Misterio del príncipe desaparecido (10 page)

—Sí, ya os lo dije antes —afirmó Ern—. Era un chico muy raro y presumido. Además, hacía visajes.

—¿Hacía visajes? —repitió Larry, asombrado—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que cada vez que Sid, Perce o yo nos asomábamos a mirar por el seto, nos hacía una mueca —explicó Ern—. Por muy príncipe que fuera, estaba muy malcriado. Era moreno como un gitano. Tenía todo el aspecto de extranjero.

—¿Más moreno que nosotros? —inquirió Pip.

—Por el estilo —respondió Ern.

—¿Por qué dijiste que él y Bets se parecían como dos gotas de agua? —interrogó Pip, recordando de pronto aquel extraordinario comentario de Ern.

Éste se ruborizó.

—Verás —murmuró dando una patada a una piedra—, me dije que es lógico que los hermanos se parezcan. ¡Cáscaras! ¿Qué habrá sido de su Sombrilla de Ceremonial? Tendrías que haberla visto, Pip. Un día el príncipe recibió a unos visitantes, y uno de ellos abrió una enorme sombrilla azul y dorada y la llevó sobre él. ¡Si vieras el ceño que puso el príncipe!

—¿Por qué? —preguntó Pip—. ¿No le gustaba?

Lo que pasó es que todos se echaron a reír a carcajadas y a dar voces y alaridos, porque, claro, la cosa resultaba un poco cómica, ¿sabes?

—¡Hola, amigos! —saludó Fatty desde el otro lado del seto—. ¿Por qué os marchasteis sin decir nada, Pip? ¡He tenido que llevar todo el peso de la conversación!

—Por eso nos fuimos —suspiró Pip—. Ya sabemos que te gusta mucho hablar, Fatty.

—¿Podemos pasar a través del seto? —inquirió la voz de Daisy—. ¿No nos rasgaremos los vestidos?

Galantemente, Ern apartó varias ramas espinosas para facilitar el paso a las muchachas y Fatty las siguió.

—Tienes un primo muy simpático, Pip —ensalzó Fatty—. Hemos charlado por los codos.

—Así habrás tenido ocasión de poner en práctica aquello de la «interpelación de los testigos» —dijo Pip, socarronamente, recordando los libros que Fatty había estado estudiando uno o dos días antes—. ¿Has obtenido alguna información interesante sobre este caso?

—Pues, no —replicó Fatty, que, en realidad, había pasado todo el tiempo relatando algunas de sus hazañas al boquiabierto Ronald—. No he averiguado gran cosa.

—¿Y tú, Pip? —preguntó Bets—. ¿Has interrogado a Ern, Sid y Perce?

—Sí —asintió Pip—. Pero Larry y yo no hemos conseguido sacarles nada de particular. Durmieron toda la noche y no oyeron absolutamente nada. No tienen la más pequeña idea de lo que le sucedió al príncipe Bongawah-wah-wah.

—A... —barbotó Sid reuniéndose, de pronto, con ellos, sin cesar de masticar a dos carrillos.

—Vete —gruñó Pip, mirándole, enfurruñado—. Y no vuelvas hasta que puedas hablar como es debido. ¡De lo contrario hasta yo mismo me quedaré mudo! ¡AAAAAAAA!

Lo dijo gritando de tal modo que Sid huyó, alarmado.

Entonces, Pip, sacándose del bolsillo el botón azul y dorado, se lo mostró a los demás, diciendo:

—Esta es la única pista, si tal puede llamarse, que hemos encontrado. La encontré dentro del saco de campaña del príncipe. Se le cayó de su pijama azul y dorado.

—¿Y tú crees que este botín servirá para algo? —masculló Fatty—. ¿Crees que nos ayudará a descubrir quién secuestro al príncipe, o cuándo y cómo, o su actual paradero? Es una pista muy relativa, Pip.

—Sí —convino Pip, guardándose de nuevo el botón en el bolsillo—. Lo mismo me dije yo. Pero como siempre nos aconsejas examinarlo todo y guardarlo todo, por si acaso, seguí tu consejo al pie de la letra. A propósito, el príncipe no se vistió. Desapareció con el pijama puesto.

Esto sorprendió a Fatty.

—¿Estás seguro, Pip? ¿Quién te lo ha dicho?

—Los chicos que dormían en su tienda —contestó Pip.

—Es muy raro —murmuró Fatty.

—¿Por qué? —preguntó Daisy—. Es natural que no tuviera tiempo de vestirse. Además, habría molestado a sus compañeros.

—No habría hecho tal cosa si hubiese salido a hurtadillas mientras dormían —repuso Fatty—. Es posible que tomara consigo sus ropas y se vistiera rápidamente. Una persona con pijama no puede andar por esos mundos sin ser descubierta en seguida.

—¡Pero, Fatty! —insistió Daisy—. ¿Cómo quieres que tuviera «tiempo» de vestirse si fue secuestrado? Seguramente sus raptores le sacaron de la tienda y se lo llevaron en pijama.

—No, Daisy —replicó Fatty—. Esta vez no demuestras mucha perspicacia. A ningún secuestrador se le ocurriría nunca aventurarse por un campo abarrotado de tiendas de campaña y buscar a tientas una determinada para llevarse un chico en la oscuridad, exponiéndose a que éste se pusiera a chillar como un condenado. Al fin y al cabo, le llamaban Bongawah-wah-wah porque gritaba por nada.

—Sí, tienes razón —convino Daisy—. He sido una boba. Ningún secuestrador cometería semejante disparate. ¿Qué supones que hicieron?

—Creo que alguien le instigó a escabullirse de la tienda en cuanto se apagasen las luces del campamento —prosiguió Fatty—. A lo mejor le dijeron que lo llevarían a la Feria del pueblo vecino, aprovechando que funciona a todas horas. Eso o algo por el estilo. Cualquiera sabe. De este modo los posibles secuestradores no tuvieron dificultad en llevar a cabo su fechoría, ya que, sin duda, le encontraron aguardándoles en el portillo, vestido de veinticinco alfileres y hueco como un pavo.

—Comprendo... y sólo tuvieron que meterlo en un coche y llevárselo sabe Dios dónde —coligió Pip.

—¡Ah, «ahora» comprendo por qué te sorprendiste de que fuese en pijama! —exclamó Daisy—. Porque si el secuestro hubiese sido planeado así, lo del pijama quedaba descartado.

—En efecto —sonrió Fatty.

—A lo mejor no pudo encontrar sus ropas en la oscuridad —sugirió Ern, deseoso de colaborar.

—Esto no es un misterio —murmuró Bets—. Es una especie de estúpido acertijo. Nadie oyó ni vio nada. Nadie sabe nada. ¿Queréis que os diga una cosa? ¡Empiezo a dudar de que haya sucedido!

CAPÍTULO XII
SID RECOBRA EL HABLA

—Vámonos, ya es hora de ir a casa —suspiró Fatty, aburrido—, Aquí no tenemos ya nada que hacer. Dondequiera que esté el príncipe Bongawah probablemente sigue con el pijama puesto. ¡Allá se las componga!

Los Cinco Pesquisidores alejáronse en sus bicicletas, agitando la mano a Ern y a Perce. Sid había desaparecido con gran alivio de todos.

—Masca los «toffees» como una vaca rumiante —refunfuñó Pip—. ¿Os habéis fijado en los granos que tiene en la cara? Apuesto a que vive exclusivamente de «toffee».

—No quiero volver a verle más —murmuró Bets—. Me da náuseas.

—A no ser que Ern se presente a vernos en su compañía, te aseguro que «no» volveremos a verle más —tranquilizóla Fatty—. «No» pienso hacer más visitas a nuestros queridos Sid y Perce.

Pero Fatty volvió a ver al pequeño Sid aquella misma tarde. Mientras el muchacho procedía a probarse uno de sus nuevos disfraces en el cobertizo llamaron a la puerta.

Fatty miró a través de un pequeño orificio practicado en la puerta, a manera de mirilla, para acechar a los posibles visitantes. ¡Cáscaras! ¡Era Ern... acompañado de Sid! ¡Qué fastidio! ¡Justamente en el momento que se disponía a ensayar aquel disfraz!

Volviéndose rápidamente, Fatty miróse en el gran espejo. De pronto esbozó una sonrisa. ¡Probaría la eficacia de aquel disfraz con su amigo Ern!

Fatty abrió la puerta. Ern aguardaba fuera con una sonrisa en los labios y Sid a su lado. Pero su sonrisa se desvaneció al ver aparecer un viejo encorvado con patillas, una barba rala, pobladas cejas blancas y unos pocos mechones canos alrededor de una enorme calva. Vestía una vieja chaqueta grande y mal cortada, con los bolsillos deformados, y unos pantalones de pana raídos y arrugados.

—¡Ah... ejem... buenas noches! —farfulló Ern, desconcertado—. ¿Está... ejem... está el señor Federico Trotteville?

El viejo alzó una mano temblorosa y, poniéndosela detrás de una oreja, profirió con voz tan trémula como la mano:

—¡Levanta la voz! ¡Déjate de murmullos! ¿Qué has dicho?

—¿ESTÁ EL SEÑOR FEDERICO? —gritó Ern.

—¡Ahora gritas demasiado! —protestó el viejo, enojado—. No soy sordo. ¿Quién es el señor Federico?

Ern miróle con asombro. De pronto recordó que, por lo regular, su amigo recibía el sobrenombre de Fatty. A lo mejor aquel viejo sólo le conocía por ese nombre.

—Fatty —respondió el chico en alta voz—. FATTY.

—Eres un chico muy mal educado —gruñó el viejo con voz aún más temblona—. Mira que insultarme de ese modo!

—¡Yo no le he insultado! —protestó Ern, desesperado—. Escuche usted, ¿dónde está el muchacho que vive aquí?

—Se ha marchado —respondió el viejo—, meneando la cabeza tristemente—. Se ha ido a vivir a Londres.

Ern empezó a sospechar que estaba soñando. ¿Cómo era posible que Fatty se hubiera ido a Londres? ¡Pero si sólo hacía una hora que le había visto! El chico echó una ansiosa ojeada al cobertizo. ¿No se habría equivocado de casa?

—¿Por qué se ha ido? —inquirió al fin—. ¿Dejó algún recado? ¿Y qué hace usted aquí?

—Soy el guardián de la casa —declaró el viejo, sacándose un gran pañuelo rojo.

Y sonóse con tal estrépito que el pobre Ern retrocedió, alarmado, sin sospechar que Fatty disimulaba sus accesos de risa en aquel enorme pañuelo encarnado.

Sid retrocedió también, haciendo ademán de echar a correr por el sendero, pero Ern le retuvo por el brazo.

—¡No te vayas, Sid! Has venido aquí a decir algo importante, y conste que lo dirás aunque tengamos que pasarnos toda la noche buscando a Fatty. Si regresas al campamento, volverás a llenarte la boca de «toffee», y ninguno de nosotros podrá arrancarte una palabra. ¡Tú eres el único que posee una Verdadera Pista, y Fatty tiene que saberla.

—¡«Escuche»! —exclamó el viejo, con la clara y firme voz de Fatty—. ¿De veras tiene una pista ese chico?

Ern dio un fuerte respingo, lanzando una mirada circular. ¿Dónde estaba Fatty?

Entonces el viejo, dándole una puñada en las costillas, echóse a reír con un sonoro cloqueo que, súbitamente, trocóse en la jovial risa de Fatty. Ern y Sid miráronle boquiabiertos.

—¡Cáspita! —farfulló Ern, entre regocijado y estupefacto—. ¡Pero si es «Fatty»! ¡Cómo me has embaucado! ¡Sopla! ¡Pareces un viejo de veras! ¿Cómo has conseguido esa calva?

—Con una peluca —contestó Fatty, despojándose de ella para mostrar su auténtica cabellera—. Cuando llegasteis estaba ensayando este disfraz. Es una peluca nueva, con cejas, patillas y barba. ¿Verdad que son estupendas?

—Eres maravilloso, Fatty —murmuró Ern, pasmado—. Esos chismes son lo de menos: lo sorprendente es tu voz y tu risa. Deberías ser actor.

—No puedo —repuso Fatty—. Pienso ser detective. Claro está que mis condiciones de actor constituirán una gran ayuda. Pasad. ¿Qué es todo esto de Sid y una pista?

—Verás —empezó Ern solemnemente—. La cosa ha sido así. Esta tarde, Sid deseaba decirnos algo, pero no pudo por culpa de su «toffee». Entonces decidió mascarlo con ahínco hasta dar cuenta de él.

—Me figuro que fue una tarea muy penosa —comentó Fatty en tono compasivo—. Y luego, supongo que recobró el habla, ¿no? ¿De veras puede decir algo, además de «a»?

—Poca cosa más —confesó Ern, sinceramente—. Pero lo cierto es que nos dijo algo muy raro, rarísimo. Tanto, que me he apresurado a traértelo aquí para que «te lo cuente». Es posible que la cosa sea de la máxima importancia. Vamos, Sid. Explícaselo.

Sid aclaróse la garganta y, abriendo la boca, farfulló:

—Chillaban.

—¿Quién chillaba? —inquirió Fatty.

—A... bien —prosiguió Sid, aclarándose de nuevo la garganta—. Ellos.

—Sí, eso ya lo sabemos —masculló Fatty—. A...

Después de semejante esfuerzo, Sid volvió a enmudecer. El chiquillo miró a Ern con expresión suplicante, y éste, mirándole a su vez, dijo severamente:

—¿Ves lo que te pasa cuando te atracas de «toffees»? Pierdes el habla y pierdes el tino. Esto te servirá de escarmiento, Sid.

—¿Ha venido aquí simplemente para decirme que alguien chillaba? —gruñó Fatty—. ¿Eso es todo?

—No, hay algo más —aseguró Ern—. Pero tal vez «será» preferible que te lo cuente yo.

—A... —exclamó Sid, aliviado.

—Y tú no me interrumpas —ordenóle Ern con aire amenazador.

Pero Sid no tenía intención de interrumpirle. Así lo dio a entender con un fuerte meneo de cabeza, sin siquiera aventurar otro «a».

—Bien, ahí va lo que Sid nos contó —dijo Ern, empezando a gozar de la situación—. Se trata de algo muy curioso, Fatty. Te costará trabajo creerlo.

—¡Por lo que más quieras, Ern, «desembucha» ya de una vez! A lo mejor es importante. Empieza por el principio, por favor.

—Como te dije, o al menos se lo dije a Larry y Pip, nuestro Sid está loco por los críos. Le gusta mecerles la cuna y entretenerles con sus juguetes. Pues bien. Junto a nuestra tienda hay una caravana. Supongo que la viste. Ahora está vacía porque los que la ocupaban se han marchado hoy.

Fatty asintió en silencio. Era todo oídos.

—La mujer que vivía en la caravana tenía un par de mellizos chiquitines —prosiguió Ern—. Y precisamente por tratarse de mellizos, Sid se interesó más por ellos que de costumbre, pues él y Perce son también gemelos. En resumidas cuentas, que jugó mucho con los peques, ¿verdad, Sid?

—A... —asintió Sid con un cabezazo.

—Pues bien —continuó Ern, animándose por momentos—. Esto mañana Sid oyó berrear a los chiquillos a grandes voces, y fue a mecerles el cochecito. La madre estaba en la caravana haciendo las maletas y cuando vio allí a nuestro Sid, abalanzóse hacia él y le dio un coscorrón, diciéndole que se fuera.

—¿Por qué? —exclamó Fatty—. Al fin y al cabo Sid se limitaba a seguir una costumbre. ¿Habría la mujer puesto reparos alguna vez a que se acercara a sus hijos?

—No —replicó Ern—. Al contrario, le permitía pasearlos por el campo en su cochecito. Y la cosa no resultaba fácil, porque era un coche doble de mellizos y pesaba lo suyo. Bien, como iba diciendo, la madre le propinó un buen coscorrón y, naturalmente, Sid huyó, desconcertado.

—No me sorprende —comentó Fatty, preguntándose en qué pararía toda aquella larga historia—. ¿Qué pasó después?

—La mujer empujó el coche a la parte posterior de la caravana para poder vigilarlo. Pero los críos seguían desgañitándose con gran pesar de nuestro Sid.

—A... —aprobó éste, vehemente.

—Así, pues, aprovechando un momento en que la mujer se dirigía a otra caravana, cargada de bártulos, Sid acercóse a la cuna para ver qué les pasaba a los pequeños, que, a juzgar por sus berridos, parecían estar sentados sobre un imperdible o algo parecido. Para comprobar si así era, Sid metió la mano por debajo de ellos y, al palpar... ¡«notó» que había otra persona dentro de aquella enorme cuna, Fatty!

Other books

Deceived by Jerry B. Jenkins
When the Saints by Duncan, Dave
Murder on Brittany Shores by Jean-Luc Bannalec
Uncovering You 8: Redemption by Scarlett Edwards
Donuthead by Sue Stauffacher
Overlord: The Fringe, Book 2 by Anitra Lynn McLeod
Love Still Stands by Kelly Irvin


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024