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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (8 page)

La mano enjoyada de Jones abandonó el pasamanos y éste bajó de unas zancadas los escalones que lo separaban de la mujer. Le dijo algo que no pude entender. E, inmediatamente, subió otra vez; un notable septuagenario de excelentes pulmones.

Se detuvo ante mí y me sonrió, mostrándome unos dientes blancos como la nieve insertos en
Autenti-Gingiva
.

—¿Campbell? —preguntó jadeante.

—Sí.

—Me llamo Jones, doctor Jones. Le tengo reservada una sorpresa.

—Ya he visto su periódico.

—No... No se trata del periódico. Es una sorpresa mayor que ésa.

El padre Keeley y el
Vice-Bundesführer
Krapptauer aparecieron entonces. El aire les silbaba en el pecho y contaban hasta veinte en susurros entrecortados.

—¿Una sorpresa mayor? —dije, preparado a ajustarle las cuentas tan salvajemente que nunca más pudiera pensar que yo era uno de su calaña.

—La mujer que traigo conmigo...

—¿Qué pasa con ella?

—Es su esposa —dijo—. Logré ponerme en contacto con ella y me pidió que no le avisara de antemano. Insistió en que el encuentro tenía que ser así: viniendo de improviso a su casa, sin que usted lo supiese...

—Porque quería ver por mí misma si todavía queda algún rinconcito para mí en tu vida —dijo Helga—. Si no hay lugar, simplemente te diré adiós otra vez, desapareceré y ya no volveré a molestarte.

15. La máquina del tiempo

Si la pálida mano sin anillos que se posaba allá abajo sobre el pasamanos de la escalera pertenecía a mi Helga, entonces era la mano de una mujer de cuarenta y cinco años. La mano de una mujer madura, prisionera en Rusia durante dieciséis años. Si la mano pertenecía a Helga...

Era inconcebible que mi Helga pudiese conservarse todavía hermosa y alegre.

Si Helga había sobrevivido al ataque ruso sobre Crimea, si había conseguido eludir todo ese arrastrarse, todos esos silbidos, zumbidos, crispamientos, rechinamientos, confinamientos, todos esos estrepitosos y aturdidores juguetes de la guerra que mataban rápidamente entonces le había tocado en suerte, con toda seguridad, una condena más lenta, una condena que mataba como la lepra. No necesitaba yo intentar adivinar su destino. Todos lo conocían bien; se aplicaba sin distinción a todas las prisioneras en el frente ruso...; formaba parte de la horrible rutina de cualquier nación totalmente moderna, totalmente científica, totalmente asexuada que se empeñase en una guerra totalmente moderna.

Si mi Helga había sobrevivido a la batalla, con seguridad que sus captores la habían empujado, a punta de fusil, hacia una de aquellas cuadrillas de trabajos forzados. Sin duda la habían conducido, como al ganado, hacia uno de esos incontables montones de estrábicas, terrosas, desesperadas, humilladas, harapientas ruinas humanas que poseía la Madre Rusia... Sin duda habían convertido a mi Helga en una máquina de escarbar raíces en campos cubiertos de escarcha, en una limpiadora de piedras de pies pesados como plomo y dedos hinchados; una cosa que arrastraba carros ruidosos, sin nombre y sin sexo.

—¿Mi esposa? —le dije a Jones—. No lo creo.

—Es bastante fácil probar si miento. Si soy un mentiroso... —me dijo amablemente—. Véalo usted mismo.

Bajé la escalera con paso firme y regular.

Entonces vi a la mujer.

Me sonrió y alzó su cara hacia mí para mostrar sus rasgos franca, claramente.

Tenía el cabello blanco como la nieve.

Pero, a excepción de ese detalle, era mi Helga, respetada por el tiempo.

A excepción de ese detalle, estaba tan flexible y resplandeciente como mi Helga en nuestra noche de bodas.

16. Una mujer bien conservada

Lloramos como niños, abrazados el uno al otro, mientras subíamos la escalera hasta la buhardilla.

Cuando pasamos junto al padre Keeley y al
vice-Bundesführer
Krapptauer, vi que Keeley lloraba. Krapptauer saludó militarmente, en honor a la idea de la familia anglosajona. Jones, algo más arriba, estaba radiante de alegría ante el milagro que había logrado. Se restregaba una y otra vez las manos enjoyadas.

—Mi... mi esposa —dije a mi buen amigo Kraft al entrar con Helga en mi casa.

Y Kraft, procurando no llorar, mordió de tal manera la boquilla de su vieja pipa que la rompió en dos. No lloró, en verdad; pero estuvo a punto de hacerlo... Realmente a punto de llorar, creo.

Jones, Krapptauer y Keeley entraron detrás de nosotros.

—¿Cómo ha conseguido devolverme a mi esposa?

—Una coincidencia fantástica. Un día supe que usted aún vivía. Un mes después me enteré de que su esposa aún vivía. ¿Cómo no ver en esa coincidencia la mano de Dios? —dijo Jones.

—Quizá sea la mano de Dios —le respondí.

—Mi periódico tiene una circulación reducida en Alemania occidental. Uno de mis suscriptores leyó la noticia sobre usted y me envió un telegrama. Me preguntaba si yo sabía que su esposa acababa de refugiarse en Berlín occidental.

—¿Por qué no me envió el telegrama
a mí
? —me volví hacia Helga—. Querida, ¿por qué no me enviaste el telegrama? —le pregunté en alemán.

—Estuvimos tanto tiempo separados... Estuve muerta durante tanto tiempo —me respondió en inglés—. Pensé que probablemente habrías reconstruido tu vida, una vida sin espacio para mí. Hasta llegué a desear que fuera así.

—Mi vida no es otra cosa que espacio para ti. Nadie podría haberlo llenado sino tú.

—Tenemos tanto que decimos, tanto que contarnos... —me dijo, fundiéndose contra mí.

La miré pensativo. Su piel, suave y clara. Estaba asombrosamente bien conservada para una mujer de cuarenta y cinco años.

Lo que hacía más notable su estado de conservación era la historia que contó acerca de cómo había pasado los últimos quince años.

Capturada y violada en Crimea, dijo la enviaron en un furgón a Ucrania y la obligaron a trabajar en una cuadrilla.

—Éramos unas sucias prostitutas tambaleantes, casadas con el barro. Cuando terminó la guerra, nadie se preocupó de comunicárnoslo. Nuestra tragedia era permanente. No había documentación alguna sobre nosotras en ningún sitio. Nos arrastramos sin rumbo durante días, a través de pueblos en ruinas. Cualquiera que tuviese que hacer algún trabajo servil y sin sentido, sólo tenía que llamarnos con un gesto y nosotras lo hacíamos por él.

Se apartó de mí para adornar su increíble historia con ademanes más amplios. Me acerqué a la ventana para escucharla... para escucharla mientras miraba a través de los vidrios polvorientos las ramitas secas de un árbol sin pájaros, sin hojas.

Sobre el polvo de tres vidrios de la ventana se veían, toscamente dibujadas, una esvástica, la hoz y el martillo y la bandera de Estados Unidos. Yo mismo había dibujado esos tres símbolos semanas antes, al finalizar una discusión sobre patriotismo que tuve con Kraft. Di un «¡Viva!» de corazón a cada uno de aquellos símbolos para mostrarle a Kraft el significado del patriotismo en, respectivamente, un nazi, un comunista y un estadounidense. «¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!», grité.

Y ahora Helga seguía adelante con su historia, tejiendo su biografía sobre el loco telar de la historia moderna. Se escapó de la cuadrilla de trabajo después de dos años, dijo, y la atraparon al día siguiente unos asiáticos retardados, que iban con metralletas y perros de policía.

Pasó trece años en prisión; luego la enviaron a Siberia como intérprete y archivera en un gigantesco campo de concentración para prisioneros de guerra. Ocho mil hombres de la S.S. alemana se encontraban recluidos allí, aunque la guerra ya hacía años que había terminado.

—Estuve en ese lugar ocho años, misericordiosamente hipnotizada por las simples tareas dianas. Disponíamos de copiosos archivos con detalles de todos los prisioneros, de todas aquellas vidas sin sentido que languidecían detrás de los alambres de púas. Aquellos hombres de la S.S., que alguna vez habían sido tan jóvenes y tan depravados, se volvían grises, cobardes y llenos de autocompasión por sus sufrimientos... Esposos sin esposas, padres sin hijo, comerciante sin sus comercios, tenderos sin tiendas.

Al pensar en los amansados hombres de la S. S., Helga se planteó a sí misma el enigma de la esfinge. «¿Cuál es el animal que camina por la mañana a cuatro patas, con dos al mediodía y tres por la tarde?»

—El hombre —se respondió con voz ronca.

Nos contó cómo fue repatriada... Repatriada hasta cierto punto. Volvió a Dresde, en Alemania oriental, no a Berlín. La destinaron a una fábrica de cigarrillos que describió con detalles deprimentes.

Un día escapó a Berlín oriental y desde allí cruzó a Berlín occidental. Unos días después volaba hacia mí.

—¿Quién te pagó el viaje? —le pregunté.

—Gente que lo admira a usted —contestó Jones, con calor—. No crea que les debe agradecer nada. Son personas que sienten que tienen con usted una deuda de gratitud que nunca podrán pagar del todo.

—¿Por qué?

—Por el valor de decir la verdad durante la guerra, cuando todo el mundo mentía —dijo Jones.

17. August Krapptauer sube al Valhalla

El
Vice-Bundesführer
Krapptauer bajó de nuevo, por iniciativa propia, toda la escalera con el fin de retirar el equipaje de Helga de la limosina de Jones. Mi reencuentro con Helga lo había hecho sentirse otra vez joven y cortés.

Ninguno de nosotros imaginó para qué había bajado hasta que reapareció en la puerta con una maleta en cada mano. Jones y Keeley quedaron consternados al pensar en el viejo corazón de Krapptauer, que andaba a tumbos y podía pararse en cualquier momento.

El
Vice-Bundesführer
tenía el color del jugo de tomate.

—¡Loco! —le espetó Jones.

—No, no... Si estoy perfectamente bien —dijo Krapptauer sonriendo.

—¿Por qué no dejaste que Robert lo hiciera?

Robert era el chofer de Jones y estaba sentado en la limosina, allá abajo. Robert era un negro de setenta y tres años. Era Robert Sterling Wilson, pensionista de varias cárceles en el pasado, espía japonés y el «Führer Negro de Harlem».

—Debiste dejar que Robert subiese todo eso. ¡Dios mío!... No sé por qué arriesgas tu vida de esa manera.

—Es un honor arriesgar mi vida —dijo Krapptauer— por la esposa de un hombre que sirvió a Adolf Hitler tan bien como lo hizo Howard Campbell.

Y cayó muerto.

Intentamos revivirlo; pero estaba más muerto que una piedra, boquiabierto, obscenamente tieso.

Corrí hasta el segundo piso donde vivía con su madre el doctor Abraham Epstein. Lo encontré en casa. El doctor Epstein trató al pobre Krapptauer con bastante rudeza: lo obligó a demostramos a todos cuan muerto estaba.

Epstein era judío y pensé por eso que Jones y Keeley podrían objetar la manera en que hurgaba en Krapptauer. Pero las dos antiguallas fascistas se mostraban respetuosos y sumisos como niños.

Lo único que Jones dijo a Epstein, después de que éste confirmó la muerte de Krapptauer, fue:

—Soy dentista, doctor.

—Ah, ¿sí? —dijo Epstein.

El detalle no pareció interesarle mucho. Bajó hasta su departamento para llamar una ambulancia.

Jones cubrió a Krapptauer con una de mis frazadas, excedentes de guerra.

—Justo cuando las cosas comenzaban a ponerse mejor para él.

—¿Por qué mejor? —pregunté.

—Empezaba a poner en marcha una pequeña organización. No una cosa en grande... pero sí algo leal, lleno de altruismo.

—¿Cómo se llamaba?

—La Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana. Krapptauer tenía verdadero talento para convertir a los jóvenes normales en una fuerza disciplinada, llena de resolución. Jones movió la cabeza con amargura:

—La gente joven empezaba a responder tan bien...

—Amaba a los jóvenes y los jóvenes lo amaban —dijo el padre Keeley; todavía lloraba.

—Ese es el epitafio que debería grabarse en su tumba —dijo Jones—. Solía trabajar con los jóvenes en el sótano de mi casa. Tendría que haber visto cómo los preparaba... Y eran tan sólo jovencitos corrientes, de todas las clases sociales.

—Muchachos casi siempre desorientados y a punto de meterse en líos —confirmó el padre Keeley.

—Fue uno de los más grandes admiradores que usted haya tenido.

—¿De veras?

—Allá por los tiempos en que usted hablaba por radio, nunca se perdió una charla suya. Cuando le encarcelaron, lo primero que hizo fue construirse un receptor de onda corta sólo para poder seguir oyéndolo. Todos los días hervía de entusiasmo por las cosas que usted había dicho la noche antes.

—¡OH!

—Usted fue un faro, señor Campbell —dijo Jones con pasión—. ¿Se da cuenta de la luz que proyectó a través de todos aquellos años tan negros?

—No.

—Krapptauer siempre tuvo la esperanza de que usted fuera el Oficial de Idealismo en la Guardia de Hierro.

—Yo soy el capellán —dijo Keeley.

—¡Ay! ¿Quién, quién, quién va a dirigir ahora la Guardia de Hierro? —preguntó Jones—. ¿Quién se adelantará ahora para recoger la antorcha caída?

Se oyó un golpe breve y enérgico en la puerta. La abrí y vi de pie ante mí al chofer de Jones. Un negro arrugado, viejo, de malévolos ojos amarillentos. Vestía un uniforme negro, adornado con ribetes blancos, cinturón tipo Sam Browne, silbato niquelado, gorra de la
Luftwaffe
—sin la insignia— y polainas de cuero negro.

No había ni un ápice del Tío Tom en este negro de pelo algodonoso. Caminaba artríticamente; pero sus pulgares se engarfiaban en el cinturón, su mentón avanzaba desafiante hacia nosotros y mantenía la gorra puesta.

—¿Todo bien por aquí? —preguntó a Jones—. Estuvo tanto tiempo que...

—No demasiado bien... August Krapptauer ha muerto.

El Führer Negro de Harlem asimiló la noticia sin mayor esfuerzo:

—Todos se mueren, todos se mueren... ¿Quién levantará la antorcha cuando todo el mundo haya muerto?

—Lo mismo que me pregunté yo hace un momento —dijo Jones.

Y me presentó a Robert. Robert me dio la mano.

—He oído hablar de usted; pero nunca lo oí por la radio.

—Bueno... No siempre se puede complacer a todo el mundo.

—Es que... militábamos en bandos contrarios —dijo Robert.

—Ah. Ya veo.

Como no sabía nada de él, estaba de acuerdo en que perteneciera a cualquier bando que le viniese bien.

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