Misterio del príncipe desaparecido (14 page)

—«Es magnífico». «Es estupendo» —aclaró Bets, riéndose.

—«Esoes» —murmuró Ern, desconcertado.

—«Esoes» —corearon todos, regocijados.

Los seis pedalearon por las sendas campestres que conducían a Tiplington. Tras correr cosa de una milla, vislumbraron una figura familiar, vestida de azul marino, dándole penosamente a los pedales de su bicicleta.

—¡Es Goon! —exclamó Pip, sorprendido—. ¡Supongo que «no» se dirige a Tiplington también! ¡A lo mejor va a la Exhibición Infantil como nosotros! ¡Ern! ¿Le dijiste que pensábamos ir a la Feria?

—Pues, sí —confesó Ern, sonrojándose—. ¿Hice mal? ¡No creí que tuviese importancia!

—No debieras habérselo dicho —refunfuñó Fatty, enojado—. Ahora nos irá siguiendo como una sombra. Con todo, probablemente no querrá hacer lo más importante, o sea, visitar la Exhibición Infantil para ver a los mellizos. Vosotras dos, Bets y Daisy, entraréis en ella con Ern, por si queréis que identifique a los gemelos de la caravana.

—¡Atiza! —protestó Ern—. ¿Qué tengo yo que ver con la Exhibición Infantil? ¡Yo no soy Sid! ¡Sólo de pasar ante una Exhibición Infantil me entran ganas de echar a correr!

—Pues esta vez no correrás —replicó Daisy con firmeza—. Si hay alguna pareja de mellizos, saldré a buscarte, Ern. Conque procura estar disponible y no evaporarte.

—«Sorrible» —lamentóse el pobre Ern—. Sencillamente horrible.

—«Sespantoso» —coreó Fatty irónicamente—. «Sinsufrible».

—¿Vuelves a hablar en un idioma extranjero? —preguntó Ern con interés.

—Me limito a imitar el tuyo —sonrió Fatty—. Ahora, amigos, adelantemos todos al señor Goon dándole al timbre todo lo fuerte que podamos. Tú, «Buster», ladra a más y mejor. Y al adelantarle, gritad todos: «¡Buenas tardes! ¿Cómo está usted?»

Total que, con gran susto, enojo y contrariedad del señor Goon, los seis chicos le adelantaron bulliciosamente, entre timbrazos y ladridos de «Buster», al tiempo que vociferaban:

—¡BUENAS TARDES! ¿CÓMO ESTÁ USTED?

El señor Goon estuvo a punto de meterse en la cuneta. Su ceñuda mirada posóse en las espaldas de los seis veloces ciclistas. El hombre sentíase casi exhausto. Afortunadamente, Tiplington estaba muy cerca ya. Ante esta idea, el policía pedaleó con más brío. Debía llegar a Tiplington cuanto antes por si acaso ocurría algo interesante. ¡Sabe Dios lo que se proponía aquel apestoso de chico!

La Feria no tenía, en verdad, nada de particular. Hallábase instalado en un pequeño campo. En una gran tienda había exposiciones de flores, frutas y conservas, amén de la Exhibición Infantil. Había, además, las consabidas atracciones, consistentes en un pequeño tiovivo, columpios y una barraca de lanzamiento de aros. En una diminuta tienda, una adivina procedía a echar la buenaventura a la gente, prediciendo rachas de buena suerte, atractivos viajes por mar y otras paparruchas.

Al parecer, la Feria prolongaríase tres días, pero la exposición local de flores, frutas y niños sólo podría visitarse aquella tarde.

—Menos mal que vimos aquel anuncio ayer —comentó Bets mientras pagaban los tres peniques por cabeza que valía la entrada, en el portillo de la Feria. «Buster» fue admitido gratis en el recinto, pero Fatty tuvo la precaución de atarlo a una correa.

—¿Cuándo empezará la Exhibición Infantil? —preguntó Daisy—. ¡Mirad! En aquella tienda hay un cartel. ¡Y ya llegan varios niños! ¡Cielos! ¡Qué valor tienen los pobrecillos!

Cochecitos de todas clases desfilaban hacia el interior de la tienda. Los cuatro chicos se alejaron, pero Daisy y Bets quedáronse contemplando a los bebés.

De pronto, Daisy, agarrando a Bets por el brazo, cuchicheó:

—¡Fíjate! ¡Una cuna doble! ¡Y otra! ¡Mellizos! ¿Donde está Ern? Si no nos ayuda él, ¿cómo vamos a adivinar cuáles son los que estaban en la caravana?

Ern había desaparecido. Mientras el muchacho estaba pasando un buen rato montado en un elefante del tiovivo, vio llegar a su tío en la bicicleta, colorado como un tomate resollando y sudando la gota gorda.

Como Ern no tenía el menor deseo de verle el pelo, bajó disimuladamente del elefante para dirigirse a la tienda de la adivina. Una vez allí, escondióse detrás de ella, dispuesta a observar los movimientos del señor Goon. Quería evitar en lo posible todo roce con él.

Daisy y Bets desaparecieron en el interior de la gran tienda, pues la Exhibición Infantil estaba a punto de comenzar. ¡Qué inoportuna había sido la desaparición de Ern! Era de esperar que reapareciese pronto.

—¡Cuatro pares de mellizos! —profirió Bets—. ¡Qué gordos están! No me gustan los niños tan gordos. Además, parecen muertos de calor. Esta tienda es demasiado calurosa para ellos.

—Vamos a ver a los mellizos —instó Daisy—. En realidad, no «necesitamos» a Ern para nada, porque, afortunadamente, sabemos los nombres de los gemelos Marge y Bert.

—¡Ah, «sí»! —exclamó Bets acordándose del detalle—.

Bastará con que preguntemos sus nombres a las madres. Es muy fácil.

Los primeros mellizos, uno muy gordo y otro muy menudo y por tanto de escaso parecido entre sí, se llamaban Ron y Mike, según declaración de su orgullosa madre a las dos muchachas.

—Éstos no son —cuchicheó Bets—. Necesitamos un niño y una niña.

Los siguientes eran dos niñas, Edie y Glad, según su madre. La tercera pareja la constituían otros dos niños, exactamente iguales, llamados Alf y Reg.

—Aquí hay una niña y un niño —exclamó Bets—. ¿Cómo se llaman?

—La niña, Margery, y el niño, Robert —respondió la madre orgullosamente—. Están muy crecidos para el tiempo que tienen, ¿no os parece?

Bets y Daisy se dijeron que estaban los dos demasiado gordos y acalorados. ¡Pero sus nombres correspondían a los indicados por Sid!

—¡Margery y Robert! —susurró Bets a Daisy—. Marge y Bert. ¿Dónde está Ern? Tendremos que ir a buscarle para que los vea.

—¡Qué «contratiempo»! —gruñó Daisy—. ¡Pensar que dos de ellos se llaman Margery y Robert!

Ambas salieron de la tienda presas de gran excitación y, tras minuciosa búsqueda, encontraron a Ern escondido detrás de la tienda de la adivina. Las muchachas le arrastraron hacia la tienda general.

—¡«Tienes» que decirnos si son los mellizos! —gritó Bets.

Daisy propinóle una brusca puñada en la espalda. La pequeña lanzó un grito.

—¿A qué viene esto...? —exclamó.

De improviso, comprendió el porqué de aquella ruda advertencia. El señor Goon estaba apostado junto a la entrada de la tienda, sumamente interesado en lo que Bets acababa de decir a Ern. Sin duda pensó el policía, aquellos chicos habían llevado a Ern a la Feria con algún propósito especial.

Ern entró en la tienda, seguido del señor Goon. —¡Qué lata! —lamentóse Bets al ver al policía—. Oye, Ern. Son los niños del final de la hilera. Acércate a ellos y dinos si son los que buscamos. En caso afirmativo, da un cabezazo. En caso negativo, menea la cabeza. ¡Y ten cuidado con el señor Goon!

Ern pasó ante la hilera de peques. Bets y Daisy observábanle ansiosamente. ¿Haría una seña afirmativa o negativa? ¡Lo malo fue que, para desesperación de las muchachas, Ern no hizo ni lo uno ni lo otro!

CAPÍTULO XVII
LA EXHIBICIÓN INFANTIL

El señor Goon pasó también ante la hilera de bebés. Los chiquitines asustáronse al ver su enorme corpachón vestido de azul y su brillante cara coloradota y, naturalmente, echáronse a llorar.

—¡Ha-a-a! —gemían—. ¡Ha-a-a-aaa!

El señor Goon los miró, enfurruñado. No le gustaban los niños. Además, estaba preocupado. Recordaba la extraordinaria historia de Ern del príncipe desaparecido en un cochecito de mellizos. ¡Y allí, ante sus ojos, tenía una hilera de niños gemelos! Según eso, ¿había Fatty dado crédito a aquel cuento? ¿Habría algo de verdad en todo aquello?

El señor Goon decidió observar atentamente a los mellizos. Sin cesar de mirarlos hizo ademán de tocar con el índice a uno o dos de ellos. Al propio tiempo, advirtió que Ern pasaba junto a ellos, mirándolos detenidamente. Por fin, al ver salir al chico por la parte trasera de la tienda, le siguió.

Las madres lanzaron un suspiro de alivio.

—¿Para qué habrá entrado ese hombre? —masculló una de las mamas—. ¿Para asustar a nuestros niños? ¡Los ha alborotado a todos con sus guiños y sus bobadas!

Entretanto, Ern habíase reunido con Bets y Daisy.

—¿«Por qué» no hiciste lo convenido, Ern? —inquirió Bets, enojada—. Prometiste afirmar o negar con la cabeza para calmar nuestra impaciencia. ¿Son ellos o no?

—Pues no lo sé —respondió Ern, desconcertado—. Todos esos críos me parecen iguales. Lo siento, Bets. No podría reconocerles. Son todos exactos.

—Claro está que Bert podría ser la abreviatura no sólo de Robert, sino también de Albert y Hubert —observó Bets—. No sabemos si aquel Bert que conoció Sid se llamaba «Robert».

—¡Se me «ocurre» una idea! —exclamó Daisy de repente—. Busquemos el cochecito en que vinieron Margery y Robert. Seguramente Ern podrá reconocerlo.

—¡Oh, sí! —convino Ern con aire confiado—. Vamos a ver, dejadme recordar. ¿Cómo era, azul o verde oscuro?

Las dos muchachas miráronle exasperadas.

—¡Eres una nulidad! —espetó Daisy—. ¡No nos sirves para nada! ¡Siempre estás en Babia!

Ern quedóse abrumado de vergüenza de pensar. En aquel momento, el señor Goon salió de la tienda. Excuso decir la indignación de las muchachas al ver que Ern echaba a correr como alma que lleva el diablo dispuesto a desaparecer una vez más.

—¡Ern! —gritó Bets—. ¡Vuelve aquí a mirar las cunas!

El señor Goon aguzó el oído. ¡Cunas! ¡Cunas! Sin duda, «ocurría» algo aquella tarde. ¡Aquellos condenados chicos «estaban» investigando algo!

Finalmente, Bets y Daisy, renunciando a Ern, dirigiéronse al lugar donde se alineaban los cochecitos vacíos. Había dos enormes coches dobles, otro muy grande reformado para el transporte de dos niños, y gran cantidad de cochecitos individuales.

—Propongo que aguardemos aquí hasta que venga Ern —murmuró Bets, fatigada—. Me figuro que volverá tarde o temprano. ¿Qué estarán haciendo los tres chicos? ¡Mira! ¡Ahí está el señor Goon! ¡A él también le interesan las cunas!

En efecto, el señor Goon procedía a examinarlas. ¿Hallaría en ellas algún indicio revelador? De hecho, el hombre no se hacía ilusiones. Con todo, las miró una a una detenidamente, con gran asombro de una mamá que acudió a buscar algo para su bebé.

—¿Piensa usted comprar un cochecito? —preguntóle la señora.

Sin dignarse contestar, el policía se alejó en busca de Ern.

A poco, las madres empezaron a instalar de nuevo a sus pequeños en las cunas. Todos habían tomado parte en el concurso y «Margery y Robert» acababan de obtener sendas rosetas con la distinción: «Primer Premio de Mellizos».

—¡Oh! —exclamó Bets, adelantándose—. ¿Han ganado el primer premio? ¡Qué hermosos! ¿Me permite que le lleve uno, señora? Me encantan los niños.

—Preferiría que me trajeras la cuna —jadeó la madre, cargada con sus dos robustos bebés—. Está allí.

—¿Cuál es, señora?

—Aquélla —indicó la madre.

¡Era una pequeña y deteriorada cuna individual! ¡Qué desilusión! ¡Pensar que Bets daba por seguro que aquellos mellizos iban en un cochecito doble! Sin duda, Margery y Robert «no» eran los mellizos que buscaban, ya que Ern y Sid habían afirmado categóricamente que los de la caravana tenían una cuna doble.

Bets llevó la pequeña cuna individual a la señora.

—Tú aquí, Magde —dijo ésta, instalando a la niña en un extremo y al niño en el otro—. Vamos, Robbie, no hagas pucheros. ¡Acaban de darte el primer premio! ¡Anda, ríete, monín!

Daisy y Bets cambiaron una mirada. ¡Magde y Robbie, no Marge y Bert! Eso lo aclaraba todo. Ni eran los mellizos de la caravana, ni aquélla era su madre. ¡Habían hecho un viaje a la Feria absolutamente en balde!

—En fin, Bets —suspiró Daisy—. Propongo que ahora nos divirtamos un poco. Ya hemos hecho nuestra investigación y, como todas las efectuadas hasta la fecha no ha dado resultado. ¡Empiezo a dudar de que alguna vez logremos desentrañar este misterio!

Ambas subieron a las barcas mecedoras y luego probaron suerte en el lanzamiento de aros. Bets logró rodear con un aro un jarrito encarnado y tomó posesión de él, alborozada. En aquel momento presentóse Fatty.

—¡Bets! ¡Daisy! ¿Alguna novedad? ¿Eran los mellizos? ¿Qué dijo Ern?

—¡Oh, Fatty! —exclamó Daisy—. ¡Qué desilusión! Había unos mellizos llamados Margery y Robert y, al principio, pensamos que serían los de la caravana. Pero después descubrimos que los llamaban Magde y Robbie. Ern no nos prestó la menor ayuda. Echó una ojeada a las parejas de mellizos, pero salió con que todos se parecían tanto que no tenía idea de si entre ellos figuraban los de la caravana.

—Además, Magde y Robbie iban en una cuna individual —intervino Bets—. Total que hemos hecho el viaje en balde.

—¡Eso no, Bets! —repuso Fatty conduciéndola hacia el tiovivo—. Vamos, escoge el animal que prefieras y pagaré dos vueltas para que estés contenta.

Bets optó por un león y el muchacho encargado del tiovivo puso a toda marcha el mecanismo con gran regocijo de Bets y sus compañeros de viaje. Éste se prolongó tanto que fue la sensación de todos los presentes.

—¡Qué divertido! —exclamó Bets, bajando del león con piernas vacilantes—. ¡Cielos! ¡Todavía me parece estar dando vueltas y más vueltas!

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