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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (11 page)

—¡Ja, ja, ja!… ¡Qué mi general!… Bueno, ¿y por qué se aguanta a esa sierpe de la Pintada?

—Hombre, curro, me tiene harto; pero así soy. No me animo a decírselo… No tengo valor para despacharla a… Yo soy así, ése es mi genio. Mire, de que me cuadra una mujer, soy tan boca de palo, que si ella no comienza…, yo no me animo a nada —y suspiró—. Ahí está Camila, la del ranchito… La muchacha es fea; pero si viera cómo me llena el ojo…

—El día que usted quiera, nos la vamos a traer, mi general.

Demetrio guiñó los ojos con malicia.

—Le juro que se la hago buena, mi general…

—¿De veras, curro?… Mire, si me hace esa valedura, pa usté es el reló con todo y leopoldina de oro, ya que le cuadra tanto.

Los ojos de Luis Cervantes resplandecieron. Tomó el bote de fosfatina, ya bien lleno, se puso en pie y, sonriendo, dijo:

—Hasta mañana, mi general… Que pase buena noche.

VII

—¿Yo qué sé? Lo mismo que ustedes saben. Me dijo el general: “Codorniz, ensilla tu caballo y mi yegua mora. Vas con el curro a una comisión”. Bueno, así fue: salimos de aquí a mediodía y, ya anocheciendo, llegamos al ranchito. Nos dio posada la tuerta María Antonia… Que cómo estás tanto, Pancracio… En la madrugada me despertó el curro: “Codorniz, Codorniz, ensilla las bestias. Me dejas mi caballo y te vuelves con la yegua del general otra vez para Moyahua. Dentro de un rato te alcanzo”. Y ya estaba el sol alto cuando llegó con Camila en la silla. La apeó y la montamos en la yegua mora.

—Bueno, y ella, ¿qué cara venía poniendo? —preguntó uno.

—¡Hum, pos no le paraba la boca de tan contenta!…

—¿Y el curro?

—Callado como siempre; igual a como es él.

—Yo creo —opinó con mucha gravedad Venancio— que si Camila amaneció en la cama de Demetrio, sólo fue por una equivocación. Bebimos mucho… ¡Acuérdense!… Se nos subieron los espíritus alcohólicos a la cabeza y todos perdimos el sentido.

—¡Qué espíritus alcohólicos ni qué!… Fue cosa convenida entre el curro y el general.

—¡Claro! Pa mí el tal curro no es más que un…

—A mí no me gusta hablar de los amigos en ausencia —dijo el güero Margarito—; pero sí sé decirles que de dos novias que le he conocido, una ha sido para… mí y la otra para el general…

Y prorrumpieron en carcajadas.

Luego que la Pintada se dio cuenta cabal de lo sucedido, fue muy cariñosa a consolar a Camila.

—¡Pobrecita de ti, platícame cómo estuvo eso!

Camila tenía los ojos hinchados de llorar.

—¡Me mintió, me mintió!… Fue al rancho y me dijo: “Camila, vengo nomás por ti. ¿Te sales conmigo?” ¡Hum, dígame si yo no tendría ganas de salirme con él! De quererlo, lo quero y lo requero… ¡Míreme tan encanijada sólo por estar pensando en él! Amanece y ni ganas del metate… Me llama mi mama al almuerzo, y la gorda se me hace trapo en la boca… ¡Y aquella pinción!… ¡Y aquella pinción!…

Y comenzó a llorar otra vez, y para que no se oyeran sus sollozos se tapaba la boca y la nariz con un extremo del rebozo.

—Mira, yo te voy a sacar de esta apuración. No seas tonta, ya no llores. Ya no pienses en el curro… ¿Sabes lo que es ese curro?… ¡Palabra!… ¡Te digo que nomás para eso lo trae el general!… ¡Qué tonta!… Bueno, ¿quieres volver a tu casa?

—¡La Virgen de Jalpa me ampare!… ¡Me mataría mi mama a palos!

—No te hace nada. Vamos haciendo una cosa. La tropa tiene que salir de un momento a otro; cuando Demetrio te diga que te prevengas para irnos, tú le respondes que tienes muchas dolencias de cuerpo, y que estás como si te hubieran dado de palos, y te estiras y bostezas muy seguido. Luego te tientas la frente y dices: “Estoy ardiendo en calentura”. Entonces yo le digo a Demetrio que nos deje a las dos, que yo me quedo a curarte y que luego que estés buena nos vamos a alcanzarlo. Y lo que hacemos es que yo te pongo en tu casa buena y sana.

VIII

Ya el sol se había puesto y el caserío se envolvía en la tristeza gris de sus calles viejas y en el silencio de terror de sus moradores, recogidos a muy buena hora, cuando Luis Cervantes llegó a la tienda de Primitivo López a interrumpir una juerga que prometía grandes sucesos. Demetrio se emborrachaba allí con sus viejos camaradas. El mostrador no podía contener más gente. Demetrio, la Pintada y el güero Margarito habían dejado afuera sus caballos; pero los demás oficiales se habían metido brutalmente con todo y cabalgaduras. Los sombreros galoneados de cóncavas y colosales faldas se encontraban en vaivén constante; caracoleaban las ancas de las bestias, que sin cesar removían sus finas cabezas de ojazos negros, narices palpitantes y orejas pequeñas.

Y en la infernal alharaca de los borrachos se oía el resoplar de los caballos, su rudo golpe de pesuñas en el pavimento y, de vez en vez, un relincho breve y nervioso.

Cuando Luis Cervantes llegó, se comentaba un suceso banal. Un paisano, con un agujerito negruzco y sanguinolento en la frente, estaba tendido boca arriba en medio de la carretera. Las opiniones, divididas al principio, ahora se unificaban bajo una justísima reflexión del güero Margarito. Aquel pobre diablo que yacía bien muerto era el sacristán de la iglesia. Pero, ¡tonto!… la culpa había sido suya… ¿Pues a quién se le ocurre, señor, vestir pantalón, chaqueta y gorrita? ¡Pancracio no puede ver un catrín enfrente de él!

Ocho músicos “de viento”, las caras rojas y redondas como soles, desorbitados los ojos, echando los bofes por los latones desde la madrugada, suspenden su faena al mandato de Cervantes.

—Mi general —dijo éste abriéndose paso entre los montados—, acaba de llegar un propio de urgencia. Le ordenan a usted que salga inmediatamente a perseguir a los orozquistas.

Los semblantes, ensombrecidos un momento, brillaron de alegría.

—¡A Jalisco, muchachos! —gritó el güero Margarito dando un golpe seco sobre el mostrador.

—¡Aprevénganse, tapatías de mi alma, que allá voy! —gritó la Codorniz arriscándose el sombrero.

Todo fue regocijo y entusiasmo. Los amigos de Demetrio, en la excitación de la borrachera, le ofrecieron incorporarse a sus filas. Demetrio no podía hablar de gusto. “¡Ah, ir a batir a los orozquistas!… ¡Habérselas al fin con hombres de veras!… ¡Dejar de matar federales como se matan liebres o guajolotes!”

—Si yo pudiera coger vivo a Pascual Orozco —dijo el güero Margarito—, le arrancaba la planta de los pies y lo hacía caminar veinticuatro horas por la sierra…

—¿Qué, ése fue el que mató al señor Madero? —preguntó el Meco.

—No —repuso el güero con solemnidad—; pero a mí me dio una cachetada cuando fui mesero del Delmónico en Chihuahua.

—Para Camila, la yegua mora —ordenó Demetrio a Pancracio, que estaba ya ensillando.

—Camila no se puede ir —dijo la Pintada con prontitud.

—¿Quién te pide a ti tu parecer? —repuso Demetrio con aspereza.

—¿Verdá, Camila, que amaneciste con mucha dolencia de cuerpo y te sientes acalenturada ahora?

—Pos yo…, pos yo…, lo que diga don Demetrio…

—¡Ah, qué guaje!… Di que no, di que no… —pronunció a su oído la Pintada con gran inquietud.

—Pos es que ya le voy cobrando voluntá…, ¿lo cree?… —contestó Camila también muy quedo.

La Pintada se puso negra y se le inflamaron los carrillos; pero no dijo nada y se alejó a montar la yegua que le estaba ensillando el güero Margarito.

IX

El torbellino del polvo, prolongado a buen trecho a lo largo de la carretera, rompíase bruscamente en masas difusas y violentas, y se destacaban pechos hinchados, crines revueltas, narices trémulas, ojos ovoides, impetuosos, patas abiertas y como encogidas al impulso de la carrera. Los hombres, de rostro de bronce y dientes de marfil, ojos flameantes, blandían los rifles o los cruzaban sobre las cabezas de las monturas.

Cerrando la retaguardia, y al paso, venían Demetrio y Camila; ella trémula aún, con los labios blancos y secos; él, malhumorado por lo insulso de la hazaña. Ni tales orozquistas, ni tal combate. Unos cuantos federales dispersos, un pobre diablo de cura con un centenar de ilusos, todos reunidos bajo la vetusta bandera de “Religión y Fueros”. El cura se quedaba allí bamboleándose, pendiente de un mezquite, y en el campo, un reguero de muertos que ostentaban en el pecho un escudito de bayeta roja y un letrero: “¡Detente! ¡El Sagrado Corazón de Jesús está conmigo!”

—La verdá es que yo ya me pagué hasta de más mis sueldos atrasados —dijo la Codorniz mostrando los relojes y anillos de oro que se había extraído de la casa cural.

—Así siquiera pelea uno con gusto —exclamó el Manteca entreverando insolencias entre cada frase—. ¡Ya sabe uno por qué arriesga el cuero!

Y cogía fuertemente con la misma mano que empuñaba las riendas un reluciente resplandor que le había arrancado al Divino Preso de la iglesia.

Cuando la Codorniz, muy perito en la materia, examinó codiciosamente el “avance” del Manteca, lanzó una carcajada solemne:

—¡Tu resplandor es de hoja de lata!…

—¿Por qué vienes cargando con esa roña? —preguntó Pancracio al güero Margarito, que llegaba de los últimos con un prisionero.

—¿Saben por qué? Porque nunca he visto bien a bien la cara que pone un prójimo cuando se le aprieta una reata en el pescuezo.

El prisionero, muy gordo, respiraba fatigado; su rostro estaba encendido, sus ojos inyectados y su frente goteaba. Lo traían atado de las muñecas y a pie.

—Anastasio, préstame tu reata; mi cabestro se revienta con este gallo… Pero, ahora que lo pienso mejor, no… Amigo federal, te voy a matar de una vez; vienes penando mucho. Mira, los mezquites están muy lejos todavía y por aquí no hay telégrafo siquiera para colgarte de algún poste.

Y el güero Margarito sacó su pistola, puso el cañón sobre la tetilla izquierda del prisionero y paulatinamente echó el gatillo atrás.

El federal palideció como cadáver, su cara se afiló y sus ojos vidriosos se quebraron. Su pecho palpitaba tumultuosamente y todo su cuerpo se sacudía como por un gran calosfrío.

El güero Margarito mantuvo así su pistola durante segundos eternos. Y sus ojos brillaron de un modo extraño, y su cara regordeta, de inflados carrillos, se encendía en una sensación de suprema voluptuosidad.

—¡No, amigo federal! —dijo lentamente retirando el arma y volviéndola a su funda—, no te quiero matar todavía… Vas a seguir como mi asistente… ¡Ya verás si soy hombre de mal corazón!

Y guiñó malignamente sus ojos a sus inmediatos.

El prisionero había embrutecido; sólo hacía movimientos de deglución; su boca y su garganta estaban secas.

Camila, que se había quedado atrás, picó el ijar de su yegua y alcanzó a Demetrio:

—¡Ah, qué malo es el hombre ese Margarito!… ¡Si viera lo que viene haciendo con un preso!

Y refirió lo que acababa de presenciar.

Demetrio contrajo las cejas, pero nada contestó.

La Pintada llamó a Camila a distancia.

—Oye, tú, ¿qué chismes le trais a Demetrio?… El güero Margarito es mi mero amor… ¡Pa que te lo sepas!… Y ya sabes… Lo que haiga con él, hay conmigo. ¡Ya te lo aviso!…

Y Camila, muy asustada, fue a reunirse con Demetrio.

X

La tropa acampó en una planicie, cerca de tres casitas alineadas que, solitarias, recortaban sus blancos muros sobre la faja púrpura del horizonte. Demetrio y Camila fueron hacia ellas.

Dentro del corral, un hombre en camisa y calzón blanco, de pie, chupaba con avidez un gran cigarro de hoja; cerca de él, sentado sobre una losa, otro desgranaba maíz, frotando mazorcas entre sus dos manos, mientras que una de sus piernas, seca y retorcida, remataba en algo como pesuña de chivo, se sacudía a cada instante para espantar a las gallinas.

—Date priesa, Pifanio —dijo el que estaba parado—; ya se metió el sol y todavía no bajas al agua a las bestias.

Un caballo relinchó fuera y los dos hombres alzaron la cabeza azorados.

Demetrio y Camila asomaban tras la barda del corral.

—Nomás quiero alojamiento para mí y para mi mujer —les dijo Demetrio tranquilizándolos.

Y como les explicara que él era el jefe de un cuerpo de ejército que iba a pernoctar en las cercanías, el hombre que estaba en pie, y que era el amo, con mucha solicitud los hizo entrar. Y corrió por un apaste de agua y una escoba, pronto a barrer y regar el mejor rincón de la troje para alojar decentemente a tan honorables huéspedes.

—Anda, Pifanio; desensilla los caballos de los señores.

El hombre que desgranaba se puso trabajosamente en pie. Vestía unas garras de camisa y chaleco, una piltrafa de pantalón, abierto en dos alas, cuyos extremos, levantados, pendían de la cintura.

Anduvo, y su paso marcó un compás grotesco.

—Pero ¿puedes tú trabajar, amigo? —le preguntó Demetrio sin dejarlo quitar las monturas.

—¡Pobre —gritó el amo desde el interior de la troje—, le falta la juerza!… ¡Pero viera qué bien desquita el salario!… ¡Trabaja dende que Dios amanece!… ¡Qué ha que se metió el sol…, y mírelo, no para todavía!

Demetrio salió con Camila a dar una vuelta por el campamento. La planicie, de dorados barbechos, rapada hasta de arbustos, se dilataba inmensa en su desolación. Parecían un verdadero milagro los tres grandes fresnos enfrente de las casitas, sus cimas verdinegras, redondas y ondulosas, su follaje rico, que descendía hasta besar el suelo.

—¡Yo no sé qué siento por acá que me da tanta tristeza! —dijo Demetrio.

—Sí —contestó Camila—; lo mismo a mí.

A orillas de un arroyuelo, Pifanio estaba tirando rudamente de la soga de un bimbalete. Una olla enorme se volcaba sobre un montón de hierba fresca, y a las postreras luces de la tarde cintilaba el chorro de cristal desparramándose en la pila. Allí bebían ruidosamente una vaca flaca, un caballo matado y un burro.

Demetrio reconoció al peón cojitranco y le preguntó:

—¿Cuánto ganas diario, amigo?

—Diez y seis centavos, patrón…

Era un hombrecillo rubio, escrofuloso, de pelo lacio y ojos zarcos. Echó pestes del patrón, del rancho y de la perra suerte.

—Desquitas bien el sueldo, hijo —le interrumpió Demetrio con mansedumbre—. A reniega y reniega, pero a trabaja y trabaja.

Y volviéndose a Camila:

—Siempre hay otros más pencos que nosotros los de la sierra, ¿verdad?

—Sí —contestó Camila.

Y siguieron caminando.

El valle se perdió en la sombra y las estrellas se escondieron.

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