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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

Morir de amor (13 page)

—De acuerdo, te lo diré claro —dije, con voz mesurada, concentrándome más en lo que había fuera del vehículo que en lo que había adentro—. ¿Cómo puedo confiar en que no volverás a hacerme daño? Cortaste y te largaste en lugar de decirme cuál era el problema, en lugar de intentar solucionarlo, o de darme a mí una oportunidad para solucionarlo. Mi matrimonio fracasó porque mi marido, en lugar de decirme que había un problema e intentar que trabajáramos juntos para solucionarlo, empezó a ir con otras. De modo que no tengo demasiado entusiasmo a la hora de crear una relación con alguien que no está dispuesto a hacer un esfuerzo para mantenerla y de reparar los desperfectos. Eso es lo que haces con un coche, ¿no? Así que mi lema es que un hombre tiene que cuidarme a mí tanto como cuida de su coche. Tú ni siquiera has hecho eso.

Guardó silencio mientras asimilaba lo que acababa de decirle. Yo creía que se pondría a discutir, a explicar cómo se veía la situación desde su perspectiva, pero no lo hizo.

—De modo que es una cuestión de confianza —dijo, finalmente—. Vale. Es algo a qué atenerse. —Me lanzó una dura mirada de reojo—. Eso significa que me verás a menudo. No puedo volver a ganar tu confianza si no estoy. Así que de ahora en adelante estamos juntos, ¿de acuerdo?

Yo pestañeé. De alguna manera no había previsto que él cogería el pretexto de una falta de confianza para decir que eso significaba que
tenía
que tener una relación con él para recuperar esa confianza. Os lo digo yo; había algo de diabólico en ese hombre.

—Eso que acabas de hacer es un pedo mental —le dije, con toda la amabilidad posible—. Que no confío en ti significa que no
quiero
estar contigo.

Él respondió con un bufido.

—Ya. Es por eso que cada vez que nos encontramos a una distancia en que nos podamos tocar, nos quitamos mutuamente la ropa de esa manera.

—Eso no es más que un desequilibrio químico. Una buena dosis de multivitaminas te lo quitará.

—Hablaremos de ello durante la cena. ¿Dónde quieres ir a comer?

Eso, distraédme con comida. Si no hubiera tenido tanta hambre, su truco nunca habría funcionado.

—Algún lugar con un buen aire acondicionado donde me pueda sentar y un camarero amable me traiga un margarita.

—Eso también me va bien a mí —dijo él.

Wrightsville Beach se encuentra, de hecho, en una isla, así que cruzamos el puente hacia Wilmington. Al cabo de nada, entrábamos con Wyatt en un restaurante mexicano lleno de gente, con el aire acondicionado puesto en «Frío» y con un menú anunciando un gran margarita. No sé cómo sabía de ese restaurante a menos que hubiera estado antes en Wilmington, que tampoco queda tan lejos. La gente va a la playa de la misma manera que los lemings hacen lo que sea que hacen los lemings. Hay muchas playas en Carolina del Norte, pero él probablemente habría recorrido la costa de arriba abajo en sus días de jugador de fútbol universitario, pasándoselo en grande. Yo había sido animadora y, desde luego, habíamos conocido casi todas las playas en el sudeste, desde Carolina del Norte hasta los cayos de Florida y volviendo por la costa del Golfo.

Se acercó un joven hispano con los menús y tomó nota de lo que queríamos para beber. Wyatt pidió una cerveza para él y un margarita con Cuervo Gold y hielo. Yo no sabía qué era Cuervo Gold, y no me importó. Supuse que era un tipo especial de tequila, aunque igual podría haber sido un tequila cualquiera.

El vaso en que lo trajeron no era un vaso, sino una jarra. Era enorme. No era del todo una jarra, pero tampoco lo llamaría vaso. Era como un gigantesco cuenco sostenido por un pie de copa muy delgado.

—Ay, ay —dijo Wyatt.

Yo lo ignoré y cogí el margarita con las dos manos. Todo el cuenco estaba muy frío, y tenía sal en el borde. Lo coronaban dos tajadas de lima y una pajita de plástico permitía tener acceso a su contenido.

—Será mejor que pidamos ahora —dijo.

Chupé de la pajita y tragué una cantidad considerable de margarita. El gusto a tequila no era demasiado fuerte, lo cual era una suerte. De otra manera, yo habría estado fuera de juego antes de acabar con la mitad.

—Quisiera unos burritos rancheros. De carne.

Era divertido verlo a él pedir lo que queríamos. Tomé otro trago con la pajita.

—Si te emborrachas —advirtió—, tomaré fotos.

—Te lo agradezco. Me han dicho que soy una borracha muy simpática. —No me lo habían dicho, pero él no lo sabía. De hecho, nunca me había emborrachado, lo cual probablemente significa que mi experiencia en la universidad no había sido del todo normal. Pero siempre tenía prácticas de animadora, o gimnasia, o algo inesperado como, por ejemplo, un examen, y no creía que aquello fuera una experiencia demasiado agradable con una resaca encima, así que paraba de beber antes de emborracharme.

El camarero trajo una fuente de chips de tortilla picantes y salado y dos platos con salsa, picante y normal. Yo le añadí sal a la mitad de los chips de tortilla y unté uno con la salsa picante, que estaba deliciosa y verdaderamente picante. Tres chips más tarde empecé a sudar y tuve que volver a echar mano de mi margarita.

Wyatt estiró un brazo y puso la jarra —el vaso— fuera de mi alcance.

—¡Oye! —dije, indignada.

—No quiero verte trompa.

—Me pondré trompa cuando quiera.

—Quiero hacerte unas cuantas preguntas más, y ése es el motivo por el que no quería que salieras de la ciudad.

—Ya puedes intentarlo, teniente. —Me incliné hacia adelante y recuperé mi margarita—. Para empezar, los que están a cargo del caso son los inspectores, no tú. En segundo lugar, yo sólo vi a un hombre que estaba junto a Nicole, un hombre que se alejó del lugar en un sedán negro. Ya está. Nada más.

—Que tú sepas —dijo, y volvió a quitarme el margarita justo cuando iba a ponerme la pajita en la boca para tomar otro sorbo—. A veces los detalles vienen días después. Por ejemplo, los faros delanteros del coche. O las luces traseras. ¿Las viste?

—No vi los faros —dije, segura, pero intrigada por la pregunta—. Las luces traseras… humm. Puede que sí. —Cerré los ojos y rebobiné mentalmente la escena. Apareció con detalles asombrosos y con imágenes muy vivas. En mi imaginación vi cómo pasaba el coche oscuro, y me quedé sorprendida al sentir que se me aceleraba el corazón—. La calle queda en ángulo recto con respecto a mí, recuerda, así que cualquier cosa será como una mirada de reojo. Las luces de atrás son… largas. No son de esas luces redondas. Más bien largas y delgadas. —Abrí los ojos de sopetón—. Creo que hay unos modelos de Cadillac que tienen ese tipo de luces.

—Entre otros —dijo él. Anotaba lo que yo decía en una pequeña libreta que, naturalmente, se había sacado del bolsillo, porque estaba doblada como una libreta de bolsillo.

—Me podrías haber preguntado esto por teléfono —observé, con tono mordaz.

—Lo habría hecho si hubieras contestado el teléfono —respondió él en el mismo tono.

—Oye, fuiste tú el que me colgó a mí.

—Estaba ocupado. Ayer fue un día de mierda. No tuve tiempo de preocuparme de tu coche, que, por cierto, no pude ir a buscar porque tú no te tomaste la molestia de dejarme las llaves.

—Ya lo sé. Quiero decir, en ese momento no lo sabía. Las encontré un poco más tarde. Pero en el periódico sólo se me nombraba a mí como testigo, y eso me puso nerviosa. Tiffany no hacía más que quejarse, así que alquilé un coche y me vine a la playa.

Él guardó silencio un momento.

—¿Tiffany?

—La chica playera que hay en mí. No he tenido vacaciones en mucho tiempo.

Me miró como si tuviera dos cabezas, o como si hubiera reconocido que tenía una doble personalidad, o algo así.

—¿Hay alguien más, aparte de Tiffany, que viva en ti?

—Bueno, no hay una chica de la nieve, si te refieres a eso. En una ocasión fui a esquiar. Casi esquié. Me probé esas botas, y son tan incómodas… No puedo creer que la gente se las ponga si no tienen a nadie apuntándoles a la cabeza con una pistola. —Tamborilée con los dedos—. Solía tener a Black Bart, pero él no ha aparecido desde hace tanto tiempo… Quizá fue un juego de cuando era una niña.

—¿Black Bart? ¿Él era el… pistolero que había en ti? —Había empezado a sonreír.

—No, era mi maniática interior que un día se volvería loca e intentaría matarte si le hacías daño a una de mis Barbies.

—Tienes que haber dado mucho miedo en el patio de la escuela.

—No hay que meterse con las Barbies de una chica.

—Lo tendré presente la próxima vez que me entren ganas de coger una Barbie y pisotearla.

Me lo quedé mirando, boquiabierta.

—¿De verdad harías una cosa así?

—No lo he hecho en mucho tiempo. Creo que me quité del cuerpo las ganas de pisotear Barbies cuando tenía unos cinco años.

—Black Bart te habría hecho mucho daño.

De pronto hizo un gesto como si recordara su libreta sobre la mesa y en su cara vi una expresión de desconcierto, como si no entendiera cómo habíamos llegado de las luces del coche a las Barbies. Sin embargo, antes de que reorientara la conversación llegó el camarero con nuestros platos y los dejó en la mesa advirtiéndonos que tuviéramos cuidado porque estaban calientes.

Gracias a los chips de tortilla no había desfallecido de hambre, pero todavía tenía un apetito voraz, así que eché mano de un burrito con una mano mientras aprovechaba su distracción para volver a hacerme con mi margarita con la otra. Ser ambidextra tiene sus ventajas. Tampoco es que pueda escribir con mi mano izquierda, pero no me cuesta nada recuperar margaritas que han sido secuestrados.

Como he dicho, la bebida no era fuerte. Pero había una gran cantidad. Cuando acabé mis burritos, me había bajado casi la mitad del margarita, y estaba muy feliz. Wyatt pagó la cena y me rodeó con un brazo cuando volvimos al todoterreno. No sé por qué. No caminaba haciendo eses ni nada. Ni siquiera me dio por cantar.

Me levantó hasta el asiento como si yo no fuese capaz de sentarme sola. Lo miré con una gran sonrisa y le puse una pierna encima.

—¿Tienes ganas de marcha, grandullón?

Él se atragantó al aguantarse la risa.

—¿Puedes seguir pensando en eso hasta que lleguemos a la cabaña?

—Puede que para entonces esté sobria y me acuerde de por qué no debería.

—Me la jugaré —dijo, y me besó suavemente—. Creo que puedo conseguirlo.

Sí, claro. Mi cuello. Él sabía lo de mi cuello. Ya veía que tendría que comprarme un cuello de cisne.

Cuando cruzamos el puente y volvimos a Wrightsville Beach, el tono festivo se había desvanecido y yo tenía sueño. Sin embargo, bajé de la camioneta por mi propio pie. Me dirigía a la entrada de la cabaña cuando Wyatt me levantó en vilo y me cogió en brazos.

—¿Sigue en pie esa oferta?

—Lo siento. Se ha ido la chispa. La lujuria inducida por el alcohol es siempre pasajera. —Wyatt me llevaba como si apenas se diera cuenta de lo que pesaba, que, por cierto, estando en forma y musculosa como estaba, es más de lo que se podría pensar. Pero él era veinticinco centímetros más alto que yo y también era musculoso, lo cual significaba que pesaría al menos unos treinta y cinco kilos más.

—Me parece bien. Prefiero que tengas ganas de mí sin estar trompa.

—Mi cerebro ha recuperado el control y mi razonamiento anterior todavía vale. No quiero tener relaciones sexuales contigo. —Qué manera de mentir. Tenía unas ganas locas de él, lo cual no significaba que tuviera que poseerlo ni que las cosas funcionaran entre los dos. Nuestra breve conversación no me había dado ningún tipo de seguridad, porque los actos importan mucho más que las palabras y una tarde juntos no arrojaba gran cosa.

—Te apuesto a que te hago cambiar de opinión —me dijo, al abrir la puerta, que estaba abierta porque yo había salido de prisa para escapar y él se había dado prisa para atraparme.

Una hora más tarde, tuve un pensamiento fugaz antes de dormirme. Sería mejor olvidarse de los cuellos de cisne. Para mantenerlo a raya, necesitaría toda una armadura.

M
e desperté durante la noche, con frío y desorientada. Que hiciera frío no tenía nada de raro, porque Wyatt había puesto el aire acondicionado de la ventana en posición «helado». Tal vez estaba soñando, porque me despertó bruscamente algo parecido a un disparo y, por un momento, no supe dónde estaba.

Quizá emití algún ruido, o di un respingo como a veces hacemos cuando algo nos asusta.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Wyatt, con una voz que enseguida estaba alerta, y se sentó en la cama. La pregunta me ayudó a salir de ese momento extraño. Lo miré en la oscuridad, y sólo alcancé a ver el perfil de su cuerpo recortado contra el fondo un poco más claro de la ventana. Estiré la mano y lo toqué, mi mano encontró la calidez de su vientre desnudo, justo por encima de la sábana que le llegaba hasta la cadera. Tocarlo fue como un gesto automático, una necesidad instintiva de contacto.

—Tengo frío —murmuré, y él volvió a tenderse. Me atrajo hacia sí y me tapó los hombros con la sábana. Apoyé la cabeza en su hombro y puse la mano sobre su vientre, consolada por la calidez y dureza de su cuerpo, por la palpable presencia suya a mi lado. No había querido dormir con él, quiero decir, no en el sentido literal, porque todavía intentaba desesperadamente conservar mis límites.

Pero me había quedado dormida en medio de la discusión y era evidente que él se había aprovechado de mi estado de incosnciencia. Sospechaba que se trataba de una táctica deliberada, a saber: agotarme con el sexo para que no pudiera mantenerme despierta. Pero ahora me alegré de tenerlo a mi lado durante la noche, estrechándome en sus brazos y dándome calor. Era exactamente lo que había querido de él antes, esta intimidad, su compañía, el vínculo. Ahora, la intensidad de mi bienestar en sus brazos era de temer.

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