Misterio del príncipe desaparecido (16 page)

—Smith —apresuróse a contestar Fatty, recordando que la mayoría de los gitanos se llamaban Smith—. Jack Smith.

—Si aguardas a que esta tanda termine su paseo, te llevaré —prometió el hombre—. Aunque a lo mejor no están en este momento. Esta tarde he visto salir a la abuela y a la señora Tallery.

—De todos modos, le agradecería que me acompañase —instó Fatty—. ¡Puede usted decirles que conozco al jefe Tallery!

CAPÍTULO XIX
ROLLO HABLA POR LOS CODOS

El hombre de las barcas llevó a Fatty a la caravana vende y amarilla. Ante ella había una vieja sentada en una combada silla de mimbre que crujía bajo su peso. La mujer llamaba a grandes voces:

—¡Rollo! ¿Dónde se habrá metido ese condenado chico? ¡Cuando le pille, le baldaré las costillas!

—Hola, abuela —saludó el hombre de las barcas, acercándose—. ¿Ya ha vuelto a marcharse ese tunante de Rollo? Si le veo, le daré un sopapo y se lo mandaré a usted. Es el chaval más perezoso que he conocido en mi vida.

—¡Y que lo diga! —gruñó la abuela—. Su tía ha ido al pueblo y, antes de marcharse, le dijo que limpiara todas las ventanas y cristales de la caravana. ¡Están tan sucios que no puedo hacer calceta ahí dentro!

—Entonces, reparando en Fatty, la mujer inquirió:

—¿Quién es éste? No le conozco. ¿Quiere ver al jefe Tallery? No está aquí. No volverá hasta dentro de unos días.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó Fatty—. Tenía muchos deseos de verle.

—Es un amigo suyo —explicó el hombre de las barcas a la abuela. Se llama Smith.

Y volviéndose a Fatty, agregó:

—Puedes sentarte a charlar un rato con esta señora. ¡Estará encantada! ¿Qué llevas en el zurrón? ¿Algo que pueda interesarla? Yo me vuelvo a mis columpios.

Fatty abrió su zurrón y empezó a sacar frascos y botes. La abuela los contempló un momento y, cloqueando como una gallina, exclamó:

—¡Ja, ja, ja! ¿Conque te dedicas a ese ramo, eh? ¡Agua teñida y polvos coloreados! Mi padre se dedicaba a lo mismo y le resultaba lucrativo. Ya puedes volver a meterlo todo en tu zurrón, muchacho. No necesito esos chismes. ¡Soy demasiado vieja y experimentada para caer en esas trampas!

—No pensaba tratar de venderle ninguno de mis productos, abuela —aseguró Fatty, adoptando una voz muy parecida a la de Ern—. ¿Cuándo dijo usted que regresaría la señora Tallery?

—¡Nunca sé a qué atenerme! —gruñó la abuela, enojada—. Siempre anda de la Ceca a la Meca. Tan pronto está aquí como se marcha dejándome sola días y días. Sin ir más lejos, hace unos días se fue a no sé dónde, y ha vuelto sin dar explicaciones.

Fatty aguzó los oídos. Aquella señora Tallery. ¿no sería la mujer de la caravana... la mujer de los mellizos?

—¿Cuántos hijos tiene? —inquirió Fatty.

—Ella y el jefe Tallery nunca tuvieron hijos —declaró la abuela—. Por eso adoptaron a Rollo, aunque nunca he comprendido cómo se les ocurrió hacerse cargo de un diablo como ése. Su madre tiene otros once chicos y, naturalmente, se alegró mucho de librarse de él.

—Se comprende —comentó Fatty como aquel que está al cabo de la calle de todo.

En el momento en que se disponía a formular otras pocas preguntas, reapareció el hombre de las barcas llevando de la oreja a un morenillo gitanillo.

—Aquí le traigo a Rollo, abuela —dijo el hombre—. ¿Qué quiere usted, que le obligue a limpiar los cristales o que me lo eche a la rodilla y le dé una tunda primero?

—¡No! —protestó Rollo, tratando de escabullirse—. ¡Ya haré los cristales, so bruto!

El hombre de las barcas zarandeóle violentamente. Luego, lanzando una sonora carcajada, se alejó una vez más. Fatty observó al irritado muchacho. No era muy robusto (por el estilo de Pip), y su ceñuda expresión conferíale un aire muy perverso y desagradable. La abuela le dio un buen rapapolvo, profiriendo una serie interminable de indignadas reconvenciones. Pero el chico limitóse a dirigirle una burlona mueca.

Luego fue a buscar un cubo de agua y una gamuza, con el evidente fin de limpiar los sucios cristales de las ventanas. La abuela levantóse trabajosamente para subir a la caravana.

—Tengo frío —manifestó—. Vigila un momento a ese chico, ¿quieres? ¡Si cesa de trabajar, llámame!

Fatty ayudó a la anciana a subir la escalerilla de la caravana. La mujer pareció sorprenderse de la atención.

—¡Caramba! —exclamó—. Mi hijo, el jefe Tallery, no suele tener amigos como tú. ¡Es la primera vez que uno de ellos me ayuda a subir la escalerilla!

Dicho esto, la mujer desapareció en el interior de la sucia y maloliente caravana. Entre tanto, el chico, sin desarrugar el ceño, roció los cristales con el agua del cubo, dejándolos tan mojados y borrosos que aún cobraron un aspecto más mugriento que antes.

Fatty aguardó que el muchacho diese fin a su tarea.

Rollo vació el cubo, arrojó la gamuza debajo de la caravana e hizo una mueca a Fatty.

—Toma —dijo éste, sacándose unas monedas del bolsillo—. Tengo hambre. Ve a comprarme algo con este dinero y, cuando lo traigas, nos lo repartiremos. ¡Vamos, date prisa!

—De acuerdo —accedió el chico con expresión huraña.

Y tomando el dinero se marchó. A poco, volvió con dos empanadas, cerveza de jengibre, y cuatro enormes tartas de fruta.

—¿Eres amigo de la abuela? —preguntó el muchacho, sentándose al lado de Fatty—. Es una regañona de espanto. Prefiero a mi tía. «Ella» no está por tonterías.

—¿Creo que tienes muchos hermanos y hermanas, verdad? —inquirió Fatty, comiéndose la empanada, a pesar de comprobar que ésta estaba seca y algo rancia.

—Sí, once —respondió Rollo—. Los menores son mellizos. Se pasan el día berreando.

—¿«Mellizos»? —exclamó Fatty, al punto—. ¿Qué edad tienen?

—No sé —gruñó Rollo—. Todavía no andan. Hace poco se vinieron con mi tía porque mi madre se puso enferma.

—¿Aquí? —exclamó Fatty, mascando a dos carrillos—. ¡Nunca habría dicho que hubiese sitio para todos vosotros en esta caravana!

—Sólo estuvieron un día aquí —aclaró Rollo—. Entonces mi tía alquiló una caravana en el Campamento Escolar y los llevó allí.

Fatty siguió masticando a más y mejor, pero, de pronto, sus ojos centellearon en su tiznado semblante. ¡Ajá! ¡Por fin se hallaba sobre la pista! ¡De modo que la tía era la mujer de la caravana y los hermanitos gemelos de Rollo, los mellizos de la cuna sospechosa!

—Déjame recordar... —murmuró Fatty—. Los mellizos se llaman Marge y Bert, ¿no es eso?

—Exacto —asintió Rollo—. Conoces bien a la familia. Están Alf, George, Reenie, Pam, Doris, Mil lie, Reg, Bob, Doreen... y Marge y Bert.

—¿Y tú eres el expulsado, eh? —comentó Fatty, contemplando las tartas de fruta sin decidirse a tomar una.

—¡Arrea! —protestó Rollo, indignado—. ¿Quién te ha dicho que me expulsaron? ¿Por qué crees que el jefe Tallery me eligió «a mí» entre todos? Pues para que lo sepas, «ahí va»: ¡porque sé hacer comedia porque tengo talento y porque le soy muy útil para todo!

—Apuesto a que sólo eres un engorro para él —masculló Fatty, tratando de incitar a Rollo a contarle más cosas—. ¡Un pilluelo como tú!

Rollo tragó el azuelo al punto.

—Atiende, caballerete —barbotó, enfurruñado—. Voy a decirte algo. Sé hacer cualquier papel. Por ejemplo, puedo hacer de lazarillo (ése es uno de los sistemas que tenemos el jefe Tallery y yo de ganar dinero; él hace de ciego y yo de acompañante). Puedo ir de compras con mi tía y esconderme cosas en la manga, mientras ella charla con la tendera. ¡Y si conviene, hasta puedo ser un «príncipe»!

Fatty dio un respingo. ¡Un príncipe! ¿Qué querría significar el chico con semejante salida? Fatty volvióse a mirarle de hito en hito. El gitanillo le sostuvo la mirada, insolentemente.

—Qué sorpresa te has llevado, ¿eh? —exclamó, al fin, Rollo, con aire de triunfo—. Apuesto a que no lo crees, caballerete.

—No, no puedo creerlo —murmuró Fatty, con la esperanza de inducir al gitano a seguir hablando.

La cabeza le daba vueltas. ¿Un príncipe? ¿Qué significaba todo aquello?

—¡Sabía que no me creerías! —profirió Rolló—. En fin, creo que he hablado demasiado. Lo mejor será que me calle ya de una vez.

—Eso es porque no tienes nada que decir —espetó Fatty—. Te estás inventando una porción de mentiras para darte pisto. ¡Tú, un príncipe! ¡Un zarrapastroso de tu calaña, dándoselas de príncipe! ¿Por quién me has tomado, chaval?

El gitanillo echóle una mirada incendiaria. Luego atisbando a su alrededor como si temiera que alguien le oyese, farfulló:

—Atiende, caballerete. ¿Te acuerdas de todo aquel jaleo de noticias publicadas hace pocos días en los periódicos sobre un príncipe secuestrado llamado príncipe Bonga-Bonga o algo por el estilo? ¡Pues para que te enteres! ¡El príncipe era yo!

—¡Anda, ve a contar ese cuento chino a tus hermanos gemelos —saltó Fatty, desdeñosamente, procurando disimular su interior excitación—. El príncipe Bongawah es un príncipe «de verdad», pertenece a un reino llamado Tetarua. He visto fotografías suyas.

—¡Pues te repito que era yo! —insistió el chico, enojado ante la incredulidad de Fatty.

—¿De veras? —exclamó éste, con sarcasmo—. Entonces, tal vez podrás explicarme cómo fuiste secuestrado y traído aquí.

—Muy sencillo —declaró el muchacho—. No fui secuestrado. Todo cuanto tenía que hacer era pasar unos días en el campamento, fingiendo ser el príncipe y diciendo jerigonzas, y, por fin, una determinada noche, deslizarme por el seto y esconderme en la caravana de mi tía. Pero, ¿a que no adivinas cómo me largué?

Fatty se dijo que «podía» aventurar un buen barrunto, pero, prudentemente, fingió el máximo desconcierto.

—¡Cáspita, qué historia más inverosímil! —contestó—. ¿De veras hiciste todo esto? Bien, ¿«cómo» te largaste?

—Mi tía sacó las tablas del fondo de la cuna doble de mis hermanos mellizos, y yo me acurruqué dentro —manifestó Rollo, sonriendo—. Luego, mi tía instaló a los mellizos encima de mí. ¡Menudos berridos pegaron los condenados!

—Y entonces tu tía te trajo aquí —concluyó Fatty, fingiéndose boquiabierto de admiración—. ¡Qué fantástico eres, Rollo! Al principio, no podía creerte, pero ahora me has convencido. ¡Eres un prodigio!

Este inesperado elogio tuvo la virtud de esponjar a Rollo de orgullo. Inclinándose hacia Fatty, el gitanillo cuchicheó:

—¡Y, si quisiera, podría decirte algo más! ¡Podría decirte dónde está el «verdadero» príncipe! ¡La poli daría cualquier cosa por saber lo que sé «yo»! ¡Eso que te conste, caballerete!

CAPÍTULO XX
FATTY VUELVE A CASA

Fatty quedóse tan sorprendido que no acertaba a articular una palabra. Al verle de aquel modo, Rollo sonrió, regocijado.

—No me importa «haberte» contado todo esto, porque eres amigo de mi tío, el jefe Tallery —exclamó el chico, comprendiendo, de pronto, que había revelado una porción de secretos—. Pero no le digas que te lo he explicado.

—No temas —tranquilizóle Fatty—. Además, tu tío no está aquí. ¿Dónde está?

—Pues verás. Él cree que no lo sé, pero me consta que, está en los Pantanos de Raylingham. Oí que se lo decía a su amigo Joe, en una conversación que sostuvieron los dos, sin sospechar que yo andaba por allí cerca.

—¿Y es allí donde está el príncipe... el verdadero príncipe? —inquirió Fatty.

Súbitamente, Rollo mostróse cauteloso.

—Creo que estoy hablando demasiado. ¿Qué bicho me ha picado? Olvida lo que te contado de ese príncipe, ¿oyes? No sé dónde está.

—Aseguraste que lo sabías hace un momento —instigó Fatty.

—Bien, puede que lo sepa y puede que no lo sepa —gruñó Rollo—. Pero no pienso «decírtelo».

—Como quieras —convino Fatty—. Al fin y al cabo, ¿a mí qué me importa? Lo que no me explico es que tuvieras que disfrazarte de príncipe, escaparte y hacer creer a la gente que te habían secuestrado. No acierto a comprender el porqué de todo esto.

—Pues debieras comprenderlo —espetó Rollo, rudamente—. A no ser que seas un poco duro de mollera.

—¡Vaya con lo que sales ahora! —protestó Fatty—. ¿Habráse visto tupé? ¿Qué culpa tengo yo de no ser ni remotamente tan listo como tú? ¡Aunque estuviera veinte años pensando, no comprendería el intríngulis de todo esto!

—Pues resulta muy sencillo —aseguró Rollo, gozando infinitamente de la situación—. Atiende y verás. Al parecer, hay alguien interesado en deshacerse de un príncipe para evitar que éste ocupe algún día el trono. ¿Estás en el caso de esto?

—Sí —asintió Fatty, humildemente.

—Pero habría sido muy difícil secuestrarle y sacarle del país antes de que la policía descubriese su desaparición —prosiguió Rollo—. Así, pues, todo cuanto sucedió fue que, al ser enviado el príncipe en coche al Campamento Escolar, el chófer se detuvo en un lugar convenido y el príncipe fue trasladado a otro coche en tanto yo ocupaba el primero, vestido de veinticinco alfileres como el príncipe.

Súbitamente. Fatty comprendió. ¡De modo que «aquello» era el cómo, el dónde y el porqué! Alguien quería quitar de en medio al príncipe sin que el secuestro se descubriera hasta haber tenido tiempo de llevar al muchacho a otro sitio, cosa que resultaba extraordinariamente fácil con la complicidad del chófer. Todo consistía en cambiar los chicos durante el viaje y aleccionar al impostor conforme permanecería unos pocos días en el campamento haciéndose pasar por el verdadero príncipe y luego se reuniría con su tía al otro lado del seto para desaparecer con los mellizos en el cochecito doble, previsto para el caso. Nadie sospecharía que la mujer tenía algo que ver con el segundo «secuestro», el cual, prácticamente, era el primero y único secuestro. ¡Nadie barruntaría el auténtico secuestro!

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