Misterio del príncipe desaparecido (19 page)

Todos emprendieron la marcha. ¿Estaría Goon por aquellos parajes? Era de esperar que no se hubiese caído en el pantano durante la noche.

—¡A lo mejor se ha hundido hasta la cabeza y sólo asoma su casco a la superficie del pantano! —farfulló Bets con un escalofrío.

—Recuerda que no iba de uniforme —tranquilizóla Fatty—. Vamos, anímate. Un hombretón como Goon tardaría muchas horas en hundirse. Este pantano no es muy «cenagoso», al menos en pleno verano.

Pero cuando Pip intentó salirse una vez del camino hundióse al punto hasta las rodillas en agua lodosa. Excuso decir que el muchacho apresuróse a volver al sendero, exclamando:

—¡No pienso entretenerme buscando Flores de Goon por aquí! ¡No creo que crezcan en este fangal!

CAPÍTULO XXIII
EMPIEZAN A OCURRIR COSAS

El pantano era un paraje muy raro, intensamente verde y plagado de moscas. Ern estuvo a punto de volverse loco ante tal plaga y de volver locos a los demás con sus constantes manotadas y gruñidos para ahuyentarlas.

—Mirad —exclamó Fatty súbitamente—. Allí arriba hay una casa. En aquel altozano con árboles.

—¡Qué alegría me da ver árboles otra vez! —suspiró Daisy—.Ya casi ni me acordaba de como eran. Ern, cesa ya de dar manotazos. Entre los sobresaltos y el calor no puedo con mi alma.

—Sigamos por este senderuelo —propuso Fatty, deteniéndose ante una estrecha y sinuosa senda que arrancaba de la principal—. Según parece, discurre por detrás de aquel grupo de árboles con trazos de bosque, y desde allí podremos hacer un reconocimiento sin ser vistos. Si de veras los Pantanos de Raylingham «son» un escondrijo del jefe Tallery y los secuestradores del príncipe, no nos conviene que nos descubran.

Lo malo fue que les «descubrieron». Mientras descendían por el estrecho senderuelo que bordeaba el bosquecillo, procurando asentar bien los pies para no resbalar por la pendiente, surgieron dos hombres en un recodo del camino, hasta entonces invisibles por hallarse agazapados tras grandes matas de juncos.

Los chicos se detuvieron, alarmados y sorprendidos ante aquella súbita y silenciosa aparición. Los desconocidos tenían aspecto de campesinos corrientes, pero ambos llamaban la atención por sus oscuros ojos y por su raro acento extranjero.

—Hola —saludó Fatty, reaccionando—. ¡Nos han asustado ustedes!

—¿Qué hacéis en este peligroso pantano? —inquirió uno de los desconocidos—. No es propio para chicos.

—Hemos venido a buscar nuevas especies para nuestro álbum de historia natural —explicó Fatty—. No traspasamos ningún, límite. Este pantano es público.

—Pues da la casualidad que estáis traspasando un terreno —declaró el otro hombre, mirando a Fatty con sus centelleantes ojos oscuros—. Esta tierra pertenece a aquella alquería de allí arriba. ¿La ves?

—Sí —respondió Fatty—. De todos modos, no hacemos daño a, nadie. Puesto que hemos llegado hasta aquí, seguiremos adelante hasta llegar al otro extremo.

—Por aquí, no —repuso el primer hombre, interceptando el camino para cortar el paso a Fatty—. Volved al camino principal. Te repito que estáis traspasando los límites de una finca particular.

—¿Y por qué no podemos seguir por este camino? —profirió Fatty impacientemente—. ¡Cualquiera diría que tienen ustedes algo que ocultar!

—¡Mirad! —exclamó Larry de repente, señalando hacia el cielo—. ¿Qué es aquello? ¡Parece un helicóptero! ¡Cáspita! ¡Supongo que no piensa aterrizar en el pantano! ¡Se hundiría en el lodo!

Uno de los hombres gritó algo a su compañero en un idioma extranjero. Ambos levantaron la vista al helicóptero. Luego, el primero empujó firmemente a Fatty para obligarle a retroceder.

—No estoy para tonterías —gruñó—. Haced lo que os he dicho, chicos. Volved al camino principal y, a ser posible, alejaos de este pantano; ¿eh?

Fatty estuvo a punto de caerse en el agua remansada a un lado de! sendero. Entonces, Ern, encolerizado de que alguien se hubiese atrevido a tocar a su admirado Fatty, dio un violento empujón al hombre, y éste, perdiendo el equilibrio, cayóse de cabeza a! pantano.

—Tú quieto, Ern —reconvino Fatty, enojado—. ¿Qué conseguiremos con esto? ¡Meternos en un lío! ¡Dad todos media vuelta y retrocedamos al camino principal!

El hombre derribado en las aguas del pantano salió de allí como pudo y, hecho un basilisco, gritó unas órdenes a su compañero en su ininteligible idioma extranjero.

—Venid con nosotros —ordenó el segundo hombre a Fatty, ¿oyes? Abrid la marcha por esta estrecha senda. ¡Os demostraremos que teníamos motivos para advertiros que os estáis metiendo donde no os llaman!

El helicóptero seguía revoloteando sobre sus cabezas. Súbitamente, los hombres parecían tener mucha prisa. Tras obligar a los muchachos a pasar delante, les acuciaron a apretar el paso.

Todos caminaban en silencio. Fatty reflexionaba profundamente. Aquel helicóptero estaba a punto de aterrizar. Pero ¿dónde? A buen seguro, había un pequeño campo de aterrizaje desbrozado para el caso por allí cerca. ¿A quién iba a llevarse aquel artefacto? ¿Al príncipe? Según eso, el muchacho aún seguía allí. Saltaba a la vista que se preparaba algún acontecimiento. De lo contrario, aquellos hombres no habrían estado al acecho en el camino.

Los dos desconocidos apremiaron a los chicos en silencio. Bets avanzaba al lado de Fatty, muy asustada. Ern tenía tanto miedo que ya no se acordaba de espantar las moscas. Entretanto, el helicóptero seguía planeando, en espera de alguna señal para aterrizar.

Al doblar un recodo, los chicos encontráronse en un gran corral, con varios cerdos en una pocilga y numerosas gallinas picoteando acá y acullá. De pronto, todo cobraba un aspecto rústico y acogedor. Unos patos graznaban en un estanque, y un caballo levantó la cabeza de un abrevadero para contemplar al pequeño grupo.

Al fondo del patio alzábase una enorme alquería. Sus altas chimeneas indicaban que era un edificio muy antiguo, probablemente de la época isabelina. En el muro de la casa, a poca distancia de los muchachos, había una puertecita. Los hombres condujeron a los chicos hacia ella y les obligaron a franquearla, apremiándoles a empujones.

Tras recorrer un largo pasillo, subieron todos por un angosta y sinuosa escalera hasta llegar a otro pasillo con viejos y desiguales tablazones de madera. El lugar estaba muy oscuro y Bets sentíase intranquila y recelosa. La pequeña deslizó la mano en la de Fatty y éste se la oprimió con fuerza.

Por fin llegaron ante una puerta.

—Entrad —ordenó el hombre que abría la marcha.

Cuando el hombre se disponía a marcharse, dejándolos allí encerrados, Fatty interpuso un pie en el umbral de la puerta, aventurando estas palabras:

—¿A qué viene todo esto? Su proceder puede costarles a ustedes muy caro. Somos simplemente un grupo de amigos de paseo por el campo. ¿Por qué todo este misterio?

—Estaréis ahí uno o dos días —declaró el hombre—. Tenemos motivos para encerraros. Habéis venido en un momento muy inoportuno. Sed sensatos y no os sucederá nada.

Y apartando el pie de Fatty con una brusca patada, cerró la puerta de golpe. Los seis amigos percibieron la llave girando en la cerradura. Luego, los rápidos pasos de los dos hombres alejáronse por el pasillo.

Fatty echó una desesperada mirada circular a la habitación. Era una estancia pequeña y oscura, revestida de paneles de roble. En ella había una ventanita provista de cristales deslustrados. El muchacho corrió a asomarse por ella. Estaba a mucha altura. Nadie podía saltar de allí sin exponerse a lastimarse.

—¿Qué es todo esto, Fatty? —preguntó Ern, angustiado—. ¡«Sorrible»!

—¿Quieres que te diga lo que pienso? —susurró Fatty—. Creo que el príncipe Bongawah fue traído y escondido aquí cuando le secuestraron de su coche. Sin duda, ha estado prisionero en este lugar mientras sus secuestradores tramaban la forma de llevárselo del país. ¡Eso explica lo del helicóptero! Aterrizará en estos alrededores, el príncipe será obligado a subir a bordo... ¡y nadie volverá a saber nada de él!

—No me gusta oírte decir eso —musitó Bets estremeciéndose—. ¿Qué vamos a hacer, Fatty? ¿Crees que nos maltratarán?

—No lo creo —tranquilizóla Fatty—. Probablemente constituimos un engorro para ellos, pero estoy seguro de que están convencidos de que somos sólo un grupo de chicos excursionistas. No tienen idea de que andamos buscando al viejo Goon, ni de que sabemos todo lo que pasa por aquí.

—Pero, ¿qué vamos a «hacer»? —insistió Bets—. No me gusta este lugar. Quiero salir de aquí.

—Ya vuelve a oírse el helicóptero —observó Pip—. Parece que está más cerca. Seguramente se dispone a aterrizar.

—¿Crees que el señor Goon está prisionero también? —preguntó Larry—. No hemos visto ni rastro de él. A lo mejor ni siquiera vino a los Pantanos de Raylingham.

—Quizá no —murmuró Fatty dirigiéndose a la puerta.

Ésta estaba cerrada con llave. El chico la examinó. Era una puerta vieja, pero recia y fuerte. ¡Imposible derribarla!

—¿Por qué no intentas poner en práctica ese truco que tú sabes para abrir puertas cerradas con llave? —propuso Daisy de repente—. Queda un buen espacio debajo de la puerta. No creo que te costara mucho.

—Eso es precisamente lo que estaba pensando —masculló Fatty—. Lo único que necesito es un periódico o una hoja grande de papel, y hoy no he tenido la precaución de traerme un periódico. ¿En qué estaría pensando?

—Yo llevo una revista infantil —declaró Ern inesperadamente—. ¿Serviría? ¿Qué te propones hacer, Fatty?

—Salir por esta puerta cerrada con llave —respondió Fatty ante el asombro de Ern.

—Buena tarea —exclamó éste, complacido.

Y tomando la revista, extendió la hoja doblada por la mitad y deslizóla cuidadosamente por debajo de la puerta, procurando dejar sólo un extremo de su lado. Ern le observaba, desconcertado. ¿En qué consistiría aquel procedimiento?

Fatty sacóse un pequeño estuche de piel del bolsillo. En su interior había una porción de curiosos y diminutos instrumentos, amén de un pequeño rollo de alambre. Fatty tomó el alambre y lo enderezó.

Luego, introduciéndolo en el ojo de la cerradura, procedió a hurgar la llave suavemente. Por fin, al impulso de una brusca y hábil sacudida, la llave saltó de la cerradura y cayó al otro lado con un golpe seco.

Ern contemplaba todas aquellas manipulaciones con la boca abierta. Por más que se esforzaba, no acertaba a comprender en qué pararía todo aquello. En cambio los demás sabían a qué atenerse. ¡No era la primera vez que habían visto a Fatty poniendo en práctica aquel truco!

—Confío en que habrá caído sobre el papel —murmuró Fatty, inclinándose a tirar de la hoja de papel.

Poco a poco, ésta fue asomando por debajo de la puerta y, al fin, sobre su segunda mitad apareció la codiciada llave. ¡Fatty había logrado su objetivo! ¡Ya tenían la llave en su poder!

—¡Cáscaras! —exclamó Ern con mirada desencajada—. ¡Eres único, Fatty! ¡Un verdadero genio!

—¡Silencio, Ern! —cuchicheó Fatty.

E introduciendo la llave en la cerradura, abrió la puerta. ¡Ya estaban libres!

CAPÍTULO XXIV
FATTY HACE UNA BUENA FAENA

—Escuchad —susurró Fatty—. No me parece prudente que salgamos todos de aquí. Somos tantos, que seguramente nos descubrirían. Propongo lo siguiente: salir yo solo y hacer un buen reconocimiento. Si veo un teléfono, llamaré inmediatamente al Inspector Jefe para rogarle que mande hombres aquí cuanto antes.

—¡Ooooh, «sí»! —exclamó Bets, alborozada ante la idea de que los sacaran de aquel lugar.

—Después intentaré buscar al príncipe, aunque me temo que no estaré a tiempo de impedir que se lo lleve el helicóptero, si de veras los secuestradores se proponen despegar en seguida.

—¿Y Goon? —inquirió Larry—. ¿Piensas buscarle?

—Naturalmente —asintió Fatty—. Pero de momento lo más importante es tratar de ponerse en contacto con el jefe y retrasar el vuelo del príncipe. Vosotros aguardad aquí quietos. Temo que tendré que encerraros otra vez por si acaso pasa alguien por delante y ve la puerta abierta. Pero, si conviene, ya sabes cómo salir, ¿verdad, Larry? No tenéis por qué preocuparos.

—¿V si viene alguien y descubre que no estás con nosotros? —sugirió Bets, súbitamente alarmada.

—No creo que se den cuenta —repuso Fatty—. ¡Estoy seguro de que ni siquiera nos han contado! Bien, ¡hasta luego!

—¡Hasta luego! —cuchichearon los demás—. ¡Buena suerte!

Tras cerrar cuidadosamente la puerta tras sí y dejar la llave en la cerradura, Fatty desapareció por el pasillo, extremando las precauciones. ¡Por pura casualidad habían llegado en el momento culminante y era cuestión de no desperdiciar aquella magnífica ocasión!

¡El teléfono! Lo más esencial era dar con él. ¿Dónde estaría? Seguramente, abajo en el vestíbulo. Eso imposibilitaba todo intento de utilizarlo sin ser sorprendido.

De pronto, Fatty tuvo una idea. A veces, la gente mandaba instalar un aparato supletorio en su habitación. Su madre, por ejemplo, tenía teléfono en su dormitorio para poder encargar cosas a las tiendas o charlar con sus amigas cuando estaba resfriada.

«Cabía», pues, la posibilidad de que hubiese uno en un dormitorio de la casa. Fatty decidió comprobarlo. En caso afirmativo, aquello facilitaría mucho las cosas.

Atisbó primero en una habitación y luego en otra. Las dos estaban lujosamente amuebladas teniendo en cuenta que la casa era una simple alquería. Fatty atisbó desde la puerta de la segunda.

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