Un espía estadounidense afincado en Alemania, presunto nazi, se encuentra preso en Israel, en espera de juicio por sus emisiones radiofónicas antisemitas durante la II Guerra Mundial, que en realidad —o además— eran mensajes cifrados para los aliados.
Todo en la situación del protagonista, incluso su propia identidad, es ambiguo, dual, contradictorio, polivalente como en una comedia de Pirandello. Y la verdad vaga como un alma en pena entre unas y otras alternativas sin lograr instalarse, ni siquiera provisionalmente, en ninguna, porque en el mundo ya no hay sitio para ella.
MADRE NOCHE es, en cierto modo, el contrapunto de
Matadero Cinco
, en cuanto que ambas constituyen sendas meditaciones sobre los mismos sucesos, pero desde ángulos distintos —complementarios— para reforzar una misma desazonadora denuncia.
Kurt Vonnegut
Madre Noche
ePUB v1.0
GONZALEZ24.04.12
EDITORIAL BRUGUERA, S.A.
Título original:
Mother Night
Edición en lengua original:
© Kurt Vonnegut, Jr. - 1961, 1966
Primera edición en lengua castellana:
© Editorial Sudamericana, S. A. - 1974
PUBLISHED BY ARRANGEMENT WITH DELL PUBLISHING CO., INC. DELACORTE PRESS / SEYMOUR LAWRENCE, NEW YORK, N. Y., U.S.A.
© J. C. Guiral - 1974
Traducción
© Jorge Sánchez - 1977
ISBN 84-02-05166-9
Depósito legal: B. 16.838 - 1977
«Dígase lo que se diga acerca del dulce milagro de la fe ciega, considero aterradora y despreciable la capacidad de tenerla», afirma el pirandelliano protagonista de
Madre Noche
, en lo que constituye una auténtica declaración de principios de la novela y del autor. Pues
Madre Noche
es, entre otras cosas, un elogio (en el sentido erasmiano) de la duda frente a unos intereses contrapuestos que exigen adhesiones incondicionales y ortodoxias ético-ideológicas sólo posibles para cerebros poco desarrollados o deliberadamente inhibidos, como si la política de tontos útiles fuera la única viable, y la sola elección que le quedara al individuo fuera (y no siempre) la de alinearse con uno u otro tipo de tontos.
En un mundo en que sólo los «creyentes» de una u otra mitología parecen tener sitio, Vonnegut aboga por el derecho —y el deber— al escepticismo y la duda.
No en vano el libro está dedicado a Mata Hari: en el farisaico mundo de un
fair play
estereotipado e hipócrita,
Madre Noche
pone de manifiesto el doble juego, el juego múltiple que nos vemos obligados a jugar no sólo para sobrevivir, sino incluso para ser, a la vez que denuncia el maniqueísmo ideológico que, por ejemplo, se rasga las vestiduras ante la brutalidad nazi y silencia la de los aliados.
La única diferencia entre las matanzas de judíos por los nazis y las de civiles alemanes (Dresde), japoneses (Hiroshima) o vietnamitas por los estadounidenses, estriba en que los judíos manejan un aparato propagandístico-cultural más poderoso y de mayor incidencia en la opinión pública (sin que sus fundadas lamentaciones, dicho sea de paso, y puesto que de maniqueísmo estamos hablando, les hayan impedido crear un sionismo que no se diferencia gran cosa del nazismo).
Pese a estar centrada en la figura de un espía, un presunto agente doble,
Madre Noche
sigue siendo, como toda la obra de Vonnegut (y de ahí su incidencia en la contracultura estadounidense), una balada del desertor, si no una oda. Es, en cierto modo, el contrapunto de
Matadero
5, cuyo protagonista representa, por así decirlo, al desertor «por defecto»: el individuo desbordado por los acontecimientos y sumido en una pasividad perpleja. Howard W. Campbell, Jr., es el desertor «por exceso», el que para no ahogarse se sube a la cresta de la ola de los acontecimientos, el que intenta salirse del sistema no dejando de participar sino mediante una participación plural, ambigua, contradictoria. El uno intenta mantenerse a flote «haciendo el muerto»; el otro, braceando frenéticamente en varias direcciones a la vez, en unas aguas en las que sólo los privilegiados y los políticos de profesión saben nadar. Y guardar la ropa, claro.
Cáelo Frabeth
Esta es la única de mis narraciones cuya moraleja conozco. No creo que sea una moraleja extraordinaria. Sólo que, en esta ocasión, sé cuál es: somos lo que pretendemos ser, así que debemos tener cuidado con lo que pretendemos ser.
Mi experiencia personal con las monadas que hicieron los nazis fue siempre escasa. Durante la década del treinta y allá en mi ciudad natal, en Indianápolis, hubo algunos despreciables y activos fascistas norteamericanos. Recuerdo que alguien me pasó una vez cierto ejemplar de
Los protocolos de los ancianos de Sión
; se suponía que ese libro configuraba el plan secreto de los judíos para dominar el mundo. Y también recuerdo alguno que otro comentario jocoso acerca del problema de mi tía, que se había casado con un alemán
alemán
y había tenido que escribir a Indianápolis para obtener pruebas de que no tenía una sola gota de sangre judía. El alcalde de Indianápolis la conocía desde los años de secundaria y las clases de baile, de modo que se divirtió en grande adhiriendo cintas y estampando sellos oficiales en todos los documentos que los alemanes requerían; con todo aquello encima, los papeles de mi tía parecían tratados de paz del siglo
XVIII
.
Poco después estalló la guerra. Tomé parte en ella y me hicieron prisionero. Por consiguiente, tuve ocasión de ver algo de Alemania, desde dentro, mientras la lucha proseguía. Como era soldado raso —explorador del batallón, por más señas— tuve que trabajar para subsistir, de acuerdo con los términos de la Convención de Ginebra. Lo cual, bien mirado, me hizo más bien que mal. No permanecí todo el tiempo en la prisión, situada en algún lugar de la campiña. Tuve oportunidad de viajar a una ciudad, Dresde, y de observar a su gente y lo que hacían.
Nuestro grupo particular de trabajo contaba con unos cien hombres, y nos emplearon en una fábrica, como asalariados. La fábrica producía una especie de jarabe malteado, enriquecido con vitaminas, para el consumo de mujeres embarazadas. Sabía a miel mezclada con humo de nogal. Era agradable. Me gustaría probar un poco ahora mismo. Y la ciudad era hermosa, ornamentada en extremo, como París, y respetada por la guerra. Se suponía que era una ciudad «abierta», es decir, una ciudad que no podían atacar porque no mantenía industrias bélicas ni concentraciones de tropas.
Pero en la noche del 13 de febrero de 1945, aviones norteamericanos y británicos arrojaron explosivos de alto poder sobre Dresde. En el momento en que escribo esto han transcurrido unos veintiún años desde aquel bombardeo. Las bombas no perseguían objetivos concretos. Se esperaba crear con ellas una enorme conflagración que obligara a los bomberos de la ciudad a guarecerse en los refugios subterráneos.
Y con esa idea se arrojaron cientos de miles de bombas incendiarias, sobre todo lo que era combustible. Después se arrojaron más bombas para mantener a los bomberos en sus agujeros, y todos los focos de incendio crecieron, se unieron, se convirtieron en una gigantesca llamarada apocalíptica. ¡Imagínenselo! Una tempestad de fuego. Entre paréntesis, fue la matanza más grande de la historia europea. ¿Y qué hay con eso?
No llegamos a contemplar la tempestad ígnea. Nos hallábamos en un frigorífico situado bajo un matadero, acompañados por nuestros seis guardianes y por hileras e hileras de cadáveres de vacas, cerdos, caballos y ovejas, ya troceados para el consumo. Oíamos las bombas allá arriba. De cuando en cuando nos caía encima una llovizna de yeso y cal. Si hubiéramos subido a echar un vistazo, nos habríamos convertido en esos productos característicos de los incendios masivos: pedazos de materia parecidos a leños chamuscados, de sesenta o noventa centímetros de largo; seres humanos ridículamente diminutos o, si lo prefieren, gigantescas cigarras fritas.
La fábrica de jarabe malteado había desaparecido. Había desaparecido todo, excepto los refugios antiaéreos, donde 135.000 Hánseles y Grételes habían quedado horneados como bizcochos de jengibre. Nos asignaron la tarea de mineros de cadáveres, con la misión de romper los refugios y extraer los cuerpos. Y pude ver entonces muchos tipos de alemanes, de todas las edades, tal como los había sorprendido la muerte; por lo general, con objetos de valor en el regazo. A veces los familiares de las víctimas se acercaban a contemplar nuestras excavaciones. También ellos resultaban interesantes.
Bien. Es suficiente en cuanto a los nazis y a mí.
Si hubiese nacido en Alemania, supongo que habría sido nazi, habría liquidado a judíos y gitanos y polacos, habría dejado botas sobresaliendo de montículos de nieve y me habría reconfortado con mis propias entrañas, secretamente virtuosas. Así suele suceder.
Pero hay otra clara moraleja en este cuento, ahora que lo pienso: Cuando uno está muerto, está muerto.
Y todavía se me ocurre una tercera moraleja: Hagan el amor cuando puedan. Les sentará muy bien.
Iowa, 1966.
Al preparar la edición norteamericana de las confesiones de Howard W. Campbell, Jr., he tenido que manejar textos relacionados con algo más que el mero informe o el engaño, según sea el caso. Campbell fue un escritor acusado de crímenes extremadamente graves, y, en otros tiempos, un dramaturgo de cierta fama. Decir que fue escritor equivale a afirmar que las exigencias de su arte bastaban, por sí mismas, para obligarlo a mentir; y para mentir, además, sin ver el mal que en ello hubiera. Decir que fue un dramaturgo es prevenir aún más al lector, porque nadie miente mejor que un hombre que ha urdido vidas y pasiones sobre algo tan grotescamente artificial como es un escenario. Y ya que he dicho lo anterior acerca de mentir, arriesgaré esta otra opinión: las falsedades narradas en busca de efectos artísticos —en el teatro, por ejemplo, y, quizá, en las confesiones de Campbell— pueden constituir, en el grado más alto, una de las formas más perniciosamente engañosas de la verdad.
No me interesa argüir sobre el punto. Mis deberes de compilador no incluyen la polémica en ningún sentido. Consisten simplemente en transmitir a otros las confesiones de Campbell en el estilo más satisfactorio posible.
En cuanto a mi propia intromisión en el texto, diré que ha sido mínima. He corregido algunos errores ortográficos y he suprimido algunos signos de admiración. Todos los subrayados en bastardilla son míos.
En ciertos casos me he visto precisado a sustituir nombres. Me ha guiado la intención de evitar con ello molestias innecesarias, o algo peor, a personas inocentes que todavía viven. Por ejemplo: los nombres de Bernard B. O'Hare, Harold J. Sparrow y el doctor Abraham Epstein son ficticios en cuanto a lo que se refiere a este relato. También lo son el número de serie militar que se asigna a Sparrow en el ejército y el nombre que atribuyo a una rama de cierta Legión Norteamericana que aparece en el texto. No existe ninguna base de la Legión Norteamericana en Brookline que se llame «Francis X. Donovan».
Hay un punto acerca del cual quizá se pueda cuestionar mi exactitud, más que la de Howard W. Campbell, Jr. Está en el capítulo 22, cuando Campbell cita tres de sus poemas, en inglés y en alemán. En su manuscrito, las versiones en inglés son perfectamente claras. Sin embargo, las versiones alemanas —escritas de memoria por Campbell— parecen tan absurdas y tan suciamente atiborradas de correcciones que en muchos casos resultan ilegibles. Campbell se enorgullecía de proclamarse a sí mismo escritor en lengua alemana, sin que le preocupara mayormente su dominio del inglés. En sus intentos por justificar lo orgulloso que se sentía de su alemán, elaboró machaconamente, una y otra vez, la versión germana de sus poemas, y —al parecer— nunca llegó a estar plenamente satisfecho de ella.