Misterio del príncipe desaparecido (18 page)

El señor Goon quedóse boquiabierto, sin saber «qué» decir. Al parecer, el mensaje que le había comunicado Ern de parte de Fatty no era un cuento de hadas, sino algo absolutamente real. ¿Sería verdad aquella historia del príncipe y el cochecito y la nueva noticia que acababa de comunicarle Fatty sobre la suplantación de un gitano?

—¿Agente Goon? —inquirió la voz del comunicante con impaciencia—. ¿Sigue usted ahí? ¿Ha oído usted lo que le he dicho?

—¡Ah, sí! —jadeó Goon sintiéndose súbitamente como si hubiese recorrido una milla de distancia—. Gracias. Eso es muy interesante. Ya... ya reflexioné sobre ello... y mandaré mi informe cuanto antes.

—De acuerdo, buenas noches —dijo la voz.

Y su propietario colgó el receptor.

Por segunda vez aquella noche Goon desplomóse en su sillón y, llevándose las manos a la cabeza, lanzó un lastimero gemido. ¿Por qué no habría informado al jefe de todo lo que Ern le había dicho? Al presente, otro agente había obtenido la información, adelantándose a él. Súbitamente, Goon empezó a sospechar que tal vez no tendría tanto talento como se figuraba.

«Primero metí la pata telefoneando al jefe para contarle aquella bobada de la princesa Bongawee —pensó el infeliz—. Luego «me abstuve» de informarle de la huida del príncipe en la cuna de los mellizos. ¡Ahora comprendo por qué esos chicos fueron a la Feria! ¡Para tratar de localizar a los mellizos y a su madre!

Tras permanecer un rato vacilando, el policía recordó el último detalle que Fatty acababa de decirle: la suposición de que el «verdadero» príncipe estaba en los Pantanos de Raylingham.

¿Sería verdad esto? ¿De veras suponía el chico semejante cosa? El señor Goon no sabía qué partido tomar. ¿Se atrevería a telefonear al jefe para informarle de ello? ¿Y si luego resultaba que no existía aquel lugar o surgía algún otro inconveniente?

El señor Goon empezó a ponerse nervioso. De pronto procedió a pasearse por la estancia entre gemidos y lamentaciones. ¡Perdería el puesto de policía si no procuraba hacer algo especial en seguida!

Por fin, tomando un mapa de la comarca, buscó los Pantanos de Raylingham. En efecto, existía aquel lugar. ¿Qué habría allí, sólo pantanos o algún poblado? ¡A lo mejor era un paraje desierto!

«No hay más que una alternativa —decidió al fin el señor Goon—. Ir a ese lugar. Vamos a ver, ¿qué hora es? Según parece, hay una estación de ferrocarril a una o dos millas de allí. ¿Podría tomar algún tren?»

El hombre consultó el horario en la guía de ferrocarriles. Había un tren, el último del día, en el plazo de tres cuartos de hora. El señor Goon llegó a la conclusión de que debía darse prisa si de veras deseaba tomarlo.

Despojándose de uniforme, vistióse de paisano. No era aconsejable ir a acechar un escondrijo vestido de uniforme. Así, pues, el policía se puso unos enormes pantalones de franela gris, un jersey también gris con sendas franjas amarillas en el cuello inferior, y una gorra. Tras completar su atuendo con una holgada americana de «tweed», el hombre miróse en el espejo.

¡Nadie diría que soy un agente de policía —se dijo—. ¡También yo puedo permitirme el lujo de disfrazarme alguna vez! ¡Parezco un excursionista! Meteré unos bártulos en una mochila para completar mi caracterización.»

Tuvo el tiempo justo de tomar el tren. Éste llegó puntualmente a la estación inmediata a los Pantanos de Raylingham, la estación de Raylingham, un apacible lugar con un solo empleado que hacía las veces de mozo, de revisor de billetes y de todo lo imaginable en una estación.

El hombre pareció sorprenderse al ver apearse al señor Goon del último tren.

—¿De veras deseaba usted apearse aquí, amigo? —inquirió—. ¿No se habrá equivocado de estación.

—No —repuso el policía—. Soy un... un excursionista. Vengo de excursión.

—Pues le aconsejo que no ande usted por los pantanos a estas horas de la noche —dijo el mozo, desconcertado.

—¿Hay casas en los pantanos? —preguntó Goon.

—No muchas —respondió el empleado—. Sólo dos. Una de ellas es una alquería, situada en un altozano; la otra, una casa muy grande que, al decir de la gente, pertenece a unos extranjeros.

«¡Ah! —pensó Goon—. Ésa es la casa que busco. Iré allí como sea a echar un .vistazo. A lo mejor encuentro al príncipe. Hasta es posible que logre rescatarlo.»

Ya se imaginaba con el príncipe a cuestas atravesando peligrosos pantanos y lo que era más, magníficas fotografías suyas y del príncipe en todos los periódicos, con titulares como éste: «Un valiente policía rescata a un príncipe secuestrado.»

Alejándose en la penumbra de la apenas iluminada estación, el señor Goon salió a la oscuridad del exterior. Junto a la salida había una vereda. El hombre optó por seguirla con la máxima cautela. ¡Sin duda conduciría a alguna parte!

El mozo le vio partir, mudo de asombro.

«¡Qué tipo más raro! —se dijo el empleado—. ¡Apuesto a que le falta un tornillo! ¿A quién se le ocurre ir de excursión a los pantanos a estas horas de la noche? ¡La policía debiera enterarse de «su» presencia aquí y vigilar sus andanzas.

Pero nadie vigilaba al intrépido y valiente señor Goon. Estaba solo, absolutamente solo, entre las sombras de la noche.

CAPÍTULO XXII
DESAPARICIÓN DEL SEÑOR GOON

Entretanto, Fatty no hizo nada aquella noche, excepto consultar el mapa para comprobar la existencia de los Pantanos de Raylingham, que en efecto, existían, según le constaba ya al señor Goon. Fatty examinó el mapa atentamente.

«Creo que podría llegar a los pantanos por esta pequeña elevación de terreno —pensó—. Al parecer, el mapa marca un camino o sendero, así como dos edificios, uno a un extremo del pantano y otro en medio. Hay también una estación. Pero no pienso ir en tren. Llamaría demasiado la atención.»

Por último el muchacho decidió acostarse y madurar la idea con una buena noche de sueño. Aguardaría a la mañana siguiente para contárselo a los demás. Estaba demasiado cansado para seguir «correteando» aquella noche y, por otra parte, no tenía intención de perderse en unos pantanos desconocidos en la oscuridad de la noche.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, sonó el teléfono. Tras atender a la llamada, la doncella acudió a decirle:

—Es para usted, señorito, de parte del inspector Jenks.

Fatty dio un respingo.

—Supongo que no te habrás metido en otro lío, Federico —murmuró su padre, mirándole fijamente.

—Creo que no, papá —masculló Fatty.

Encaminándose precipitadamente al vestíbulo, preguntándose qué diablos desearía el jefe a aquella hora de la mañana.

—¿Eres tú, Federico? —preguntó la enérgica voz del jefe—. Oye, Goon ha desaparecido. ¿Sabes algo de esto?

—¡Cáscaras! —exclamó Fatty, sorprendido—. No, señor. No sé una palabra. Le vi ayer a primera hora de la noche... porque di parte de la desaparición de mi bicicleta y él me la restituyó. Nada me indujo a sospechar que iba a desaparecer.

—Pues ha desaparecido —confirmó el Inspector Jefe con enojo—. Como esta mañana no contestaba al teléfono, envié un hombre a su casa y éste ha informado de que Goon ha desaparecido, dejándose el uniforme en su cuarto.

—¡«Es» capaz de haber desaparecido en pijama, como el príncipe! —exclamó Fatty, aún más desconcertado.

—Lo ignoro —repuso el jefe—. No creo que nadie pudiera tener interés en secuestrar a Goon, y menos de su propia casa. Es muy raro. ¿Estás seguro de que no sabes nada del asunto, Federico? Por lo regular sabes muchas más cosas que la mayoría de la gente.

—No, señor —replicó Fatty muy perplejo—. Le aseguro que no sabía que se hubiese ido, ni que intentase ir a ninguna parte. No sé a qué atribuirlo.

—Bien, no puedo entretenerme más —suspiró el jefe—. Si se te ocurre alguna idea telefonéame. Adiós.

Antes de que Fatty pudiera contestarle, el jefe colgó el receptor. Fatty quedóse mirando el suyo, sin volver en sí de su asombro ante semejante noticia.

«¡Goon desaparecido! —se dijo—. Probablemente se marchó después de mi visita. Cuando le vi había anochecido ya, e iba de uniforme. Sin duda cambióse de indumentaria. ¡Cáscaras! ¡No creo que se le ocurriese salir en pijama como el falso príncipe! ¡Todo esto es muy raro!»

Y sin acordarse de que aún no había terminado de desayunar, Fatty fue en busca de su bicicleta para dirigirse a casa de Larry.

Este se sorprendió al verle tan temprano.

—Ahora no podemos perder el tiempo hablando —advirtió Fatty—. Tú y Daisy venid conmigo a casa de Pip. Hay muchas novedades.

Así era, en efecto. Los otros cuatro Pesquisidores escucharon, estupefactos, toda la historia aportada por el chico de la caravana la noche anterior.

—Como veis —concluyó Fatty—, Sid no nos engañó. Efectivamente, había un chico escondido en la cuna y ahora sabemos por qué se ocultaba y por qué fingía ser el príncipe.

—Pero ignoramos dónde han escondido al verdadero príncipe —lamentóse Pip.

—Bien, es posible que también sepamos algo de esto —declaró Fatty—. El gitano me dijo que su tío, el jefe Tallery, estaba en los Pantanos de Raylingham, y como ese hombre estaba complicado en el secuestro y utilizó a su sobrino Rollo para suplantar al verdadero príncipe, es muy probable que éste se halle allí también. Seguramente hay un buen escondrijo en aquellos pantanos.

—Aprovechaste mucho el tiempo anoche —ensalzó Pip—. ¿A qué hora regresaste?

—Tarde, a primera hora de la noche —respondió Fatty—. Para colmo, no llevaba luz en la bicicleta y Goon me sorprendió.

—¡Cielos! —exclamó Bets, alarmada—. ¿Fue a quejarse a tus padres?

—No —sonrió Fatty—. No me reconoció. ¿Olvidas yo iba disfrazado de vagabundo?

Y les contó cómo Goon habíale arrebatado la bicicleta y cómo él habíala recuperado. Los otros se desternillaron de risa.

—Eres «único», Fatty —elogió Daisy, con la máxima convicción—. ¿Alguna noticia más? ¡Pareces una agencia de información!

—Sí, he reservado la noticia bomba para el final —profirió Fatty—. ¡Goon ha desaparecido! Según el Inspector Jefe, esta mañana no ha podido ser localizado en ningún sitio, y se fue sin uniforme. ¿Dónde se habrá metido ese hombre?

Nadie tenía idea. El asombro de los muchachos fue en aumento al oír esta última noticia.

—¿No será otro secuestro? —sugirió Larry.

—No sé «qué» pensar —murmuró Fatty—. Anoche, cuando fui a por mi bicicleta, el hombre no parecía dispuesto a salir de casa.

—¿Recuerdas si le hablaste de los Pantanos de Reylingham? —intervino Bets—. En tal caso, a lo mejor se dirigió allí con el mero fin de tomarte la delantera, Fatty. Pero supongo que no le dijiste nada.

—Recuérdalo —dijo Larry.

Fatty se incorporó.

—¡Eres maravillosa, Bets! —exclamó al fin—. Como de costumbre, has dado en el clavo. Sí, en efecto: «le hablé» de los pantanos, pero, entre una cosa y otra, se me había olvidado por completo ese detalle. ¡No cabe duda! ¡Allí está!

—¿«De veras» lo crees así? —interrogó Bets, radiante de satisfacción ante la alabanza de Fatty.

—Estoy seguro —contestó Fatty—. ¡Pero sabe Dios lo que le ha sucedido! ¿Tienes una guía de ferrocarriles, Pip? No creo que fuera en bicicleta tan lejos, y, por otra parte, no circulan autobuses a esa hora de la noche. Pero a lo mejor había un tren.

—¡Ya está todo explicado! —exclamó Fatty, jubilosamente—. ¡Sin duda en cuanto me marché se vistió de paisano y corrió a tomar el tren en busca del príncipe a los Pantanos de Raylingham!

—¡Sin decir una palabra a nadie! —coreó Pip—. ¡Qué hombre!

—¿«Qué» piensas hacer? —inquirió Daisy.

Fatty reflexionó unos instantes.

—Prefiero no decir nada de esto al jefe —dijo al fin—. No creo que se aventurase a enviar un pelotón de hombres a explorar los pantanos en busca de Goon, a menos que tuviera la absoluta certeza de su presencia allí. ¡Iremos nosotros!

—¿Todos? —exclamó Bets gozosamente.

—Todos —corroboró Fatty.

—¿Incluso Ern? —preguntó Bets, señalando hacia el sendero del jardín.

Todos miraron en aquella dirección. Ern ascendía por la calzada... solo, afortunadamente.

—No creo que haya inconveniente en que Ern nos acompañe —accedió Fatty—. Cuantos más seamos, mejor lo pasaremos. Fingiremos ser un grupo de excursionistas en busca de raras especies de flores y pájaros de pantano.

—Yo buscaré la Flor de Goon —propuso Bets con un cloqueo—. Y tú puedes buscar el Pájaro Ahuyentador, Pip.

—¡Hola, amigos! —exclamó Ern apareciendo por el recodo del seto—. ¿Cómo andan las cosas? ¿Las hay?

—Sí, muchas —asintió Bets—. Pero no podemos entretenernos en explicártelas ahora, Ern.

—«Esapena» —murmuró Ern, desilusionado—. ¿A qué viene tanta prisa?

—Puedes acompañarnos si quieres y te lo contaremos por el camino —decidió Fatty—. Supongo que no has dejado a Sid y a Perce apostados delante del portillo, Ern, porque «no» pensamos llevárnoslos también.

—He venido solo —aseguró Ern—. Perce ha ido a comprar un poco más de cuerda para la tienda porque anoche se nos cayó encima. Y Sid ha ido a comprarse guirlache.

—¿«Guirlache»? —exclamaron todos a una, asombrados—, ¿Y por qué no «toffee»?

—Al parecer, Sid se ha cansado de él de repente —explicó Ern—. Es curioso. Nunca había hecho nada igual.

—¡Pues aún es peor el guirlache! —profirió Bets—. ¡Estropea mucho los dientes! ¡«Esapena»!

—Procura no pillar la enfermedad de Ern —bromeó Pip, sonriendo a su hermana.

—¿Qué enfermedad? —exclamó Ern, desconcertado—. No tengo granos ni nada.

—No hay tiempo que perder —interrumpió Fatty—. Iremos al pueblo a comprar sándwiches, bollos y bebidas, porque no creo que podamos prepararnos la comida. Luego tomaremos el autobús que va al este de los pantanos y el resto del camino lo recorreremos a pie.

Dejaron sus bicicletas en casa de Pip y fueron a por la comida. A poco, tomaron el autobús de Raylingham. Fatty prohibióles hablar de temas relacionados con el misterio.

—A lo mejor, algún pasajero del autobús está enterado del asunto y no nos conviene divulgar nuestros secretos —recomendó el muchacho.

Se apearon del autobús en la orilla de los pantanos. Durante todo el trayecto habían hablado tan alto de flores y pájaros que el conductor no abrigaba ninguna duda respecto a sus intenciones.

—No os pasará nada si no os salís de los caminos —les dijo—. ¿Veis aquel de allí? Conduce directamente al centro del pantano. Veréis otros senderos secundarios, pero tened cuidado: no elijáis uno demasiado estrecho.

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