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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (7 page)

Veinte bombas estallaron a un tiempo en medio de los federales, que, llenos de espanto, se irguieron con los ojos desmesuradamente abiertos. Mas antes de que pudieran darse cuenta cabal del trance, otras veinte bombas reventaban con fragor, dejando un reguero de muertos y heridos.

—¡Tovía no!… ¡Tovía no!… Tovía no veo a mi hermano… —imploraba angustiado el paisano.

En vano un viejo sargento increpa a los soldados y los injuria, con la esperanza de una reorganización salvadora. Aquello no es más que una correría de ratas dentro de la trampa. Unos van a tomar la puertecilla de la escalera y allí caen acribillados a tiros por Demetrio; otros se echan a los pies de aquella veintena de espectros de cabeza y pechos oscuros como de hierro, de largos calzones blancos desgarrados, que les bajan hasta los guaraches. En el campanario algunos luchan por salir, de entre los muertos que han caído sobre ellos.

—¡Mi jefe! —exclama Luis Cervantes alarmadísimo—. ¡Se acabaron las bombas y los rifles están en el corral! ¡Qué barbaridad!…

Demetrio sonríe, saca un puñal de larga hoja reluciente. Instantáneamente brillan los aceros en las manos de sus veinte soldados; unos largos y puntiagudos, otros anchos como la palma de la mano, y muchos pesados como marrazos.

—¡El espía! —clama en son de triunfo Luis Cervantes—. ¡No se los dije!

—¡No me mates, padrecito! —implora el viejo sargento a los pies de Demetrio, que tiene su mano armada en alto.

El viejo levanta su cara indígena llena de arrugas y sin una cana. Demetrio reconoce al que la víspera los engañó.

En un gesto de pavor, Luis Cervantes vuelve bruscamente el rostro. La lámina de acero tropieza con las costillas, que hacen crac, crac, y el viejo cae de espaldas con los brazos abiertos y los ojos espantados.

—¡A mi hermano, no!… ¡No lo maten, es mi hermano! —grita loco de terror el paisano, que ve a Pancracio arrojarse sobre un federal.

Es tarde. Pancracio, de un tajo, le ha rebanado el cuello, y como de una fuente borbotan dos chorros escarlata.

—¡Mueran los juanes!… ¡Mueran los mochos!…

Se distinguen en la carnicería Pancracio y el Manteca, rematando a los heridos. Montañés deja caer su mano, rendido ya; en su semblante persiste su mirada dulzona, en su impasible rostro brillan la ingenuidad del niño y la amoralidad del chacal.

—Acá queda uno vivo —grita la Codorniz.

Pancracio corre hacia él. Es el capitancito rubio de bigote borgoñón, blanco como la cera, que, arrimado a un rincón cerca de la entrada al caracol, se ha detenido por falta de fuerzas para descender.

Pancracio lo lleva a empellones al pretil. Un rodillazo en las caderas y algo como un saco de piedras que cae de veinte metros de altura sobre el atrio de la iglesia.

—¡Qué bruto eres! —exclama la Codorniz—, si la malicio, no te digo nada. ¡Tan buenos zapatos que le iba yo a avanzar!

Los hombres, inclinados ahora, se dedican a desnudar a los que traen mejores ropas. Y con los despojos se visten, y bromean y ríen muy divertidos.

Demetrio, echando a un lado los largos mechones que le han caído sobre la frente, cubriéndole los ojos, empapados en sudor, dice:

—¡Ahora a los curros!

XVIII

Demetrio llegó con cien hombres a Fresnillo el mismo día que Pánfilo Natera iniciaba el avance de sus fuerzas sobre la plaza de Zacatecas.

El jefe zacatecano lo acogió cordialmente.

—¡Ya sé quién es usted y qué gente trae! ¡Ya tengo noticia de la cuereada que han dado a los federales desde Tepic hasta Durango!

Natera estrechó efusivamente la mano de Macías, en tanto que Luis Cervantes peroraba:

—Con hombres como mi general Natera y mi coronel Macías, nuestra patria se verá llena de gloria.

Demetrio entendió la intención de aquellas palabras cuando oyó repetidas veces a Natera llamarle “mi coronel”.

Hubo vino y cervezas. Demetrio chocó muchas veces su vaso con el de Natera. Luis Cervantes brindó “por el triunfo de nuestra causa, que es el triunfo sublime de la justicia; porque pronto veamos realizados los ideales de redención de este nuestro pueblo sufrido y noble, y sean ahora los mismos hombres que han regado con su propia sangre la tierra los que cosechen los frutos que legítimamente les pertenecen”.

Natera volvió un instante su cara adusta hacia el parlanchín, y dándole luego la espalda, se puso a platicar con Demetrio.

Poco a poco, uno de los oficiales de Natera se había acercado fijándose con insistencia en Luis Cervantes. Era joven, de semblante abierto y cordial.

—¿Luis Cervantes?…

—¿El señor Solís?

—Desde que entraron ustedes creí conocerlo… Y, ¡vamos!, ahora lo veo y aún me parece mentira.

—Y no lo es…

—¿De modo que…? Pero vamos a tomar una copa; venga usted…

—¡Bah! —prosiguió Solís ofreciendo asiento a Luis Cervantes—. ¿Pues desde cuándo se ha vuelto usted revolucionario?

—Dos meses corridos.

—¡Ah, con razón habla todavía con ese entusiasmo y esa fe con que todos venimos aquí al principio!

—¿Usted los ha perdido ya?

—Mire, compañero, no le extrañen confidencias de buenas a primeras. Da tanta gana de hablar con gente de sentido común, por acá, que cuando uno suele encontrarla se le quiere con esa misma ansiedad con que se quiere un jarro de agua fría después de caminar con la boca seca horas y más horas bajo los rayos del sol… Pero, francamente, necesito ante todo que usted me explique… No comprendo cómo el corresponsal de
El País
en tiempo de Madero, el que escribía furibundos artículos en
El Regional,
el que usaba con tanta prodigalidad del epíteto de bandidos para nosotros, milite en nuestras propias filas ahora.

—¡La verdad de la verdad, me han convencido! —repuso enfático Cervantes.

—¿Convencido?…

Solís dejó escapar un suspiro; llenó los vasos y bebieron.

—¿Se ha cansado, pues, de la revolución? —preguntó Luis Cervantes esquivo.

—¿Cansado?… Tengo veinticinco años y, usted lo ve, me sobra salud… ¿Desilusionado? Puede ser.

—Debe tener sus razones…

—“Yo pensé una florida pradera al remate de un camino… Y me encontré un pantano.” Amigo mío: hay hechos y hay hombres que no son sino pura hiel… Y esa hiel va cayendo gota a gota en el alma, y todo lo amarga, todo lo envenena. Entusiasmo, esperanzas, ideales, alegrías…, ¡nada! Luego no le queda más: o se convierte usted en un bandido igual a ellos, o desaparece de la escena, escondiéndose tras las murallas de un egoísmo impenetrable y feroz.

A Luis Cervantes le torturaba la conversación; era para él un sacrificio oír frases tan fuera de lugar y tiempo. Para eximirse, pues, de tomar parte activa en ella, invitó a Solís a que menudamente refiriera los hechos que le habían conducido a tal estado de desencanto.

—¿Hechos?… Insignificancias, naderías: gestos inadvertidos para los más; la vida instantánea de una línea que se contrae, de unos ojos que brillan, de unos labios que se pliegan; el significado fugaz de una frase que se pierde. Pero hechos, gestos y expresiones que, agrupados en su lógica y natural expresión, constituyen e integran una mueca pavorosa y grotesca a la vez de una raza… ¡De una raza irredenta!… —apuró un nuevo vaso de vino, hizo una larga pausa y prosiguió—: Me preguntará que por qué sigo entonces en la revolución. La revolución es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…

Interrumpió a Solís la presencia de Demetrio Macías, que se acercó.

—Nos vamos, curro…

Alberto Solís, con fácil palabra y acento de sinceridad profunda, lo felicitó efusivamente por sus hechos de armas, por sus aventuras, que lo habían hecho famoso, siendo conocidas hasta por los mismos hombres de la poderosa División del Norte.

Y Demetrio, encantado, oía el relato de sus hazañas, compuestas y aderezadas de tal suerte, que él mismo no las conociera. Por lo demás, aquello tan bien sonaba a sus oídos, que acabó por contarlas más tarde en el mismo tono y aun por creer que así habíanse realizado.

—¡Qué hombre tan simpático es el general Natera! —observó Luis Cervantes cuando regresaba al mesón—. En cambio, el capitancillo Solís… ¡qué lata!…

Demetrio Macías, sin escucharlo, muy contento, le oprimió un brazo y le dijo en voz baja:

—Ya soy coronel de veras, curro… Y usted, mi secretario…

Los hombres de Macías también hicieron muchas amistades nuevas esa noche, y “por el gusto de habernos conocido”, se bebió harto mezcal y aguardiente. Como no todo el mundo congenia y a veces el alcohol es mal consejero, naturalmente hubo sus diferencias; pero todo se arregló en buena forma y fuera de la cantina, de la fonda o del lupanar, sin molestar a los amigos.

A la mañana siguiente amanecieron algunos muertos: una vieja prostituta con un balazo en el ombligo y dos reclutas del coronel Macías con el cráneo agujereado. Anastasio Montañés le dio cuenta a su jefe, y éste, alzando los hombros, dijo:

—¡Psch!… Pos que los entierren…

XIX

—Allí vienen ya los gorrudos —clamaron con azoro los vecinos de Fresnillo cuando supieron que el asalto de los revolucionarios a la plaza de Zacatecas había sido un fracaso.

Volvía la turba desenfrenada de hombres requemados, mugrientos y casi desnudos, cubierta la cabeza con sombreros de palma de alta copa cónica y de inmensa falda que les ocultaba medio rostro.

Les llamaban los gorrudos. Y los gorrudos regresaban tan alegremente como habían marchado días antes a los combates, saqueando cada pueblo, cada hacienda, cada ranchería y hasta el jacal más miserable que encontraban a su paso.

—¿Quién me merca esta maquinaria? —pregonaba uno, enrojecido y fatigado de llevar la carga de su “avance”.

Era una máquina de escribir nueva, que a todos atrajo con los deslumbrantes reflejos del niquelado.

La “Oliver”, en una sola mañana, había tenido cinco propietarios, comenzando por valer diez pesos, depreciándose uno o dos a cada cambio de dueño. La verdad era que pesaba demasiado y nadie podía soportarla más de media hora.

—Doy peseta por ella —ofreció la Codorniz.

—Es tuya —respondió el dueño dándosela prontamente y con temores ostensibles de que aquél se arrepintiera.

La Codorniz, por veinticinco centavos, tuvo el gusto de tomarla en sus manos y de arrojarla luego contra las piedras, donde se rompió ruidosamente.

Fue como una señal: todos los que llevaban objetos pesados o molestos comenzaron a deshacerse de ellos, estrellándolos contra las rocas. Volaron los aparatos de cristal y porcelana; gruesos espejos, candelabros de latón, finas estatuillas, tibores y todo lo redundante del “avance” de la jornada quedó hecho añicos por el camino.

Demetrio, que no participaba de aquella alegría, ajena del todo al resultado de las operaciones militares, llamó aparte a Montañés y a Pancracio y les dijo:

—A éstos les falta nervio. No es tan trabajoso tomar una plaza. Miren, primero se abre uno así…, luego se va juntando, se va juntando…, hasta que ¡zas!… ¡Y ya!

Y, en un gesto amplio, abría sus brazos nervudos y fuertes; luego los aproximaba poco a poco, acompañando el gesto a la palabra, hasta estrecharlos contra su pecho.

Anastasio y Pancracio encontraban tan sencilla y tan clara la explicación, que contestaron convencidos:

—¡Ésa es la mera verdá!… ¡A éstos les falta ñervo!…

La gente de Demetrio se alojó en un corral.

—¿Se acuerda de Camila, compadre Anastasio? —exclamó suspirando Demetrio, tirado boca arriba en el estiércol, donde todos, acostados ya, bostezaban de sueño.

—¿Quién es esa Camila, compadre?

—La que me hacía de comer allá, en el ranchito…

Anastasio hizo un gesto que quería decir: Esas cosas de mujeres no me interesan a mí”.

—No se me olvida —prosiguió Demetrio hablando y con el cigarro en la boca—. Iba yo muy retemalo. Acababa de beberme un jarro de agua azul muy fresquecita. “¿No quere más?”, me preguntó la prietilla… Bueno, pos me quedé rendido del calenturón, y too fue estar viendo una jícara de agua azul y oír la vocecita: “¿No quere más?”… Pero una voz, compadre, que me sonaba en las orejas como organillo de plata… Pancracio, tú ¿qué dices? ¿Nos vamos al ranchito?

—Mire, compadre Demetrio, ¿a que no me lo cree? Yo tengo mucha experiencia en eso de las viejas… ¡Las mujeres!… Pa un rato… ¡Y mi’ qué rato!… ¡Pa las lepras y rasguños con que me han marcao el pellejo! ¡Mal ajo pa ellas! Son el enemigo malo. De veras, compadre, ¿voy que no me lo cree?… Por eso verá que ni… Pero yo tengo mucha experiencia en eso.

—¿Qué día vamos al ranchito, Pancracio? —insistió Demetrio, echando una bocanada de humo gris.

—Usté nomás dice… Ya sabe que allí dejé a mi amor…

—Tuyo… y no —pronunció la Codorniz amodorrado.

—Tuya… y mía también. Güeno es que seas compadecido y nos la vayas a trair de veras —rumoreó el Manteca.

—Hombre, sí, Pancracio; traite a la tuerta María Antonia, que por acá hace mucho frío —gritó a lo lejos el Meco.

Y muchos prorrumpieron en carcajadas, mientras el Manteca y Pancracio iniciaban su torneo de insolencias y obscenidades.

XX

—¡Que viene Villa!

La noticia se propagó con la velocidad del relámpago.

—¡Ah, Villa!… La palabra mágica. El gran hombre que se esboza; el guerrero invicto que ejerce a distancia ya su gran fascinación de boa.

—¡Nuestro Napoleón mexicano! —exclama Luis Cervantes.

—Sí, “el Águila azteca, que ha clavado su pico de acero sobre la cabeza de la víbora Victoriano Huerta”… Así dije en un discurso en Ciudad Juárez —habló en tono un tanto irónico Alberto Solís, el ayudante de Natera.

Los dos, sentados en el mostrador de una cantina, apuraban sendos vasos de cerveza.

Y los gorrudos de bufandas al cuello, de gruesos zapatones de vaqueta y encallecidas manos de vaquero, comiendo y bebiendo sin cesar, sólo hablaban de Villa y sus tropas.

Los de Natera hacían abrir tamaña boca de admiración a los de Macías.

¡Oh, Villa!… ¡Los combates de Ciudad Juárez, Tierra Blanca, Chihuahua, Torreón!

Pero los hechos vistos y vividos no valían nada. Había que oír la narración de sus proezas portentosas, donde, a renglón seguido de un acto de sorprendente magnanimidad, venía la hazaña más bestial. Villa es el indomable señor de la sierra, la eterna víctima de todos los gobiernos, que lo persiguen como una fiera; Villa es la reencarnación de la vieja leyenda: el bandido-providencia, que pasa por el mundo con la antorcha luminosa de un ideal: ¡robar a los ricos para hacer ricos a los pobres! Y los pobres le forjan una leyenda que el tiempo se encargará de embellecer para que viva de generación en generación.

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