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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (14 page)

Tropezaron al mediodía con una choza prendida a los riscos de la sierra; luego, con tres casucas regadas sobre las márgenes de un río de arena calcinada; pero todo estaba silencioso y abandonado. A la proximidad de la tropa, las gentes se escurrían a ocultarse en las barrancas.

Demetrio se indignó:

—A cuantos descubran escondidos o huyendo, cójanlos y me los traen —ordenó a sus soldados con voz desafinada.

—¡Cómo!… ¿Qué dice? —exclamó Valderrama sorprendido—. ¿A los serranos? ¿A estos valerosos que no han imitado a las gallinas que ahora anidan en Zacatecas y Aguascalientes? ¿A los hermanos nuestros que desafían las tempestades adheridas a sus rocas como la madrepeña? ¡Protesto!… ¡Protesto!…

Hincó las espuelas en los ijares de su mísero rocín y fue a alcanzar al general.

—Los serranos —le dijo con énfasis y solemnidad— son carne de nuestra carne y huesos de nuestros huesos… “Os ex osibus meis et caro de carne mea”… Los serranos están hechos de nuestra madera… De esta madera firme con la que se fabrican los héroes…

Y con una confianza tan intempestiva como valiente, dio un golpe con su puño cerrado sobre el pecho del general, que sonrió con benevolencia.

¿Valderrama, vagabundo, loco y un poco poeta, sabía lo que decía?

Cuando los soldados llegaron a una ranchería y se arremolinaron con desesperación en torno de casas y jacales vacíos, sin encontrar una tortilla dura, ni un chile podrido, ni unos granos de sal para ponerle a la tan aborrecida carne fresca de res, ellos, los hermanos pacíficos, desde sus escondites, impasibles los unos con la impasibilidad pétrea de los ídolos aztecas, más humanos los otros, con una sórdida sonrisa en sus labios untados y ayunos de barba, veían cómo aquellos hombres feroces, que un mes antes hicieran retemblar de espanto sus míseros y apartados solares, ahora salían de sus chozas, donde las hornillas estaban apagadas y las tinajas secas, abatidos, con la cabeza caída y humillados como perros a quienes se arroja de su propia casa a puntapiés.

Pero el general no dio contraorden y unos soldados le llevaron a cuatro fugitivos bien trincados.

II

—¿Por qué se esconden ustedes? —interrogó Demetrio a los prisioneros.

—No nos escondemos, mi jefe; seguimos nuestra vereda.

—¿Adónde?

—A nuestra tierra… Nombre de Dios, Durango.

—¿Es éste el camino de Durango?

—Por los caminos no puede transitar gente pacífica ahora. Usted lo sabe, mi jefe.

—Ustedes no son pacíficos; ustedes son desertores. ¿De dónde vienen? —prosiguió Demetrio observándolos con ojo penetrante.

Los prisioneros se turbaron, mirándose perplejos sin encontrar pronta respuesta.

—¡Son carranclanes! —notó uno de los soldados.

Aquello devolvió instantáneamente la entereza a los prisioneros. No existía más para ellos el terrible enigma que desde el principio se les había formulado con aquella tropa desconocida.

—¿Carrancistas nosotros? —contestó uno de ellos con altivez—. ¡Mejor puercos!…

—La verdad, sí, somos desertores —dijo otro—; nos le cortamos a mi general Villa de este lado de Celaya, después de la cuereada que nos dieron.

—¿Derrotado el general Villa?… ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!…

Los soldados rieron a carcajadas.

Pero a Demetrio se le contrajo la frente como si algo muy negro hubiera pasado por sus ojos.

—¡No nace todavía el hijo de la… que tenga que derrotar a mi general Villa! —clamó con insolencia un veterano de cara cobriza con una cicatriz de la frente a la barba.

Sin inmutarse, uno de los desertores se quedó mirándolo fijamente, y dijo:

—Yo lo conozco a usted. Cuando tomamos Torreón, usted andaba con mi general Urbina. En Zacatecas venía ya con Natera y allí se juntó con los de Jalisco… ¿Miento?

El efecto fue brusco y definitivo. Los prisioneros pudieron entonces dar una detallada relación de la tremenda derrota de Villa en Celaya.

Se les escuchó en un silencio de estupefacción.

Antes de reanudar la marcha se encendieron lumbres donde asar carne de toro. Anastasio Montañés, que buscaba leños entre los huizaches, descubrió a lo lejos y entre las rocas la cabeza tusada del caballuco de Valderrama.

—¡Vente ya, loco, que al fin no hubo pozole!… —comenzó a gritar.

Porque Valderrama, poeta romántico, siempre que de fusilar se hablaba, sabía perderse lejos y durante todo el día.

Valderrama oyó la voz de Anastasio y debió haberse convencido de que los prisioneros habían quedado en libertad, porque momentos después estaba cerca de Venancio y de Demetrio.

—¿Ya sabe usted las nuevas? —le dijo Venancio con mucha gravedad.

—No sé nada.

—¡Muy serias! ¡Un desastre! Villa derrotado en Celaya por Obregón. Carranza triunfando por todas partes. ¡Nosotros arruinados!

El gesto de Valderrama fue desdeñoso y solemne como de emperador:

—¿Villa?… ¿Obregón?… ¿Carranza?… ¡X… Y… Z…! ¿Qué se me da a mí?… ¡Amo la revolución como amo al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán; a la revolución porque es revolución!… Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué me importan a mí?…

Y como al brillo del sol de mediodía reluciera sobre su frente el reflejo de una blanca botella de tequila, volvió grupas y con el alma henchida de regocijo se lanzó hacia el portador de tamaña maravilla.

—Le tengo voluntá a ese loco —dijo Demetrio sonriendo—, porque a veces dice unas cosas que lo ponen a uno a pensar.

Se reanudó la marcha, y la desazón se tradujo en un silencio lúgubre. La otra catástrofe venía realizándose callada, pero indefectiblemente. Villa derrotado era un dios caído. Y los dioses caídos ni son dioses ni son nada.

Cuando la Codorniz habló, sus palabras fueron fiel trasunto del sentir común:

—¡Pos hora sí, muchachos… cada araña por su hebra!…

III

Aquel pueblecillo, al igual que congregaciones, haciendas y rancherías, se había vaciado en Zacatecas y Aguascalientes.

Por tanto, el hallazgo de un barril de tequila por uno de los oficiales fue acontecimiento de la magnitud del milagro. Se guardó profunda reserva, se hizo mucho misterio para que la tropa saliera otro día, a la madrugada, al mando de Anastasio Montañés y de Venancio; y cuando Demetrio despertó al son de la música, su estado mayor, ahora integrado en su mayor parte por jóvenes ex federales, le dio la noticia del descubrimiento, y la Codorniz, interpretando los pensamientos de sus colegas, dijo axiomáticamente:

—Los tiempos son malos y hay que aprovechar, porque “si hay días que nada el pato, hay días que ni agua bebe”.

La música de cuerda tocó todo el día y se le hicieron honores solemnes al barril; pero Demetrio estuvo muy triste, “sin saber por qué, ni por qué sé yo”, repitiendo entre dientes y a cada instante su estribillo.

Por la tarde hubo peleas de gallos. Demetrio y sus principales jefes se sentaron bajo el cobertizo del portalillo municipal, frente a una plazuela inmensa, poblada de yerbas, un quiosco vetusto y podrido y las casas de adobe solitarias.

—¡Valderrama! —llamó Demetrio, apartando con fastidio los ojos de la pista—. Venga a cantarme
El enterrador.

Pero Valderrama no le oyó, porque en vez de atender a la pelea monologaba extravagante, mirando ponerse el sol tras de los cerros, diciendo con voz enfática y solemne gesto:

—“¡Señor, Señor, bueno es que nos estemos aquí!… Levantaré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.”

—¡Valderrama! —volvió a gritar Demetrio—. Cántame
El enterrador.

—Loco, te habla mi general —lo llamó más cerca uno de los oficiales.

Y Valderrama, con su eterna sonrisa de complacencia en los labios, acudió entonces y pidió a los músicos una guitarra.

—¡Silencio! —gritaron los jugadores.

Valderrama dejó de afinar. La Codorniz y el Meco soltaban ya en la arena un par de gallos amarrados de largas y afiladísimas navajas. Uno era retinto, con hermosos reflejos de obsidiana; el otro, giro, de plumas como escamas de cobre irisado a fuego.

La huelga fue brevísima y de una ferocidad casi humana. Como movidos por un resorte, los gallos se lanzaron al encuentro. Sus cuellos crespos y encorvados, los ojos como corales, erectas las crestas, crispadas las patas, un instante se mantuvieron sin tocar el suelo siquiera, confundidos sus plumajes, picos y garras en uno solo; el retinto se desprendió y fue lanzado patas arriba más allá de la raya. Sus ojos de cinabrio se apagaron, cerráronse lentamente sus párpados coriáceos, y sus plumas esponjadas se estremecieron convulsas en un charco de sangre.

Valderrama, que no había reprimido un gesto de violenta indignación, comenzó a templar. Con los primeros acentos graves se disipó su cólera. Brillaron sus ojos como esos ojos donde resplandece el brillo de la locura. Vagando su mirada por la plazoleta, por el ruinoso quiosco, por el viejo caserío, con la sierra al fondo y el cielo incendiado como lecho, comenzó a cantar.

Supo darle tanta alma a su voz y tanta expresión a las cuerdas de su vihuela, que, al terminar, Demetrio había vuelto la cara para que no le vieran los ojos.

Pero Valderrama se echó en sus brazos, lo estrechó fuertemente y, con aquella confianza súbita que a todo el mundo sabía tener en un momento dado, le dijo al oído:

—¡Cómaselas!… ¡Esas lágrimas son muy bellas!

Demetrio pidió la botella y se la tendió a Valderrama.

Valderrama apuró con avidez la mitad, casi de un sorbo; luego se volvió a los concurrentes y, tomando una actitud dramática y su entonación declamatoria, exclamó con los ojos rasos:

—¡Y de ahí cómo los grandes placeres de la revolución se resolvían en una lágrima!…

Después siguió hablando loco, pero loco del todo, con las yerbas empolvadas, con el quiosco podrido, con las casas grises, con el cerro altivo y con el cielo inconmensurable.

IV

Asomó Juchipila a lo lejos, blanca y bañada de sol, en medio del frondaje, al pie de un cerro elevado y soberbio, plegado como turbante.

Algunos soldados, mirando las torrecillas de Juchipila, suspiraron con tristeza. Su marcha por los cañones era ahora la marcha de un ciego sin lazarillo; se sentía ya la amargura del éxodo.

—¿Ese pueblo es Juchipila? —preguntó Valderrama.

Valderrama, en el primer periodo de la primera borrachera del día, había venido contando las cruces diseminadas por caminos y veredas, en las escarpaduras de las rocas, en los vericuetos de los arroyos, en las márgenes del río. Cruces de madera negra recién barnizada, cruces forjadas con dos leños, cruces de piedras en montón, cruces pintadas con cal en las paredes derruidas, humildísimas cruces trazadas con carbón sobre el canto de las peñas. El rastro de sangre de los primeros revolucionarios de 1910, asesinados por el gobierno.

Ya a la vista de Juchipila, Valderrama echa pie a tierra, se inclina, dobla la rodilla y gravemente besa el suelo.

Los soldados pasan sin detenerse. Unos ríen del loco y otros le dicen alguna cuchufleta.

Valderrama, sin oír a nadie, reza su oración solemnemente:

—¡Juchipila, cuna de la revolución de 1910, tierra bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores… de los únicos buenos!…

—Porque no tuvieron tiempo de ser malos —completa la frase brutalmente un oficial ex federal que va pasando.

Valderrama se interrumpe, reflexiona, frunce el ceño, lanza una sonora carcajada que resuena por las peñas, monta y corre tras el oficial a pedirle un trago de tequila.

Soldados mancos, cojos, reumáticos y tosigosos dicen mal de Demetrio. Advenedizos de banqueta causan alta con barras de latón en el sombrero, antes de saber siquiera cómo se coge un fusil, mientras que el veterano fogueado en cien combates, inútil ya para el trabajo, el veterano que comenzó de soldado raso, soldado raso es todavía.

Y los pocos jefes que quedan, camaradas viejos de Macías, se indignan también porque se cubren las bajas del estado mayor con señoritines de capital, perfumados y peripuestos.

—Pero lo peor de todo —dice Venancio— es que nos estamos llenando de ex federales.

El mismo Anastasio, que de ordinario encuentra muy bien hecho todo lo que su compadre Demetrio hace, ahora, en causa común con los descontentos, exclama:

—Miren, compañeros, yo soy muy claridoso… y yo le digo a mi compadre que si vamos a tener aquí a los federales siempre, malamente andamos… ¡De veras! ¿A que no me lo creen?… Pero yo no tengo pelos en la lengua, y por vida de la madre que me parió, que se lo digo a mi compadre Demetrio.

Y se lo dijo. Demetrio lo escuchó con mucha benevolencia, y luego que acabó de hablar, le contestó:

—Compadre, es cierto lo que usted dice. Malamente andamos: los soldados hablan mal de las clases, las clases de los oficiales y los oficiales de nosotros… Y nosotros estamos ya pa despachar a Villa y a Carranza a la… a que se diviertan solos… Pero se me figura que nos está sucediendo lo que a aquel peón de Tepatitlán. ¿Se acuerda, compadre? No paraba de rezongar de su patrón, pero no paraba de trabajar tampoco. Y así estamos nosotros: a reniega y reniega y a mátenos y mátenos… Pero eso no hay que decirlo, compadre…

—¿Por qué, compadre Demetrio?…

—Por yo no sé… Porque no… ¿ya me entiende? Lo que ha de hacer es dármele ánimo a la gente. He recibido órdenes de regresar a detener una partida que viene por Cuquío. Dentro de muy poquitos días tenemos que darnos un encontronazo con los carranclanes, y es bueno pegarles ahora hasta por debajo de la lengua.

Valderrama, el vagabundo de los caminos reales, que se incorporó a la tropa un día, sin que nadie supiera a punto fijo cuándo ni en dónde, pescó algo de las palabras de Demetrio, y como no hay loco que coma lumbre, ese mismo día desapareció como había llegado.

V

Entraron a las calles de Juchipila cuando las campanas de la iglesia repicaban alegres, ruidosas, y con aquel su timbre peculiar que hacía palpitar de emoción a toda la gente de los cañones.

—Se me figura, compadre, que estamos allá en aquellos tiempos cuando apenas iba comenzando la revolución, cuando llegábamos a un pueblito y nos repicaban mucho, y salía la gente a encontrarnos con músicas, con banderas, y nos echaban muchos vivas y hasta cohetes nos tiraban —dijo Anastasio Montañés.

—Ahora ya no nos quieren —repuso Demetrio.

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