Read Madre Noche Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (5 page)

No mencionó la razón más importante para esperar que yo aceptase hacerme espía. La razón más importante era que soy un actor frustrado. Como un espía de la clase que me describía, tendría oportunidad de actuar en grande. Engañaría a todos con mi brillante, perfecta interpretación de un nazi.

Y
realmente
engañé a todos. Empecé a caminar dándome aires de importancia, como si hubiera sido la mano derecha del propio Hitler, y nadie logró ver el honesto yo que tan profundamente supe esconder en mi interior.

¿Cómo puedo probar que fui espía norteamericano? Mi cuello indemne y blanco como un lirio es la prueba principal y la única que poseo. Los que tienen el deber de demostrar si soy culpable o inocente de crímenes contra la humanidad serán bien recibidos cuando quieran examinarlo poro por poro.

El Gobierno de Estados Unidos de Norteamérica no confirma ni niega que haya sido agente suyo. Eso de que no nieguen la posibilidad ya es algo, por lo menos.

Pero echan a perder esa gotita de esperanza cuando niegan que haya existido algún Frank Wirtanen al servicio del gobierno en cualquiera de sus departamentos. Nadie cree en él, excepto yo. Así que, de aquí en adelante, lo llamaré con frecuencia «Mi Hada Madrina Azul».

Uno de los muchos detalles que mi Hada Madrina Azul me dio fue la seña y la contraseña que me identificarían con mi contacto, y al espía-contacto conmigo, si la guerra estallaba.

La seña era: «Haga nuevos amigos».

La contraseña era: «Pero conserve a los viejos».

Mi instruido abogado defensor es un tal Alvin Dobrowitz. Creció en Norteamérica, algo que yo nunca pude hacer, y me dice que esa seña y contraseña forman parte de una canción que suelen cantar las jovencitas miembros de una organización idealista estadounidense llamada «The Brownies».

La letra completa, según el señor Dobrowitz, dice:

«Haga nuevos amigos,

pero conserve a los viejos.

Aquéllos son de pla-a-ta.

Y éstos son de o-o-oro.»

10. Nación de dos

Mi mujer nunca supo que yo era un espía.

Nada habría perdido comunicándoselo. Ni me habría amado menos si se lo hubiese dicho, ni habría hecho peligrar mi posición. Pero el simple hecho de decírselo habría roto mi mundo privado con la divina Helga; un mundo celestial que dejaba en pañales el propio Libro de la Revelación. Ya bastaba con la guerra. Mi Helga creía las cosas horribles que yo decía por radio y en las fiestas. Porque siempre frecuentábamos las fiestas.

Éramos una pareja lo que se dice popular, alegre y patriótica. La gente solía decirnos que alegrábamos sus vidas, que les dábamos ánimo para seguir adelante. Y no es que Helga viviese la guerra como una mera figura decorativa. No; entretenía a las tropas con sus espectáculos, a menudo a tiro de los cañones enemigos.

¿Cañones enemigos? Bueno, los cañones de alguien, de todos modos.

Y así fue como la perdí. Actuaba para las tropas de Crimea cuando los rusos retomaron la península. Mi Helga fue dada por muerta.

Finalizada la guerra gasté mucho dinero en contratar los servicios de una agencia privada de detectives de Berlín oriental para que averiguase algo sobre ella, aunque sólo fuese el dato más ínfimo. Resultado: cero. Mi oferta a la agencia llegaba a diez mil dólares por cualquier prueba fehaciente de que mi Helga se encontraba viva o muerta.

Mi Helga creía que yo pensaba de veras las cosas que decía sobre las razas humanas y la maquinaria de la historia; y yo se lo agradecía. No importa lo que yo fuese en verdad; no importa lo que yo pensara realmente: lo que necesitaba era un amor sin crítica. Y mi Helga era el ángel que me lo concedía.

Copiosamente.

No hay persona joven en el mundo que sobresalga tanto en todos los aspectos como para no necesitar un amor incondicional. ¡Dios mío! Cuando los jóvenes interpretan sus papeles en las tragedias políticas —esas tragedias donde los personajes del reparto ascienden a miles de millones— un amor incondicional es el único tesoro al que pueden aspirar.

Das Reich der Zwei
, la nación de dos que mi Helga y yo formábamos, poseía su propio territorio. Y aquel territorio que defendíamos tan celosamente no iba mucho más allá de los límites de nuestra enorme cama matrimonial.

Un breve terreno bajo, ondulado y flexible, con mi Helga y yo por montañas.

Y sin tener otro aliciente en la vida que el amor, ¡qué estudiante de geografía tan aventajado llegué a ser! ¡Qué mapa podía trazar para un turista de una miera de estatura! Un
Wandervogel
microscópico que corriese en su pequeña bicicleta aquel camino entre el lunar situado a un costado del ombligo de mi Helga y el rizoso vello dorado del otro... Si esta imagen parece de mal gusto, que Dios me perdone. Se supone que todos inventamos nuestros propios juegos privados para conservar la salud mental. Yo me he limitado a describir nuestro juego.

¡Ah, cómo nos fundíamos el uno con el otro! ¡Qué
despreocupadamente
nos fundíamos!

No escuchábamos nuestras palabras. ¿Para qué? Oíamos sólo la melodía de nuestras voces. Lo que escuchábamos no tenía más sentido que los ronroneos y gruñidos de los grandes felinos.

Si hubiésemos escuchado con mayor atención, si hubiésemos pensado más acerca de lo que oíamos, ¡qué hastiada pareja habríamos terminado siendo! Cuando estábamos fuera de ese territorio soberano que era nuestra nación de dos, hablábamos como los lunáticos patriotas que nos rodeaban.

Pero eso no importaba.

Sólo una cosa importaba...

Nuestra nación de dos.

Y cuando aquella nación desapareció, me convertí en lo que hoy soy, en lo que siempre seré: un hombre sin patria.

No puedo alegar que no me previnieran. El hombre que me reclutó aquella tarde de primavera en el Tiergarten —¡hace tanto tiempo de eso!— me predijo el futuro con exactitud.

—Para hacer bien su trabajo —me dijo mi Hada Madrina Azul— tendrá que cometer delitos de alta traición; tendrá que servir al enemigo. Nunca se le perdonará por eso, porque no existe ningún mecanismo en las leyes que otorgue el perdón para ese delito. Lo más que se podrá hacer por usted será salvarle el cuello. Pero no llegarán jamás esos mágicos días en que su nombre quede limpio. Jamás llegará el momento en que Estados Unidos de Norteamérica le saquen de su escondrijo con un alegre «Li-li-li-liii-breee...».

11. Excedentes de guerra

Mi madre y mi padre murieron. Dicen que murieron de ataques cardíacos. Lo cierto es que murieron a los sesenta y pico, es decir, cuando los ataques cardíacos no son raros.

No vivieron para ver el fin de la guerra, ni para contemplar otra vez a su brillante muchacho. Aunque deben de haberse sentido amargamente tentados de hacerlo, no me desheredaron. Legaron a Howard W. Campbell, Jr., notorio antisemita, traidor a la patria y estrella de la radio, acciones, propiedades, dinero y efectos personales que ascendían en el momento de abrir el testamento, en 1945, a la suma de 48.000 dólares.

Gracias al incremento y la inflación, ese montoncito ha llegado a valer cuatro veces aquella cantidad y me produce la inmerecida renta anual de 7.000 dólares.

Digan lo que digan de mí, nunca toqué mi capital. Durante los años de posguerra —mis años de bicho raro y recluso permanente en Greenwich Village— me las arreglé para vivir con cuatro dólares por día, alquiler incluido; y hasta tenía televisor.

Mi nuevo mobiliario consistía, en su totalidad, en excedentes de guerra: un angosto camastro de acero, frazadas verde oliva con un «USA» indeleble sobre ellas, sillas plegables de lona, equipo de utensilios para cocinar y comer. Hasta la biblioteca provenía de los excedentes de guerra, formada como estaba en su mayor parte por libros empleados para recreo de las tropas de ultramar.

Y como esos sobrantes inútiles incluían discos, conseguí —también entre las ofertas de los excedentes de guerra— un fonógrafo portátil, garantizado para ser usado en cualquier clima, desde el estrecho de Behring hasta el mar de Arafura. Comprando todos estos lotes —que se vendían, por supuesto, cerrados y sin que se pudiese examinar previamente el contenido— llegué a poseer veintiséis discos de
Navidades Blancas
, de Bing Crosby. Mi abrigo, mi impermeable, mi chaqueta, mis calcetines y mi ropa interior... todo provenía de los excedentes de guerra.

Al comprar por un dólar un equipo de primeros auxilios —excedente de guerra, asimismo— me convertí en feliz propietario de cierta cantidad de morfina. Los cerdos que engordaban con este negocio de los excedentes de guerra estaban tan engolosinados con su carroña como para pasar por alto este detalle. Tentado estuve de inyectarme la morfina, pensando que, si me hacía sentir mejor, dispondría, después de todo, de fondos suficientes como para mantener el hábito. Pero entonces me di cuenta de que ya estaba drogado.

No sentía el dolor.

Era mi propio narcótico lo que me había mantenido a través de la guerra; aquella aptitud mía para conseguir que mis emociones se manifestaran en un solo sentido: mi amor por Helga. Y esta concentración de mis emociones en un área tan sucinta había empezado como la ilusión feliz de un joven enamorado, se había desarrollado como un mecanismo para auto-mantenerme durante la guerra y, por fin, se había convertido en el eje permanente alrededor del cual giraron luego todos mis pensamientos.

Y así, cuando dieron por muerta a mi Helga, me transformé en un adorador de la muerte, tan feliz como puede serlo cualquier religioso intolerante y fanático en cualquier lugar del mundo. Siempre solo, brindaba por ella; le decía «buenos días»; le decía «buenas tardes»; tocaba música para ella y me importaba un comino todo lo demás.

Hasta que un día de 1958, después de trece años de vivir de ese modo, compré otro excedente de guerra: esa vez, un juego de ebanistería. Pero se trataba de un excedente de la Guerra de Corea, no de la Segunda Guerra Mundial. Me costó tres dólares.

En cuanto llegué a casa, empecé a tallar el mango de la escoba, sin ningún propósito concreto. Y de repente, se me ocurrió tallar un juego de ajedrez.

Digo aquí «de repente» porque empecé a encontrar en mí mismo un entusiasmo por algo. Tanto entusiasmo que tallé como un loco durante doce horas sin parar, y me hundí las agudas herramientas en la palma de la mano izquierda una docena de veces. Y sin embargo, nada me detenía. Cuando terminé me había convertido en un exaltado y ensangrentado esperpento. Pero poseía un elegante juego de ajedrez como premio de mi trabajosa labor.

Entonces me sobrevino un nuevo y extraño impulso.

Me sentí compelido a mostrar a alguien, alguien que aún estuviera entre los vivos, aquella maravilla que había construido con mis manos. Así que, envanecido por la creatividad y la bebida, bajé y golpeé a la puerta de mi vecino, sin siquiera saber quién era.

Mi vecino era un zorro viejo llamado George Kraft. Este era tan sólo uno de sus nombres. En verdad, el viejo se llamaba lona Potapov y era coronel. Este venerable hijo de puta era un agente ruso que había estado operando en Estados Unidos desde 1935 sin interrupción.

Yo no lo sabía.

Y al principio, él tampoco supo quién era yo.

Nos unió la suerte perra. No conspiramos juntos al comienzo. Fui yo quien golpeó a su puerta e invadió su aislamiento. Si no hubiese tallado aquel juego de ajedrez, nunca nos habríamos encontrado.

Kraft —lo llamaré así, de ahora en adelante, porque así es como siempre pienso en él— tenía tres o cuatro cerraduras en su puerta.

Lo induje a abrirlas una por una, preguntándole si jugaba al ajedrez. Perra suerte, otra vez. Excepto aquella pregunta, ninguna otra le hubiese forzado a abrir la puerta.

De pasada diré que la gente que me ha ayudado más tarde en mis investigaciones asegura que el nombre de lona Potapov era familiar en los torneos europeos de ajedrez a comienzos de los años treinta. Potapov, efectivamente, venció al Gran Maestro Tartakover en Rotterdam en 1931.

Cuando Kraft me franqueó la entrada, comprobé que era pintor. En medio de su sala había un caballete con una tela en blanco y excelentes cuadros suyos colgaban de todas las paredes.

Al hablar de Kraft, alias Potapov, me encuentro más a gusto que cuando hablo de Wirtanen, alias Dios sabe qué. Wirtanen no ha dejado otro rastro de sí que el que podría dejar una larva sobre una mesa de billar. En cambio, de Kraft aparecen huellas por todos lados. Y me dicen que en Nueva York y en este mismo momento sus cuadros se cotizan a 10.000 dólares cada uno.

Tengo a mano un recorte del
Herald Tribune
de Nueva York del 3 de marzo pasado —hace dos semanas más o menos— en el cual un crítico dice a propósito de Kraft pintor:

«Aquí, por fin, tenemos un capaz y agradecido heredero de la fantástica inventiva y la experimentación pictórica de los últimos cien años. Se ha dicho que Aristóteles fue el último hombre que comprendió la totalidad de su cultura. Sin duda George Kraft es el primer hombre que ha sabido comprender la totalidad del arte moderno; comprenderlo hasta en sus nervios y huesos. Con gracia y firmeza increíbles, Kraft combina las visiones de gran número de importantes escuelas pictóricas, pasadas y presentes. Nos estremece y nos humilla con armonía, como si nos dijera: "Si quieren ustedes otro Renacimiento, así es como serán los cuadros que expresan su espíritu."

»A George Kraft, alias lona Potapov, se le permite continuar su notable carrera artística en la Penitenciaría Federal de Fort Leavenworth. Todos nosotros podríamos reflexionar, junto con el propio Kraft-Potapov, acerca de cómo se habría destruido su futuro artístico en una cárcel soviética.»

Bien. Como decía, cuando Kraft me abrió aquella puerta, supe en seguida que su pintura era buena. Lo que no sabía es que fuera tan perfecta. Sospecho que la reseña anterior está escrita por un marica ahogado en cócteles Alexander.

—No tenía idea de que viviera un pintor en el piso de abajo —dije a Kraft.

—Puede que no viva ningún pintor, en realidad —contestó.

—¡Maravillosos cuadros! ¿Dónde los expone?

—Nunca los he expuesto.

—Pero ganaría una fortuna si se decidiese.

—Muy amable por decirlo... pero empecé a pintar demasiado tarde.

Ese fue el momento que eligió para contarme lo que se suponía era la historia de su vida. Nada de ello era verdad. Me contó que era viudo, natural de Indianápolis. De joven quiso ser artista; pero se dedicó a los negocios: el comercio de pinturas y material para empapelar paredes.

Other books

Her First Vacation by Leigh, Jennie
The Hunter’s Tale by Margaret Frazer
Strange Cowboy by Sam Michel
Home for Christmas by Annie Groves
The Venice Conspiracy by Sam Christer
Naura by Ditter Kellen


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024