Hacia el final de la guerra ocupaba un lugar destacado en la lista de criminales de guerra, sobre todo porque mis ofensas habían sido tan descaradamente públicas.
Me capturó el teniente Bernard B. O'Hare, perteneciente al Tercer Ejército norteamericano, en Hersfeld. Era el 12 de abril de 1945. Yo viajaba en motocicleta, desarmado. Aunque tenía derecho a usar uniforme —un uniforme azul y dorado—, no lo llevaba puesto en aquel momento. Estaba de civil, vestido con traje de sarga azul y abrigo apolillado con cuello de piel.
Ocurría que el Tercer Ejército había tomado Ohrdruf dos días antes. Ohrdruf fue el primer campo de concentración nazi que los norteamericanos vieron. Me condujeron a ese campo, me obligaron a verlo todo: los pozos de cal, las horcas, los postes donde azotaban a los prisioneros, las pilas de cadáveres ventrudos y cubiertos de costras, los ojos comidos por los insectos, las articulaciones deformes.
La idea era mostrarme las consecuencias de lo que había hecho.
Las horcas de Ohrdruf tenían capacidad para colgar a seis personas a la vez. Cuando las vi, un guardia del campo pendía del extremo de cada horca.
Se suponía que a mí también me colgarían pronto.
Yo mismo lo esperaba. Y me interesé por la pacífica quietud de los seis guardias que colgaban de las sogas.
Habían dejado de existir rápidamente.
Mientras miraba las horcas me tomaron una foto El teniente O'Hare se encontraba de pie detrás de mí, delgado como un Joven lobo y lleno de odio como una serpiente de cascabel.
La fotografía se reprodujo en la cubierta de
Life
y estuvo a punto de ganar el premio Pulitzer.
No me ahorcaron.
Cometí alta traición, crímenes contra la humanidad y crímenes contra mi propia conciencia; pero nadie me ha hecho nada por ellos hasta el momento. Nunca me han tocado un pelo, porque fui agente norteamericano durante toda la guerra. Mis transmisiones radiofónicas llevaban información en código al exterior.
La clave consistía en el uso de ciertos modismos, pausas, énfasis, toses, algunos tartamudeos en oraciones clave. Personas a quienes nunca vi me transmitían instrucciones y me indicaban en qué partes de la audición debían aparecer las distintas inflexiones. Hasta el día de hoy desconozco cuánta información pasé a través de mis audiciones. Por la sencillez de la mayor parte de las instrucciones que se me daban, supongo que se trataba, por lo general, de respuestas afirmativas o negativas a preguntas que habían sido formuladas por el aparato de espionaje.
En ocasiones, como durante la preparación de la invasión de Normandía, esas instrucciones se complicaban y mis fraseos y dicción sonaban como las etapas finales de una pulmonía doble.
En eso consistió mi ayuda a la causa aliada.
Y esa ayuda fue la que me salvó el pellejo.
Se me dio protección. Nunca se me reconoció la condición de agente norteamericano, pero se saboteó la acusación de traidor que pesaba en mi contra. Fui puesto en libertad sobre la base de inexistentes tecnicismos acerca de mi ciudadanía y me ayudaron a desaparecer.
Llegué así a Nueva York con un nombre supuesto. Empecé una nueva vida —es una manera de decir— en mi buhardilla llena de ratas, frente al parque secreto.
Y, sobre todo, me dejaron tranquilo. Tan tranquilo que pude retomar mi nombre y casi nadie me preguntaba si yo era «el» Howard W. Campbell aquél.
De cuando en cuando mi nombre aparecía en revistas y periódicos, pero nunca como el de una persona importante, sino como un nombre más en la larga lista de criminales de guerra desaparecidos. Se rumoreaba que me encontraba en Irán, en la Argentina, en Irlanda. Los agentes israelíes dijeron que me buscaban por cielo y tierra.
Sea como fuere, ningún agente golpeó a mi puerta. Nadie golpeó a mi puerta aun cuando el nombre en el buzón de correspondencia resultaba fácil de ver: Howard W. Campbell, Jr.
Hasta el final de mi purgatorio en Greenwich Village, lo más cerca que estuve de que me detectaran fue cuando necesité los servicios de un médico judío que vivía en el mismo edificio que yo. Se me había infectado un pulgar.
El médico se llamaba Abraham Epstein. Vivía con su madre en el segundo piso. Se habían mudado a ese apartamento hacía poco.
Cuando le di mi nombre, nada le dijo; pero a su madre sí le dijo algo. Epstein era un doctor joven, recién salido de la Facultad de Medicina. Su madre era vieja, pesada, triste y acremente observadora.
—Ese fue un nombre famoso —dijo—. Usted debe de saberlo.
—Perdone, ¿cómo dice? —pregunté.
—¿No conoce a nadie más que se llame Howard W. Campbell, Jr.?
—Supongo que habrá otros.
—¿Qué edad tiene usted?
Le respondí.
—Entonces, tiene edad suficiente como para recordar la guerra.
—Olvídate de la guerra —le dijo su hijo, en forma afectuosa pero tajante, mientras me vendaba el pulgar.
—¿Y usted nunca oyó hablar por radio a aquel Howard W. Campbell, Jr., que transmitía desde Berlín? —me preguntó.
—Sí; ahora que recuerdo, creo que sí —respondí—. Lo había olvidado. Fue hace tanto tiempo... Nunca lo escuchaba; pero recuerdo que se hablaba de él en los diarios. Esas cosas se borran.
—Deberían borrarse —dijo el joven doctor Epstein—. Pertenecen a un período de locura que tendría que olvidarse lo más pronto posible.
—Auschwitz —dijo su madre.
—OH, olvídate de Auschwitz.
—¿Sabe qué era Auschwitz? —me preguntó la madre.
—Sí.
—Allí fue donde pasé mi juventud; y allí pasó su niñez mi hijo, el médico.
—Yo nunca pienso en aquello —dijo el doctor Epstein abruptamente—. Bueno... ese pulgar estará mejor en un par de días. Manténgalo caliente y seco.
Y casi me empujó hacia la puerta.
—
Sprechen-Sie Deutsch?
—me gritó su madre, ya cuando salía.
—¿Cómo? —pregunté.
—Le pregunté si hablaba alemán.
—OH —contesté—. No; me temo que no.
Y traté de hacer ver que experimentaba tímidamente con aquella lengua:
—
Nein?
Eso quiere decir «no», ¿verdad?
—Muy bien.
—
Auf wiedersehen
. Y eso quiere decir «adiós», ¿no? —dije.
—Quiere decir «Hasta pronto».
—Ah, bueno:
auf wiedersehen
.
—Auf wiedersehen
—me contestó.
Me reclutaron como espía norteamericano en 1938, tres años antes de que Norteamérica entrase en la guerra. Me reclutaron un día de primavera, en el Tiergarten de Berlín.
Hacía un mes que me había casado con Helga Noth.
Tenía veintiséis años, entonces.
Era un escritor con bastante éxito, que escribía en el idioma que domino mejor: el alemán. Una obra mía,
La copa de cristal
, se representaba simultáneamente en Dresde y en Berlín. Otra,
Rosa de nieve
, también estaba en cartelera en Berlín por aquellos días. Y había terminado recientemente una tercera,
Setenta veces siete
. Las tres obras eran romances medievales, tan políticas como pueden serlo los chocolatines.
Cierta tarde de sol, estaba sentado solo, en un banco del parque. Pensaba en mi cuarta obra teatral y ya la había empezado a escribir mentalmente. Se daba a sí misma un nombre:
Das Reich der Zwei
; «Nación de dos».
Trataría del amor que mi esposa y yo nos teníamos. Iba a mostrar cómo un par de amantes, en medio de un mundo que se había vuelto loco, podía sobrevivir únicamente a través de la lealtad a la nación que ellos mismos componían: una nación de dos.
En un banco del otro lado del sendero se sentó un norteamericano de edad media. Parecía tonto y pelmazo. Se desató los zapatos para aliviarse los pies y empezó a leer un ejemplar del
Chicago Sunday Tribune
de hacía un mes.
Tres jóvenes oficiales de la S. S. pasaron taconeando fuerte entre nosotros dos.
Cuando desaparecieron, el hombre bajó el diario y me habló con el inglés nasal de Chicago.
—Hermosos muchachos —dijo.
—Supongo.
—¿Usted entiende inglés? —preguntó.
—Sí.
—Gracias a Dios por haberme topado con alguien que pueda entender mi lengua. Me estoy volviendo loco tratando de encontrar una persona con quien hablar.
—Ah, ¿sí?
—¿Qué piensa de todo esto? —preguntó—. ¿O se supone que la gente no debe andar por ahí preguntando cosas como éstas?
—¿Qué es «todo esto» a lo que se refiere?
—A las cosas que suceden en Alemania: Hitler, los judíos y todo eso.
—No es algo que yo pueda controlar; por lo tanto, no me preocupa.
Sacudió la cabeza:
—No es su «disco», ¿eh?
—¿No es qué?
—Que no es asunto suyo.
—Así es.
—Usted no me comprendió cuando dije «disco» en lugar de «asunto», ¿verdad? —dijo.
—Creo que es una expresión coloquial, ¿no?
—Lo es en Estados Unidos... Oiga: ¿no le importa si me siento ahí y así no tenemos que hablarnos a gritos?
—Como guste —dije.
—«Como guste» —repitió, mientras venía hacia mi banco—. Esa es la entonación y la expresión que usaría un inglés.
—Soy norteamericano —dije.
Levantó sus cejas:
—¿De veras? Sabe... Estaba tratando de averiguar de dónde sería usted; pero nunca hubiese supuesto que era norteamericano.
—Gracias.
—¿Piensa que es un cumplido y por eso me da las gracias?
—Ni un cumplido ni un insulto. Las nacionalidades no me interesan tanto como quizá deberían.
Eso pareció desconcertarlo.
—¿Y tampoco será mi «disco» saber de qué trabaja?
—Soy escritor —le respondí.
—¿De veras? ¡Qué coincidencia! Estaba sentado en aquel banco y soñaba con ser capaz de escribir algo que, me imagino, podría ser una hermosa historia de espionaje.
—Ah, ¿sí?
—Podría ofrecérsela. Yo nunca la escribiré.
—Mire, por ahora tengo ya todos los proyectos de que puedo ocuparme.
—Bueno, alguna vez puede quedarse sin ideas, y entonces podrá usar la mía. Fíjese: se trata de un norteamericano joven, ¿comprende? Un joven que ha vivido tanto tiempo en Alemania que prácticamente es alemán. Escribe obras de teatro en alemán y está casado con una hermosa actriz alemana y conoce, además, una cantidad de capitostes nazis que gustan frecuentar a la gente de teatro.
Me ametralló los nombres de todos los nazis —grandes y chicos— que Helga y yo conocíamos bien.
No es que Helga y yo estuviésemos locos por los nazis. Pero, por otro lado, tampoco diré que los odiásemos. Formaban una parte entusiasta de nuestro público; gente importante de la sociedad en que vivíamos. Eran personas. Sólo retrospectivamente puedo pensar que aquella gente dejara un reguero fangoso detrás. Para ser sincero, ni siquiera ahora puedo pensar en ellos como gente que dejara esas huellas.
Los conocí demasiado bien como personas, trabajé demasiado duro en esa época para obtener su confianza y aplauso. Demasiado duro. Amén. Demasiado duro.
—¿Quién es usted? —pregunté al hombre del parque.
—Déjeme terminar mi cuento primero... Así que este joven sabe que va a estallar una guerra, se imagina que los norteamericanos van a estar del otro lado. Y por eso, este norteamericano que hasta ahora ha sido tan sólo amable con los nazis, decide hacerse pasar por nazi, se queda en Alemania cuando empieza la guerra y se convierte en un espía norteamericano muy útil.
—¿Usted sabe quién soy?
—Seguro —me contestó.
Sacó su billetera y me mostró la tarjeta de identificación del Departamento de Guerra de Estados Unidos de Norteamérica. Según ella, se trataba del comandante Frank Wirtanen, adscrito a cierta unidad no especificada.
—Y esto es lo que soy yo. Le estoy pidiendo que sea agente norteamericano, agente de nuestro servicio de inteligencia, señor Campbell.
—¡Dios mío! —exclamé, con rabia y ya con resignación.
Me doblé en dos. Cuando me enderecé otra vez, le dije:
—¡Ridículo...! No, ¡qué demonios! ¡No!
—Bueno —dijo—. No me doy por vencido, porque hoy no tiene que darme su respuesta definitiva.
—Si cree que voy a irme a casa para pensarlo dos veces, está equivocado. Cuando vuelva a casa, será para participar de una deliciosa cena junto a mi bella esposa, escuchar música, hacer el amor con mi mujer, y dormir como un tronco. No soy soldado ni político. Soy un artista. Si la guerra estalla, no haré nada para ayudarla. Si la guerra estalla, me encontrará trabajando en mi pacífico oficio.
Sacudió la cabeza otra vez:
—Le deseo toda la suerte del mundo, señor Campbell; pero esta guerra no permitirá a nadie permanecer en su pacífico oficio. Lamento desilusionarlo, pero cuanto peor marche este asunto de los nazis, menos podrá usted dormir como un tronco por las noches.
—Ya veremos —dije secamente.
—Está bien: lo veremos. Por eso le dije que hoy no tiene que darme su respuesta definitiva. Tendrá que «vivir» su respuesta final. Porque si decide aceptar mi propuesta, sepa que deberá continuar su camino estrictamente solo; trabajará por su futuro con los nazis hasta llegar tan alto como pueda.
—Una perspectiva encantadora —dije.
—Bueno, tiene esto de encantadora: usted sería un héroe auténtico, algo así como cien veces más valiente que cualquier hombre común.
Un tieso general de la Werhmacht y un obeso alemán que llevaba un portafolios pasaron frente a nosotros. Hablaban con cierta contenida excitación.
—¿Cómo les va? —preguntó amablemente el comandante Wirtanen.
Bufaron despectivamente y siguieron de largo.
—Será usted un voluntario al comienzo mismo de la guerra; un voluntario para la muerte. Porque, aun si logra sobrevivir a la guerra sin que lo descubran, encontrará que ha perdido su reputación y probablemente tendrá muy poco por lo que vivir.
—Pinta usted muy atractiva la cosa... —le dije.
—Creo que quizá he logrado presentársela de manera atractiva
para usted
. He visto esa obra suya que todavía están dando y he leído la que pondrán en escena pronto.
—¿Y qué sacó en conclusión?
Me sonrió.
—Que usted admira a los puros de corazón y a los héroes. Que ama el bien y odia el mal y que cree en la fantasía.