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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (5 page)

Pero nada ocurrió; luego que se agotaron los insultos, suspendióse el juego, se echaron tranquilamente un brazo a la espalda y paso a paso se alejaron en busca de un trago de aguardiente.

—Tampoco a mí me gusta pelear con la lengua. Eso es feo, ¿verdad, curro?… De veras, mire, a mí nadien me ha mentao a mi familia… Me gusta darme mi lugar. Por eso me verá que nunca ando chacoteando… Oiga, curro —prosiguió Anastasio, cambiando el acento de su voz, poniéndose una mano sobre la frente y de pie—, ¿qué polvareda se levanta allá, detrás de aquel cerrito? ¡Caramba! ¡A poco son los mochos!… ¡Y uno tan desprevenido!… Véngase, curro; vamos a darles parte a los muchachos.

Fue motivo de gran regocijo:

—¡Vamos a toparlos! —dijo Pancracio el primero.

—Sí, vamos a toparlos. ¡Qué pueden traer que no lleven!…

Pero el enemigo se redujo a un hatajo de burros y dos arrieros.

—Párenlos. Son arribeños y han de traer algunas novedades —dijo Demetrio.

Y las tuvieron de sensación. Los federales tenían fortificados los cerros de El Grillo y La Bufa de Zacatecas. Decíase que era el último reducto de Huerta, y todo el mundo auguraba la caída de la plaza. Las familias salían con precipitación rumbo al sur; los trenes iban colmados de gente; faltaban carruajes y carretones, y por los caminos reales, muchos, sobrecogidos de pánico, marchaban a pie y con sus equipajes a cuestas. Pánfilo Natera reunía su gente en Fresnillo, y a los federales “ya les venían muy anchos los pantalones”.

—La caída de Zacatecas es el Requiescat in pace de Huerta —aseguró Luis Cervantes con extraordinaria vehemencia—. Necesitamos llegar antes del ataque a juntarnos con el general Natera.

Y reparando en el extrañamiento que sus palabras causaban en los semblantes de Demetrio y sus compañeros, se dio cuenta de que aún era un don nadie allí.

Pero otro día, cuando la gente salió en busca de buenas bestias para emprender de nuevo la marcha, Demetrio llamó a Luis Cervantes y le dijo:

—¿De veras quiere irse con nosotros, curro?… Usté es de otra madera, y la verdá, no entiendo cómo pueda gustarle esta vida. ¿Qué cree que uno anda aquí por su puro gusto?… Cierto, ¿a qué negarlo?, a uno le cuadra el ruido; pero no sólo es eso… Siéntese, curro, siéntese, para contarle. ¿Sabe por qué me levanté?… Mire, antes de la revolución tenía yo hasta mi tierra volteada para sembrar, y si no hubiera sido por el choque con don Mónico, el cacique de Moyahua, a estas horas andaría yo con mucha priesa, preparando la yunta para las siembras… Pancracio, apéate dos botellas de cerveza, una para mí y otra para el curro… Por la señal de la Santa Cruz… ¿Ya no hace daño, verdad?…

XIII

—Yo soy de Limón, allí, muy cerca de Moyahua, del puro cañón de Juchipila. Tenía mi casa, mis vacas y un pedazo de tierra para sembrar; es decir, que nada me faltaba. Pues, señor, nosotros los rancheros tenemos la costumbre de bajar al lugar cada ocho días. Oye uno su misa, oye el sermón, luego va a la plaza, compra sus cebollas, sus jitomates y todas las encomiendas. Después entra uno con los amigos a la tienda de Primitivo López a hacer las once. Se toma la copita; a veces es uno condescendiente y se deja cargar la mano, y se le sube el trago, y le da mucho gusto, y ríe uno, grita y canta, si le da su mucha gana. Todo está bueno, porque no se ofende a nadie. Pero que comienzan a meterse con usté; que el policía pasa y pasa, arrima la oreja a la puerta; que al comisario o a los auxiliares se les ocurre quitarle a usté su gusto… ¡Claro, hombre, usté no tiene la sangre de horchata, usté lleva el alma en el cuerpo, a usté le da coraje, y se levanta y les dice su justo precio! Si entendieron, santo y bueno; a uno lo dejan en paz, y en eso paró todo. Pero hay veces que quieren hablar ronco y golpeado… y uno es lebroncito de por sí… y no le cuadra que nadie le pele los ojos… Y, sí señor; sale la daga, sale la pistola… ¡Y luego vamos a correr la sierra hasta que se les olvida el difuntito!

 “ Bueno. ¿Qué pasó con don Mónico? ¡Faceto! Muchísimo menos que con los otros. ¡Ni siquiera vio correr el gallo!… Una escupida en las barbas por entrometido, y pare usté de contar… Pues con eso ha habido para que me eche encima a la Federación. Usté ha de saber del chisme ése de México, donde mataron al señor Madero y a otro, a un tal Félix o Felipe Díaz, ¡qué sé yo!… Bueno: pues el dicho don Mónico fue en persona a Zacatecas a traer escolta para que me agarraran. Que diz que yo era maderista y que me iba a levantar. Pero como no faltan amigos, hubo quien me lo avisara a tiempo, y cuando los federales vinieron a Limón, yo ya me había pelado. Después vino mi compadre Anastasio, que hizo una muerte, y luego Pancracio, la Codorniz y muchos amigos y conocidos. Después se nos han ido juntando más, y ya ve: hacemos la lucha como podemos.”

—Mi jefe —dijo Luis Cervantes después de algunos minutos de silencio y meditación—, usted sabe ya que aquí cerca, en Juchipila, tenemos gente de Natera; nos conviene ir a juntarnos con ellos antes de que tomen Zacatecas. Nos presentamos con el general…

—No tengo genio para eso… A mí no me cuadra rendirle a nadie.

—Pero usted, sólo con unos cuantos hombres por acá, no dejará de pasar por un cabecilla sin importancia. La revolución gana indefectiblemente; luego que se acabe le dicen, como les dijo Madero a los que le ayudaron: “Amigos, muchas gracias; ahora vuélvanse a sus casas…”

—No quiero yo otra cosa, sino que me dejen en paz para volver a mi casa.

—Allá voy… No he terminado: “Ustedes, que me levantaron hasta la Presidencia de la República, arriesgando su vida, con peligro inminente de dejar viudas y huérfanos en la miseria, ahora que he conseguido mi objeto, váyanse a coger el azadón y la pala, a medio vivir, siempre con hambre y sin vestir, como estaban antes, mientras que nosotros, los de arriba, hacemos unos cuantos millones de pesos”.

Demetrio meneó la cabeza y sonriendo se rascó:

—¡Luisito ha dicho una verdad como un templo! —exclamó con entusiasmo el barbero Venancio.

—Como decía —prosiguió Luis Cervantes—, se acaba la revolución, y se acabó todo. ¡Lástima de tanta vida segada, de tantas viudas y huérfanos, de tanta sangre vertida! Todo, ¿para qué? Para que unos cuantos bribones se enriquezcan y todo quede igual o peor que antes. Usted es desprendido, y dice: “Yo no ambiciono más que volver a mi tierra”. Pero ¿es de justicia privar a su mujer y a sus hijos de la fortuna que la Divina Providencia le pone ahora en sus manos? ¿Será justo abandonar a la patria en estos momentos solemnes en que va a necesitar de toda la abnegación de sus hijos los humildes para que la salven, para que no la dejen caer de nuevo en manos de sus eternos detentadores y verdugos, los caciques?… ¡No hay que olvidarse de lo más sagrado que existe en el mundo para el hombre: la familia y la patria!…

Macías sonrió y sus ojos brillaron.

—¿Qué, será bueno ir con Natera, curro?

—No sólo bueno —pronunció insinuante Venancio—, sino indispensable, Demetrio.

—Mi jefe —continuó Cervantes—, usted me ha simpatizado desde que lo conocí, y lo quiero cada vez más, porque sé todo lo que vale. Permítame que sea enteramente franco. Usted no comprende todavía su verdadera, su alta y nobilísima misión. Usted, hombre modesto y sin ambiciones, no quiere ver el importantísimo papel que le toca en esta revolución. Mentira que usted ande por aquí por don Mónico, el cacique; usted se ha levantado contra el caciquismo que asola toda la nación. Somos elementos de un gran movimiento social que tiene que concluir por el engrandecimiento de nuestra patria. Somos instrumentos del destino para la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. No peleamos por derrocar a un asesino miserable, sino contra la tiranía misma. Eso es lo que se llama luchar por principios, tener ideales. Por ellos luchan Villa, Natera, Carranza; por ellos estamos luchando nosotros.

—Sí, sí; cabalmente lo que yo he pensado —dijo Venancio entusiasmadísimo.

—Pancracio, apéate otras dos cervezas…

XIV

—Si vieras qué bien explica las cosas el curro, compadre Anastasio —dijo Demetrio, preocupado por lo que esa mañana había podido sacar en claro de las palabras de Luis Cervantes.

—Ya lo estuve oyendo —respondió Anastasio—. La verdad, es gente que, como sabe leer y escribir, entiende bien las cosas. Pero lo que a mí no se me alcanza, compadre, es eso de que usted vaya a presentarse con el señor Natera con tan poquitos que semos.

—¡Hum, es lo de menos! Desde hoy vamos a hacerlo ya de otro modo. He oído decir que Crispín Robles llega a todos los pueblos sacando cuantas armas y caballos encuentra; echa fuera de la cárcel a los presos, y en dos por tres tiene gente de sobra. Ya verá. La verdad, compadre Anastasio, hemos tonteado mucho. Parece a manera de mentira que este curro haya venido a enseñarnos la cartilla.

—¡Lo que es eso de saber leer y escribir!…

Los dos suspiraron con tristeza.

Luis Cervantes y muchos otros entraron a informarse de la fecha de salida.

—Mañana mismo nos vamos —dijo Demetrio sin vacilación.

Luego la Codorniz propuso traer música del pueblito inmediato y despedirse con un baile. Y su idea fue acogida con frenesí.

—Pos nos iremos —exclamó Pancracio y dio un aullido—; pero lo que es yo ya no me voy solo… Tengo mi amor y me lo llevo.

Demetrio dijo que él de muy buena gana se llevaría también a una mozuela que traía entre ojos, pero que deseaba mucho que ninguno de ellos dejara recuerdos negros, como los federales.

—No hay que esperar mucho; a la vuelta se arregla todo —pronunció en voz baja Luis Cervantes.

—¡Cómo! —dijo Demetrio—. ¿Pues no dicen que usté y Camila…?

—No es cierto, mi jefe; ella lo quiere a usted… pero le tiene miedo…

—¿De veras, curro?

—Sí; pero me parece muy acertado lo que usted dice: no hay que dejar malas impresiones… Cuando regresemos en triunfo, todo será diferente; hasta se lo agradecerán.

—¡Ah, curro!… ¡Es usté muy lanza! —contestó Demetrio, sonriendo y palmeándole la espalda.

Al declinar la tarde, como de costumbre, Camila bajaba por agua al río. Por la misma vereda y a su encuentro venía Luis Cervantes.

Camila sintió que el corazón se le quería salir.

Quizá sin reparar en ella, Luis Cervantes, bruscamente, desapareció en un recodo de peñascos.

A esa hora, como todos los días, la penumbra apagaba en un tono mate las rocas calcinadas, los ramajes quemados por el sol y los musgos resecos. Soplaba un viento tibio en débil rumor, meciendo las hojas lanceoladas de la tierna milpa. Todo era igual; pero en las piedras, en las ramas secas, en el aire embalsamado y en la hojarasca, Camila encontraba ahora algo muy extraño: como si todas aquellas cosas tuvieran mucha tristeza.

Dobló una peña gigantesca y carcomida, y dio bruscamente con Luis Cervantes, encaramado en una roca, las piernas pendientes y descubierta la cabeza.

—Oye, curro, ven a decirme adiós siquiera.

Luis Cervantes fue bastante dócil. Bajó y vino a ella.

—¡Orgulloso!… ¿Tan mal te serví que hasta el habla me niegas?…

—¿Por qué me dices eso, Camila? Tú has sido muy buena conmigo… mejor que una amiga; me has cuidado como una hermana. Yo me voy muy agradecido de ti y siempre lo recordaré.

—¡Mentiroso! —dijo Camila transfigurada de alegría—. ¿Y si yo no te he hablado?

—Yo iba a darte las gracias esta noche en el baile.

—¿Cuál baile?… Si hay baile, no iré yo…

—¿Por qué no irás?

—Porque no puedo ver al viejo ese… al Demetrio.

—¡Qué tonta!… Mira, él te quiere mucho; no pierdas esta ocasión que no volverás a encontrar en toda tu vida. Tonta, Demetrio va a llegar a general, va a ser muy rico… Muchos caballos, muchas alhajas, vestidos muy lujosos, casas elegantes y mucho dinero para gastar… ¡Imagínate lo que serías al lado de él!

Para que no le viera los ojos, Camila los levantó hacia el azul del cielo. Una hoja seca se desprendió de las alturas del tajo y, balanceándose en el aire lentamente, cayó como mariposita muerta a sus pies. Se inclinó y la tomó en sus dedos. Luego, sin mirarlo a la cara, susurró:

—¡Ay, curro… si vieras qué feo siento que tú me digas eso!… Si yo a ti es al que quero… pero a ti nomás… Vete, curro; vete, que no sé por qué me da tanta vergüenza… ¡Vete, vete!…

Y tiró la hoja desmenuzada entre sus dedos angustiosos y se cubrió la cara con la punta de su delantal.

Cuando abrió de nuevo los ojos, Luis Cervantes había desaparecido.

Ella siguió la vereda del arroyo. El agua parecía espolvoreada de finísimo carmín; en sus ondas se removían un cielo de colores y los picachos mitad luz y mitad sombra. Miríadas de insectos luminosos parpadeaban en un remanso. Y en el fondo de guijas lavadas se reprodujo con su blusa amarilla de cintas verdes, sus enaguas blancas sin almidonar, lamida la cabeza y estiradas las cejas y la frente; tal como se había ataviado para gustar a Luis.

Y rompió a llorar.

Entre los jarales las ranas cantaban la implacable melancolía de la hora.

Meciéndose en una rama seca, una torcaz lloró también.

XV

En el baile hubo mucha alegría y se bebió muy buen mezcal.

—Extraño a Camila —pronunció en voz alta Demetrio.

Y todo el mundo buscó con los ojos a Camila.

—Está mala, tiene jaqueca —respondió con aspereza señá Agapita, amoscada por las miradas de malicia que todos tenían puestas en ella.

Ya al acabarse el fandango, Demetrio, bamboleándose un poco, dio las gracias a los buenos vecinos que tan bien los habían acogido y prometió que al triunfo de la revolución a todos los tendría presentes, que “en la cama y en la cárcel se conoce a los amigos”.

—Dios los tenga de su santa mano —dijo una vieja.

—Dios los bendiga y los lleve por buen camino —dijeron otras.

Y María Antonia, muy borracha:

—¡Que güelvan pronto… pero repronto!…

Otro día María Antonia, que aunque cacariza y con una nube en un ojo tenía muy mala fama, tan mala que se aseguraba que no había varón que no la hubiese conocido entre los jarales del río, le gritó así a Camila:

—¡Epa, tú!… ¿Qué es eso?… ¿Qué haces en el rincón con el rebozo liado a la cabeza?… ¡Huy!… ¿Llorando?… ¡Mira qué ojos! ¡Ya pareces hechicera! ¡Vaya… no te apures!… No hay dolor que al alma llegue, que a los tres días no se acabe.

Señá Agapita juntó las cejas, y quién sabe qué gruñó para sus adentros.

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