En primer lugar, quiero expresar mi inmensa gratitud a Dominique, mi esposa, que ha compartido todos los instantes de esta larga y difícil indagación y ha sido una colaboradora insustituible durante la preparación de esta obra.
Mi reconocimiento a Colette Modiano y a Paul y Manuela Andreota, que pasaron muchas horas corrigiendo mi manuscrito y me ayudaron con sus frases de aliento. También quiero dar las gracias a mi amiga, la doctora Claudine Escoffier-Lambiotte, autora de tantos y tan nobles trabajos médicos, por el esmero que tan generosamente puso en comprobar la exactitud de los pasajes científicos. Y quiero rendir también homenaje a Jean Mariaud de Serres y al biólogo Chris Marton.
Este libro es fruto de pacientes averiguaciones cerca de numerosos investigadores, médicos, personal sanitario y enfermos. Sin su activa y generosa colaboración, no habría podido ver la luz. En los Estados Unidos, deseo dar las gracias, en primer lugar, al doctor Sam Broder, actualmente director del Instituto Nacional Americano del Cáncer, por haberme dedicado su precioso tiempo tanto en el hospital de Bethesda como en su deliciosa casa de Rossmore Drive, junto a Gail, su esposa, y sus dos hijas.
Doy también las gracias más efusivas al profesor Robert Gallo por nuestras innumerables entrevistas en su laboratorio de investigación del edificio 37 del
campus
de Bethesda, en su coche, mientras circulábamos por las carreteras de Maryland, en las
trattorias
de Washington en compañía de amigos suyos, investigadores llegados del extranjero, y en su casa de Thornden Terrace con su esposa Mary-Jane y sus dos hijos, ante las montañas de pasteles italianos que tanto le gustan. Le doy las gracias muy especialmente por haber organizado para mí una de sus grandes reuniones para presentarme a todos los colaboradores de su equipo, particularmente a la bióloga Flossie Wong-Staal y a Bill Blatner, Mikulas Popovic, Saki Salahuddin y tantos otros que harían interminable la lista.
El CDC de Atlanta fue uno de los polos de mi investigación, y quiero dar las gracias al jefe de su unidad operativa, el doctor James Curran y a sus médicos-detectives, los doctores Harold Jaffe, Martha Rogers y a todos sus colegas que me ayudaron a reconstruir en detalle la fantástica persecución que lanzaron contra el virus sospechoso de ser el agente del sida.
Entre los médicos norteamericanos que tuvieron que afrontar sobre el terreno los primeros casos de la terrible epidemia, vaya de modo especial mi agradecimiento al doctor Michael Gottlieb, por los días enteros que dedicamos juntos a reconstruir hasta el menor detalle del descubrimiento de los cinco primeros casos que darían la alerta a la comunidad científica mundial. Doy también las más expresivas gracias a los doctores Alvin Friedman-Kien y Joseph Sonnabend de Nueva York, Marcus Conant y Paul Volberding de San Francisco, Peng Thim Fan y Joel Weisman de Los Ángeles, por su preciosa contribución a esta parte de la investigación. Finalmente, deseo ofrecer al doctor Jack Dehovitz mi especial gratitud por el minucioso relato que tuvo a bien hacerme de la traumática experiencia que vivió en el hospital Saint-Clare de Nueva York en su diaria atención a las víctimas de la epidemia.
Sin la cordial ayuda del doctor David Barry y sus colaboradores Richard Clemons, Sandy Lehrman, Dannie King, Marty St. Clair y varios otros, yo no habría podido reconstruir los momentos de angustia y esperanza que jalonaron la excepcional aventura de la elaboración del primer medicamento activo contra el sida. Les doy las gracias por haber contribuido en tan gran medida a mis pesquisas por las salas de experimentación de los laboratorios Wellcome en el
campus
del Research Triangle Park. Igualmente, doy las gracias a la doctora Ellen Cooper, de la Food and Drug Administration, por todo el tiempo que me dedicó en la colmena de cristal de su cuartel general de Rockville, Maryland, para hacer revivir las peripecias que condujeron a la autorización de la experimentación del AZT en el hombre. Toda mi gratitud también a la doctora Mathilde Krim por la paciencia con que tuvo a bien relatarme en su residencia particular de Nueva York, cómo su campaña para la distribución del AZT a todos los enfermos había ofrecido una primera esperanza a los condenados del sida.
Entre estos condenados es sin duda Josef Stein a quien tributo mi agradecimiento más emocionado y apenado. Nunca olvidaré las largas conversaciones que mantuvimos en el hospital, en la primavera de 1986, cuando él luchaba con tanta gallardía contra el virus fatal. Tampoco olvidaré que, la víspera de su muerte, él mandó pegar en la ventana de su habitación, al lado de la vista de Jerusalén recibida de su amigo el monje de Latroun, la postal que yo le envié desde mi pueblo de Ramatuelle, al que no llegó a venir en convalecencia. Hago extensivo este recuerdo a todos los demás enfermos y a quienes tanto han trabajado por ellos, en particular a monseñor John O'Connor, arzobispo de Nueva York, y a monseñor James Cassidy, gracias a los cuales pudo crearse el hogar Ofrenda de Amor para enfermos del sida sin recursos; al doctor Richard Yezzo, director del hospital Saint-Clare; a la doctora Deborah Spicehandler; a los enfermeros Ron Peterson y Gloria Taylor; a los asistentes sociales Georges Lafontane y John Wright; y al
clinic coordinator
Terry Miles.
Puesto que una gran parte de mi tarea de documentación se desarrolló en el Instituto Pasteur de París y en diversos hospitales parisienses, debo agradecer vivamente al profesor Luc Montagnier que dedicara un poco de su precioso tiempo a reconstruir los días memorables del invierno de 1983 en los que él y su equipo trataban de hacer frente al mayor desafío médico de este fin de milenio. Doy las gracias a los miembros de su equipo y muy especialmente al profesor Jean-Claude Chermann y a la doctora Françoise Barré-Sinoussi, codescubridores del virus del sida. Ellos accedieron a reconstruir para mí, en los mismos lugares de su victoria, las múltiples operaciones de búsqueda de la famosa enzima trascriptasa inversa que demostró ser la «firma» gracias a la cual pudieron identificar el virus. Asocio a este homenaje al profesor André Lwoff, premio Nobel de Medicina, que me honró con sus consejos; al profesor Daniel Zagury, que tuvo a bien responder a mis preguntas cuando estaba experimentando en sí mismo la vacuna que está desarrollando; a la doctora Françoise Brun-Vézinet, que tomó muestras de las células tumorales que sirvieron para aislar el virus; al profesor Willy Rozenbaum que, en el curso de varias entrevistas celebradas en los cafés cercanos al hospital Claude-Bernard, accedió a reconstruir los momentos dramáticos de sus confrontaciones con los primeros enfermos de sida. Doy las gracias también a la doctora Christina Rouzioux, que me relató la aventura de la preparación de la primera prueba seropositiva; al doctor Jacques Leibowitch, que me relató su memorable viaje a Bethesda realizado durante el verano de 1983 en que trató de convencer a Robert Gallo para que «pisara a fondo». Esta lista de agradecimientos estaría incompleta si no incluyera a Charles y Clautline Dauguet. Las horas pasadas en su compañía en los mismos lugares en los que Charlie fotografió el virus del sida por primera vez en el mundo figurarán entre los recuerdos más interesantes de mi vida de encuestador y de escritor.
Deseo testimoniar también mi vivo reconocimiento a los que no han cesado de rodearme de muestras de ánimo y de afecto durante la larga aventura que fue la documentación y redacción de este libro, particularmente a mi hija Alexandra, a Rina y Takis Anoussis, al doctor Elie Attias, a Chuck y Red Barris, a Julia Bizieau, a Bernard y Véronique Blay, al doctor Alain y Martine Bondil, a Dominique y Ghislain Carpentier, a Larry y Nadia Collins, a Marcel y Reine Conchon, a Madelein Conchon, a David, a Fanny Drif, a René y Thérèse Esnault, al doctor Michel Fouques, a Laura Fry, a Françoise y Pierre Gautier, al doctor Jean-Romain Gautier, a Jean-Françoise Gimond, a Alain y Clémentine Gomez, al doctor Dominique Guyot de La Hardrouyère, a Marie de Hennezel, a Marion Kaplan, a Jacques y Jeannine Lafont, a Jean-Pierre y Marielle Lafont, a Jean Larbey, a Robert y Marie-Ange Léglise, a André Lewin y Catherine Clément, a Michel Licinio, a Claude y Lydia Lorin, a Valérie Mayet, a Didier Constancin y a su equipo de l'Atalante de Sainte-Marie de Ré, a Anna y Jean-Bernard Mérimée, a Christine Monnier, a Coco Mouret, a Jean-Paul Paoli, a Brigitte y Edgar Pascaud, a Alain y Chantal Pascot, al doctor Alain y Christiane Paul, a Michèle Pavlidis, a André Preadel, al doctor François Puget, a Dora y Gilbert Rinaudo, al padre Jean-Marie Roussell, a Christiane y Léon Salembien, al padre Sylvio Sandro, al doctor Gilbert Schloegel, a Christian Serrandon, al doctor Elliott Soussan, a Claire y Didier Teirlinck, a Paule Tondut, a Louis Valentin, al doctor Philippe Vialatte, a André Vonesch y a Heidi Wurzer.
Permítaseme también dedicar un cariñoso recuerdo a mis fieles compañeros
Bignolette
,
Preferida
y
Tara
.
Agradezco también a Philippe Béthoux y Richard Hermitte, de la empresa Sotei Informatique de Fréjus, así como a Bernard Tissot y Jacqueline Vivas, de la empresa Bureaumatique de Toulouse, su asistencia técnica en la confección de mi manuscrito.
No habría podido escribir este libro sin la confianza entusiasta y constante de mi amigo y agente literario Morton L. Janklow, y la de mis amigos editores. Mi más cordial agradecimiento a Robert Laffont y todos sus colaboradores de París; a Mario Lacruz, de Barcelona; a Larry Kirschbaum, de Nueva York, así como a Anne Sibbald y Cynthia Cannell; a Giancarlo Bonacina, de Milán; y, finalmente, a mi amiga y traductora Kathryn Spink, autora de notables obras sobre la Madre Teresa, el hermano Roger de Taizé y Jean Vanier, apóstol de los niños físicamente disminuidos. Deseo asociar a este homenaje el recuerdo de mi amigo el malogrado Claude Jean al que tanto habría gustado terminar la lectura de este libro. Su valor ante la enfermedad me sirvió de ejemplo.
A la Madre Teresa y a las hermanas que tanto contribuyeron a esta investigación, deseo ofrecer la expresión de mi reconocimiento, mi admiración y mi afecto muy especiales, al igual que a Jacqueline de Decker, al padre Céleste Van Exem, a François Laborde, a James Stevens, al hermano Gaston, al hermano Philippe y al doctor Kumar Chanemougame.
Finalmente digo que es gracias a la habilidad y al talento de los doctores Pierre Léandri y Georges Rossignol, que me operaron, y gracias a la competencia y a los desvelos de sus equipos de la clínica Saint-Jean-du-Languedoc, de Toulouse, que estoy curado de un cáncer. Desde aquí les ofrezco el testimonio de mi más afectuosa gratitud.
DOMINIQUE LAPIERRE (La Rochelle, Francia, 30 de julio de 1931), periodista y escritor. Conoció en su infancia la ocupación nazi de Francia y al terminar la guerra su familia se instaló en los Estados Unidos. El periodismo le atrajo siendo muy joven, con sólo diecisiete años y gracias a la obtención de una beca de la «Asociación Zellidja» (Organización francesa que ofrece becas a jóvenes entre 16 y 20 para proyectos de estudios autónomos) recorrió más de 30.000 kilómetros por las carreteras de Estados Unidos. Como resultado de esa experiencia escribió un reportaje para Le Monde y también el que fue su primer libro:
Un dólar cada mil kilómetros
.
Se licenció en Economía Política en 1952 en la universidad estadounidense de Lafayette gracias a otra beca, la «Fullbright». En esa universidad será nombrado «Doctor honoris causa» en 1982. Pero no en la disciplina de Economía, sino en la de Literatura.
El 5 de abril de 1980 se casa con Dominique Conchon, que llevaba muchos años de colaboración en la asociación literaria que su esposo mantenía con Larry Collins. Ella es parte activa de los proyectos humanitarios de su marido en su amada India.
Obras en solitario de Dominique Lapierre:
(En colaboración con Javier Moro —su sobrino—,
Era medianoche en Bhopal
, 2001. Y con Jean-Pierre Pedrazzini,
Érase una vez la URSS
, 2005)
Obras escritas conjuntamente entre Dominique Lapierre y Larry Collins:
[1]
Cifra proporcionada por la encuesta publicada el 15 de abril de 1989 en la revista de información
India Today
.
<<
[2]
Ciento ochenta y nueve participantes en una convención de antiguos combatientes de la American Legion, que tuvo lugar en julio de 1976 en un hotel de Filadelfia, se vieron afectados por una misteriosa neumonía. Veintinueve de ellos fallecieron.
<<