Misterio del príncipe desaparecido (8 page)

—¡Esa sombrilla! —gimió de nuevo el señor Goon—. ¡Dije al inspector que era una Sombrilla de Ceremonial! ¡Pensará que estoy loco! ¡Todos me tendrán por chiflado! Aquí estoy, bregando por conseguir un ascenso, e invariablemente te presentas tú a desbaratarme los planes. ¡Eres un diablo entrometido!

—«Le aseguro» que lo siento, señor Goon —aseveró Fatty—. ¿Por qué no trabajamos juntos esta vez? Procuraré compensar con creces este estúpido principio. Desentrañaremos este misterio juntos. ¡Vamos, sea usted bueno!

—¡No trabajaría contigo aunque me lo mandase el inspector en persona! —espetó el señor Goon, levantándose pesadamente—. ¡No quiero tratos con entrometidos! Por otra parte, ¿a qué equivaldría trabajar contigo? ¡«Yo te lo diré»! ¡A encontrar pistas falsas en mis propias barbas! ¡A merodear por las noches en busca de personas invisibles! ¡A detener a un inocente mientras tú te reservas al culpable! ¡Para ese viaje no se necesitan alforjas!

—De acuerdo —gruñó Fatty, empezando a enojarse por oírse llamar entrometido tantas veces—. En este caso, no trabaje usted conmigo. De todos modos, si puedo facilitarle alguna información, lo haré, para compensarle a usted de algún modo el desbaratamiento de sus planes.

—¡Bah! —exclamó Goon, dirigiéndose a la puerta con paso majestuoso—. ¿Crees que escucharé esas informaciones tuyas? ¡Ni lo sueñes, Federico Trotteville! ¡Y mantente al margen de este asunto! ¡Me ha sido encomendada la aclaración de este misterio y, como me llamo Teófilo Goon, que lo desentrañaré!

CAPÍTULO IX
UN POCO DE POESÍA

El señor Goon fue a su casa a telefonear al Inspector Jefe. Sentíase extremadamente triste y abatido. ¿Por qué creía siempre todo lo que decía o hacía Fatty? ¿Por qué no había reparado en que la Sombrilla de Ceremonial era un vulgar parasol? ¿Qué tenía aquel demonio de chico que siempre le fastidiaba?

«Jamás volveré a creer una palabra de lo que me diga —prometióse el señor Goon tomando el receptor telefónico—. ¡Nunca más! ¡Es más engañoso que una serpiente! ¡Un verdadero demonio! ¡Mira que proponerme trabajar con él! ¡Qué desfachatez! ¡Qué...!»

—¿Qué número, por favor? —preguntó la voz de la telefonista por tercera vez.

El señor Goon salió de su ensimismamiento y dio el número del Inspector Jefe. Luego siguió pensando.

«¿Qué debía de querer decir ese chico con lo de dejar la lengua suelta? A ver, voy a probar... Abbledy, abbledy, abbledy...»

—¿Qué dice usted? —preguntó una sorprendida voz al otro extremo del hilo.

—¡Ah! —farfulló el señor Goon dando un respingo— ¿Puedo... puedo hablar con el Inspector Jefe Jenks?

La conversación entre el inspector y el señor Goon fue breve y mucho más satisfactoria de lo que esperaba el policía. Aparentemente, el inspector Jenks «estaba» enojado con Fatty, y aunque se mostró un poco sarcástico con la gente, que creía en falsas princesas y particularmente en Sombrillas de Ceremonial, dijo mucho menos de lo que se temía el señor Goon.

—Bien, Goon —concluyó el inspector—. Ahora, por lo que más quiera, empiece usted con buen pie y haga algo sensato. Puesto que la cosa ha sucedido dentro de los límites de su jurisdicción, vaya a interpelar a los muchachos del campamento, aguce el ingenio y COMUNÍQUEME LOS RESULTADOS.

—Sí, señor —asintió Goon—. En cuanto a ese chico, Federico Trotteville, supongo que no...

Pero el Inspector Jefe había colgado y Goon contempló el silencioso receptor con expresión enfurruñada. Habíase propuesto hacer unos tajantes comentarios sobre el incalificable engaño de Fatty, pero, desgraciadamente, era demasiado tarde para llevar a cabo su propósito.

Fatty informó a sus compañeros del resultado de su llamada telefónica al Inspector Jefe y de su entrevista con Goon. Bets sintió compasión por el policía. Al igual que los demás, no simpatizaba ni pizca con él, pero reconocía que aquella vez el hombre lo estaba pasando muy mal por culpa de ella. ¿Quién la mandaba fingirse la princesa Bongawee?

—Esta vez debemos tratar de ayudarle como sea —propuso la niña—, informándole de todo cuanto averigüemos.

—Probablemente no querrá creernos —previó Fatty—. En todo caso, podríamos decírselo por medio de Ern. Es posible que haga caso a su sobrino.

Ern seguía allí y, al oír esto, protestó con expresión alarmada:

—¡Eh! ¡No contéis conmigo para irle con ningún cuento! No quiero nada con él. Ni él me tiene simpatía, ni yo se la tengo a él.

—¡Pero sería sólo par ayudarle, Ern! —aseguró Bets gravemente—. Siento muchísimo todo lo ocurrido, pero sobre todo el haberle llamado «cara de rana» en inglés chapurreado.

—¡Cáscaras! —rióse Fatty—. ¡Ya no me acordaba de ese detalle! ¡Me sorprende que fueras capaz de soltarle semejante piropo, Bets!

—Estuve muy grosera —lamentóse la niña—. Ni yo misma me explico cómo se me ocurrió. Oye, Ern, ¿verdad que te prestarás a darle a tu tío todos los recados que queramos?

Ern era incapaz de contrariar a Bets. En realidad, sentía profunda admiración por ella. Total que, atusándose el despeinado cabello y mirando a la niña con aire vencido, accedió:

—De acuerdo, haré lo que digáis. Pero recordad que lo más probable es que mi tío no me haga caso. Tampoco pienso acercarme mucho a él. Se lo diré desde el otro lado de una valla o a prudente distancia. Vosotros no sabéis el genio que tiene mi tío.

—¡Sí lo sabemos! —afirmó Fatty, recordando varios terribles accesos de ira del señor Goon en el pasado—. «En realidad», no queremos ayudarle, Ern, pero lo hacemos para reparar en lo posible el mal rato que le hemos hecho pasar. Puesto que no puede haber amistad, le brindaremos cordialidad.

—¡Cáspita! —exclamó Ern—. ¡Hasta hablas en verso!

—No, la frase ha rimado por casualidad —repuso Fatty—. A propósito, antes solías escribir muchas poesías, Ern. ¿Sigues haciéndolo ahora?

—No tanto —replicó Ern con aire apesadumbrado—. Por lo visto he perdido la inspiración. Intento empezar poesías, pero me atasco en seguida, y no paso del primero o segundo verso. Pero aquí tengo una que tiene casi tres.

—¡Oh, Ern! ¡Léenosla! —suplicó Bets, alborozada.

Ern escribía siempre poesías muy tristes y lúgubres, y parecía tomárselas muy en serio.

El muchacho anduvo rebuscándose el bolsillo y, al fin, sacó una mugrienta libretita de la que pendía un lápiz prendido a una cuerdecita. Luego, mojándose el pulgar, procedió a pasar páginas.

—Aquí está —dijo al fin.

Y aclarándose la garganta al tiempo que adoptaba una afectada actitud, empezó a recitar su poesía con un leve tartamudeó:

Un pobre y anciano jardinero exclamó:
«¡Ay de mí! Mis días están contados,
tengo reuma en...»

Ern se calló de pronto, mirando a los demás con desesperación.

—Me he atascado ahí —murmuró—. Siempre me sucede lo mismo. Me atasco a la mitad de una buena poesía. Pasé dos horas y veinte minutos para componer esos tres versos. Me tomé la molestia de contar el tiempo, ahora no sé terminarla.

—Sí, creo que sería una excelente poesía —declaró Fatty solemnemente—. Diría así. —Y adoptando también una estudiada actitud, con las piernas separadas, las manos a espalda y la cara levantada hacia lo alto, Fatty recitó fluidamente, sin detenerse ni una sola vez:

Un pobre y anciano jardinero dijo:
«¡Ay de mí! Mis días están contados,
tengo reuma en la rodilla
y ahora no puedo correr.
Tengo una grano en el pie,
y sabañones en la nariz,
y mucho me temo haber contraído
pulmonía en los dedos de los pies.
Se me ha caído todo el pelo
y me he tragado los dientes,
y me estoy poniendo muy fornido
a pesar de ser muy flaco.
Mi nariz es sorda, mis orejas mudas,
y tengo otros nudos en la lengua.
Para colmo se me han desencolado
la carretilla y el azadón,
y tengo la regadera...»

Larry prorrumpió en sonoras carcajadas y Pip golpeó la espalda de Fatty, vociferando jocosamente, en tanto Bets y Daisy echábanse sobre la alfombra, descoyuntadas de risa.

—¡Por favor, Fatty! —exclamó Bets—. ¡No sigas! ¿Cómo te las has arreglado para inventar esa poesía?

Fatty se interrumpió sin aliento.

—¿Ya tenéis bastante? —preguntó—. Ahora llegaba al momento en que la regadera sentíase aguada y el azadón punzante...

—¡«No sigas», Fatty! —suplicó Bets por segunda vez, muerta de risa—. ¡Madre mía, qué gracia! ¿Cómo se te ha ocurrido eso?

El único que permanecía silencioso era Ern, sentado en el borde de una silla, mudo de asombro y de sorpresa. Con la mirada fija en Fatty, el chico tragó saliva con dificultad, sin acertar a comprender. ¿Cómo era posible que Fatty pudiera improvisar una poesía de aquel modo?

—¿Has enmudecido de repente? —inquirió Fatty, regocijado—. ¿Te gusta la continuación de tu poesía, Ern? Es una lástima que no la terminases porque, en este caso, podrías habérnosla leído tú en lugar de recitártela yo.

Al oír esto, Ern mostróse aún más desconcertado.

—¿Quieres decir con eso que si hubiese terminado esa poesía habría sido como has dicho? —balbuceó el chico, parpadeando de asombro.

—¡Naturalmente! —asintió Fatty campechanamente—. ¿No hemos quedado en que la poesía es obra tuya? Yo me he limitado a continuarla. Opino que trabajas demasiado en tus poesías, Ern. Todo es cuestión de lanzarse sin miedo. Así:

La princesita Bongawee
era muy dulce y menuda,
una princesa desde su linda cabeza
hasta sus diminutos pies.
Tenía un servidor llamado Ern,
un mozo joven y robusto,
cuya máxima ilusión era protegerla
con una deslumbrante

—¡SOMBRILLA DE CEREMONIAL! —chillaron todos a una, excepto Ern.

Sucediéronse más voces y risas. Pero Ern no participó en el jolgorio. ¿Cómo era posible que Fatty fuese tan listo? El pobre muchacho no acertaba a comprenderlo.

—¡Despierta, Ern! —profirió Fatty dándole una palmada en la espalda—. Pareces un bobo ahí sentado con esa cara tan seria. ¿Qué te pasa?

—Nada, eres un genio, Fatty —murmuró Ern—. Los otros no se dan cuenta porque no saben lo difícil que es escribir poesías. Pero yo sí lo sé. ¡Pensar que te has puesto ahí de pie y... y...!

—...y la he recitado —concluyó Fatty—. Eso es muy fácil, Ern. No soy ningún genio. Cualquiera puede hacer lo mismo pensando un poco.

—Esa es la cuestión —repuso Ern—, que tú ni siquiera lo has pensado. Has hecho como aquel que abre una espita y te ha salido la cosa como un chorro de agua. ¡Cáspita, que talento! ¡Si yo pudiese componer versos así, me consideraría más listo que el Rey de Inglaterra!

—Pues te equivocarías —objetó Larry—. Vamos, anímate, Ern. Uno de estos días te brotarán los versos con tal fluidez que te lamentarás de no poder escribirlos más de prisa.

—Me llevaría una sorpresa si así fuera —suspiró Ern, metiéndose de nuevo la mugrienta libretita en el bolsillo—. Estoy orgulloso de conocerte, Fatty. Si los otros no saben reconocer a un genio cuando lo ven, yo tengo ojos en la cara. No brillo por mi inteligencia, pero en seguida conozco a las personas con talento. Y yo te aseguro, Fatty, que eres un genio.

Este pequeño discurso de Ern tenía mucha miga. Sus compañeros le miraron, sorprendidos. ¿Tendría más fondo Ern de lo que suponían?

—Tienes razón, Ern —convino Bets, tomando del brazo a Fatty—. «Yo» también creo que Fatty es un genio. Pero no sólo en poesía, sino en todo.

Fatty mostróse complacido, pero, al propio tiempo, profundamente turbado. Oprimiendo la mano de Bets, tosió modestamente y luego volvió a toser, tratando de pensar que decir. Pero Larry se le adelantó, regocijado ante la inusitada modestia de Fatty, y, adoptando un tono lúgubre y solemne, recitó:

Hubo una vez un humilde chaval
que murió de tos en un arrabal.

Excuso decir que la reunión se dispersó entre carcajadas, alaridos y palmadas. Ern no cabía en sí de gozo. ¡Qué colección de amigos más ESTUPENDOS tenía!

CAPÍTULO X
EN EL CAMPAMENTO

Aquella tarde Fatty empezó a «investigar» en serio. Había leído atentamente los periódicos, pero no sacó gran cosa de ellos. Al parecer, el pequeño príncipe había tomado parte en un concierto vocal improvisado en el campamento la noche de su desaparición, y después bebió una taza de cacao y retiróse a su tienda con los otros tres muchachos con quienes la compartía.

Aquellos tres muchachos no habían podido aportar ningún dato de interés. Estaban tan fatigados que se quedaron dormidos como troncos en cuanto se acostaron en sus sacos de campaña. Al despertarse, era ya de día, y el saco de campaña del príncipe hallábase vacío.

Tal fue su escueta declaración.

«Poca cosa es —pensó Fatty—. Supongo que se trata de un secuestro. Tendré que interpelar a Ern, Sid y Perce, aunque no creo que ninguno de ellos me saque de dudas, y luego me daré una vuelta por el campamento por si oigo algo interesante.»

Aquella tarde dirigióse a casa de Pip en su bicicleta. Allí encontró a Larry y Daisy.

—¿Alguno de vosotros tiene algún pariente en el campamento? —inquirió Fatty— ¡Yo no tengo tanta parentela! Tú, Larry, ¿no sabes de ningún primo tuyo que veranee en el campamento?

—No —replicó Larry—. ¿Y tú, Pip?

—¿Qué colegios lo componen? —preguntó Pip—. ¿Dónde está el periódico? He visto una lista de ellos en el de hoy.

Todos examinaron la lista detenidamente.

—¡Ah! —exclamó de pronto Pip—. Hay chicos de Lillington-Peterhouse. Sé que un primo mío va allí. A lo mejor está en el campamento.

—¿Cómo se llama? —interrogó Fatty.

—Ronald Hilton —respondió Pip—. Es mayor que yo.

—Podríamos ir en busca del grupo de Lillington-Peterhouse y preguntar por Ronald —propuso Fatty—. Si está allí, podrías celebrar una entrevista con él y el resto de nosotros nos iríamos a dar una vuelta por si cae algo.

—No quiero hablar con Ronald —gruñó Pip—. Me tomaría por un desvergonzado. Ya te he dicho que es mayor que yo.

—¿No te das cuenta que esto podría derivar en un misterio? —repuso Fatty, severamente—. Ya sé que no tiene trazas de serlo, y, además, hemos empezado con mal pie. Pero es un «posible» misterio, y tu obligación es hacer lo que puedas para aclararlo, Pip.

—Está bien —murmuró Pip sumisamente—. En este caso, haré lo que me mandas. Pero si recibo algún cachete, acudid a rescatarme. Espero que, si de veras se trata de un misterio, la cosa se animará un poco. El «posible» secuestro de un pequeño príncipe extranjero no me interesa particularmente.

Other books

The Whenabouts of Burr by Michael Kurland
Teetoncey and Ben O'Neal by Theodore Taylor
Hadrian's Rage by Patricia-Marie Budd
Computer Clues by Judy Delton
Angel in Chains by Cynthia Eden
Hangsaman by Shirley Jackson
Murder.com by Christopher Berry-Dee, Steven Morris
The Upright Heart by Julia Ain-Krupa


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024