal de éxito y, bueno, ya sabemos lo que se dice a propósito de la percepción. En cualquier caso, el éxito se reproduce como los conejos. Yo estaba fascinada hasta los mismísimos calentadores de piernas (que algunos que no están en el rollo consideran pasados de moda, aunque esa gente, francamente, no tiene ni idea de cómo embellecer un par de piernas). Los tacones altos es lo que da el toque más sofisticado, pero los calentadores de piernas le siguen en la lista. Yo llevo ambos. No al mismo tiempo. Pooor favooor.

Cuerpos Colosales está abierto desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche, lo cual le facilita las cosas a cualquiera que se proponga hacer una pausa en su jornada de trabajo. Al principio, mis clases de yoga languidecían, y sólo tenía a unas pocas mujeres apuntadas. Contraté a varios entusiastas y guapos jugadores de un equipo de rugby universitario para que asistieran a las clases durante una semana. La multitud de machos recalcitrantes que hacían pesas y
tae bo
, no tardaron en ponerse a imitar lo que hacían mis guapetones para mantenerse en esa forma, y las mujeres no tardaron en coincidir en las mismas clases con esos mismos jóvenes guapetones. Al cabo de una semana, la lista de clientes se había duplicado. Cuando los machos descubrieron lo difícil que era el yoga y vieron sus resultados, la mayoría se quedó. Y lo mismo sucedió con las mujeres.

¿No he comentado que en la facultad seguí unas cuantas asignaturas de psicología?

Así que aquí me tenéis, varios años después. Tengo treinta años y soy dueña de un negocio que va viento en popa, un negocio que me exige mucha dedicación pero que también arroja suculentos beneficios. Cambié el descapotable rojo por uno blanco porque quería rebajar un pelín mi perfil. No es apropiado que una mujer soltera que vive sola llame demasiado la atención. Además, quería un coche nuevo, adoro el olor. Sí, ya sé que podría haber comprado un Ford, o algo así, pero a Jason le daba una rabia de mil demonios que yo me paseara por la ciudad en un Mercedes descapotable, algo que él no podía hacer porque perjudicaría su imagen en la campaña electoral. Seguro que se morirá guardándome rencor por ese Mercedes. Al menos, eso espero.

En cualquier caso, yo no aparcaba el coche en el aparcamiento de los clientes frente al gimnasio porque no quería que me lo rayaran de arriba abajo. Hice construir un aparcamiento privado en la parte trasera del local para el personal, con nuestra propia entrada, mucho más accesible. Mi plaza, lo bastante ancha para que otros coches no aparcaran demasiado cerca, estaba justo frente a la puerta. Ser la dueña tiene sus privilegios. Sin embargo, ya que soy una dueña sensible, también hice instalar un techo metálico que cubre toda la parte trasera del gimnasio, de modo que pudiéramos aparcar y estar cubiertos al ir y venir de los coches. Cuando llueve, todo el mundo aprecia el detalle.

La jefa soy yo, pero no soy de las que creen que hay que delegar todo el trabajo en los empleados. Con la excepción de la plaza de aparcamiento, no tenía ningún otro privilegio especial. Bueno, supongo que firmar sus nóminas me daba una gran ventaja. Era yo quien manejaba todo el dinero y tomaba las decisiones finales, pero los trataba bien. Teníamos un bonito paquete de seguro médico que incluía cobertura dental, les pagaba un sueldo decente (además de que tenían entera libertad para dar clases particulares en sus días libres para ganar un dinero extra) y les daba vacaciones largas. Por eso no había demasiados cambios en el personal. Siempre es inevitable una cierta rotación, porque la vida cambia y la gente se va a vivir a otros lugares, y ese tipo de cosas, pero rara vez se ha dado el caso de que alguien nos haya dejado por la competencia. La continuidad del personal es buena para el negocio. A los clientes les gusta saber que conocen a sus entrenadores y profesores.

Cerrábamos a las nueve, y yo solía quedarme para cerrar y dejar a mi personal volver a casa con sus familias, o a disfrutar de la vida social o lo que fuera. Que no se tome eso como un indicio de que no tengo vida social. Es verdad que ahora no salgo tanto como solía justo después de divorciarme, pero Cuerpos Colosales me exige horarios largos y es muy importante para mí, de modo que dedico tiempo a ocuparme del negocio. Y, además, soy creativa cuando salgo con alguien. Vamos a comer, si el tipo en cuestión resulta ser no tan fantástico como pensaba, porque «comer» es finito. Nos encontramos en algún sitio, comemos y a casa. Así, si no me atrae demasiado esa persona, no tengo que rechazarla ni inventarme patéticas excusas para no invitarla a pasar un rato en casa. Salir a comer es una buena idea, desde el punto de vista de las citas. Si el tipo me gusta de verdad, entonces hay otras opciones abiertas, como una cita en toda regla después del trabajo o los domingos, cuando Cuerpos Colosales está cerrado.

En cualquier caso, esa noche en concreto —me parece haber mencionado que fui testigo de un asesinato, ¿no?—, lo cerré todo, como de costumbre. Llevaba un ligero retraso porque me había quedado ensayando mis ejercicios de gimnasia. Una nunca sabe cuándo tendrá que dar una voltereta hacia atrás. Había hecho ejercicios un buen rato hasta quedar sudada, así que después me duché y me lavé el pelo. Luego recogí mis cosas y me dirigí a la salida del personal. Apagué las luces, abrí la puerta y salí al aparcamiento techado.

Un momento, voy demasiado rápido. Antes tengo que contar algo acerca de Nicole.

Nicole («llámame Nikki») Goodwin era una piedra en el zapato. Se apuntó a Cuerpos Colosales hace más o menos un año y enseguida me empezó a volver loca, aunque tardé un par de meses en darme cuenta. Nicole tenía una de esas voces aterciopeladas que hacen derretirse a los hombres. A mí por lo menos me daban ganas de estrangularla. ¿Qué tiene la voz de esas falsas Marilyn Monroe que a los hombres, al parecer, les seduce? A algunos hombres, en cualquier caso. Además, cuando hablaba, Nicole también añadía su falsa dulzura. Es un milagro que los que entrenaban con ella no anduvieran trepando por las paredes con un subidón de azúcar. Hay que agradecer que Nicole no añadiese a todo eso el numerito de enredarse el dedo en el pelo.

Pero eso es porque
yo
no lo hago, a menos que esté jugando con alguien, claro está. Normalmente, soy más profesional.

Veréis, Nicole era una imitadora. Y yo era la persona a quien imitaba.

Primero fue el pelo. Su color natural era tirando al rubio, pero al cabo de dos semanas de estar en Cuerpos Colosales, adquirió un tono rubio dorado, con reflejos pajizos. En realidad, como el mío. En ese momento no me di cuenta porque no tenía el pelo tan largo como yo. Pasó un tiempo antes de que los pequeños detalles empezaran a encajar y yo me percatara de que Nicole tenía el pelo del mismo color que el mío. Después empezó a sujetárselo con una coleta por encima de la cabeza para que no le molestara cuando hacía sus ejercicios. ¿Adivinad quién más se recogía el pelo cuando hacía ejercicio?

No suelo maquillarme demasiado cuando trabajo porque es una pérdida de tiempo. Si una chica tiene suficiente brillo personal, el maquillaje desaparece. Además, tengo buen color de tez y cejas y pestañas largas y oscuras, así que no me preocupa ir sin nada. Sin embargo, tengo una debilidad por la crema hidratante, que le da a mi piel un brillo sutil. Nicole me preguntó qué crema usaba y yo, la muy tonta, se lo dije. Al día siguiente, la tez de Nicole lucía un brillo parecido.

Su ropa para entrenar comenzó a parecerse a la mía: leotardos y calentadores de piernas mientras estoy dentro del gimnasio, y pantalones de yoga cuando me paseo supervisando las actividades. Nicole comenzó a usar leotardos y calentadores de piernas, cuando no se ponía los pantalones de yoga y andaba por ahí saltando.

Y quiero decir realmente saltando, porque no creo que llevara sujetador. Desafortunadamente, era una de esas mujeres que

deberían llevarlos. Era evidente que a mis clientes masculinos (me encanta decir eso) les gustaba el espectáculo, pero a mí todo ese zangoloteo y balanceo me producía vértigo, de modo que si tenía que hablar con ella, me concentraba en mirarla a los ojos.

Al cabo de un tiempo, Nicole se compró un descapotable blanco.

No era un Mercedes, sino un Mustang, pero da igual, era blanco y descapotable. ¿Acaso había que hacer algo más para que fuera tan evidente?

Tal vez debería haberme sentido halagada, pero no. No era como si a Nicole yo le gustara y me copiara por una cuestión de admiración. Creo que me odiaba. Solía exagerar la falsa dulzura cuando hablaba conmigo, por ejemplo. En el lenguaje de Nicole, una frase como «¡Ay, cariño, tus pendientes son maravillosos!» quería decir «Me gustaría arrancártelos de las orejas y dejarte unos muñones sangrantes, zorra». En una ocasión, una clienta del gimnasio me comentó —mirando cómo se alejaba con su zangoloteo acostumbrado:

—A esa chica le gustaría cortarte el cuello, rociarte con un bidón de gasolina, prenderte fuego y dejarte tirada en la cuneta. Luego volvería y bailaría sobre tus cenizas cuando el fuego se apagara.

Como veis, no me lo estoy inventando.

Ya que estoy abierta al público, me veía prácticamente obligada a aceptar a cualquiera que quisiera ser admitido, lo cual normalmente no representaba ningún problema, aunque quizá debería haber exigido a los clientes más peludos que primero se sometieran a unas cuantas sesiones de electrólisis. Sin embargo, había una cláusula en el acuerdo que todos firmaban al apuntarse al gimnasio, de que si tres clientes se quejaban de la conducta, del comportamiento en los vestuarios o de otras transgresiones de un determinado cliente en el curso de un año natural, a esa persona el centro no le renovaría la inscripción cuando caducara el periodo contratado.

Como profesional que soy, no le habría dado a Nicole una patada en el culo sólo porque me irritaba a más no poder. Me enfurecía ser así de profesional, pero lo conseguía. Sin embargo, Nicole sistemáticamente molestaba, insultaba o cabreaba a casi todas las mujeres con que se cruzaba durante el día. Dejaba los vestuarios hechos un desastre y siempre eran las demás las que tenían que recoger. Hacía comentarios sarcásticos a otras mujeres que no estaban en la mejor de las formas y acaparaba los equipos, aunque el límite para las sesiones individuales fuera, supuestamente, de treinta minutos.

La mayoría de las quejas eran por su mala leche, pero unas cuantas mujeres se me acercaron, enfurecidas, e insistieron en presentar una queja formal. Gracias a Dios.

El número de quejas contra Nicole superaba con creces el mínimo de tres cuando su periodo caducó. Entonces pude decirle (con mucha calma, como era de esperar) que su inscripción no era renovable y que debía vaciar su casillero.

El chirrido que produjo aquella noticia debió acojonar hasta a las vacas que pastaban en el condado vecino. Me dijo que era una zorra, una puta, una fulana, y que eso era sólo para empezar. Los insultos gritados a voz en cuello fueron aumentando de volumen, hasta llamar la atención de casi todos los que en ese momento estaban en Cuerpos Colosales, y creo que habría intentado golpearme si no hubiera sabido que yo estaba en mejor forma que ella, y que, sin duda, le habría devuelto el golpe, pero con intereses. Al final se limitó a arrasar con todo lo que había encima del mostrador (un par de plantas con sus maceteros, fichas de inscripción para los clientes, unos cuantos bolis) y a tirarlo al suelo, y salió con grandes aspavientos con la amenaza final de que su abogado se pondría en contacto conmigo.

Perfecto. Como quisiera. No tenía ningún problema para poner a mi abogado frente al suyo. Siana era joven, pero era letal, y no le importaba entrar en el juego sucio. Eso lo hemos heredado de nuestra madre.

Las mujeres que se juntaron para presenciar la pataleta de Nicole saludaron su salida con un aplauso cerrado. En cuanto a los hombres, sólo atinaban a mirar desconcertados. Yo me cabreé, porque Nicole no había vaciado su casillero, lo cual significaba que tendría que volver a dejarla entrar para sacar sus cosas. Pensé en preguntarle a Siana si podía insistir para que Nicole dijera cuándo pasaría a vaciar sus pertenencias, y tener a un policía para que fuera testigo de que, efectivamente, sacaba todas sus cosas y para que impidiera otra pataleta.

El resto del día todo fue como una seda, de maravilla. ¡Me había librado de Nicole! Ni siquiera me importaba tener que limpiar el desastre que dejó, porque se había ido, ¡se había ido para siempre!

Vale. Hasta ahí el asunto de Nicole.

Volvamos al momento en que salía aquella noche por la puerta de atrás, etc., etc.

La farola de la esquina iluminaba el aparcamiento, pero las sombras eran alargadas. Caía una llovizna incesante y, sabiendo que la suciedad de la calle me estropearía la carrocería del coche, murmuré una palabrota. Además, empezaba a formarse una ligera niebla. Lluvia y niebla no es una buena combinación. Doy las gracias por no tener el pelo rizado, así nunca tengo que preocuparme en circunstancias como ésas.

Si alguna vez una tiene la oportunidad de ser testigo ocular de un acontecimiento que saldrá en las noticias, al menos querrá lucir su mejor aspecto.

Acababa de cerrar la puerta con llave y, justo al girarme, me percaté del coche estacionado en una esquina al fondo del aparcamiento. Era un Mustang blanco. Así que Nicole me estaba esperando. Jooder.

Enseguida estuve alerta y me sentí ligeramente alarmada. Al fin y al cabo, ya había visto cómo se ponía de violenta. Di un paso atrás, con la espalda tocando la pared, de modo que no pudiera sorprenderme por detrás. Miré a izquierda y derecha, esperando que de pronto saliera de la oscuridad y se abalanzara sobre mí. Pero no ocurrió nada, y entonces volví a mirar hacia el Mustang, preguntándome si esperaba a que yo saliera. ¿Qué pretendía? ¿Seguirme? ¿Intentar sacarme de la carretera? ¿Ponerse a mi altura y dispararme? Tratándose de ella, no descartaba ninguna posibilidad.

Con la lluvia y la niebla, era imposible ver si había alguien al volante del Mustang, pero entonces discerní una figura al otro lado del coche, y vi una cabellera rubia. Busqué el móvil en mi bolso y lo encendí. Si daba un paso en mi dirección, llamaría al 911.

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