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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (13 page)

Los paisanos, sorprendidos en el mismo momento de escapar, se detuvieron; unos, con disimulo, regresaron a sus mesas a seguir bebiendo y charlando, y otros, vacilantes, se adelantaron a ofrecer sus respetos a los jefes.

—¡Mi general!… ¡Mucho gusto!… ¡Señor mayor!…

—¡Eso es!… Así me gustan los amigos, finos y decentes —dijo el güero Margarito.

—Vamos, muchachos —agregó sacando su pistola jovialmente—; ahí les va un buscapiés para que lo toreen.

Una bala rebotó en el cemento, pasando entre las patas de las mesas y las piernas de los señoritos, que saltaron asustados como dama a quien se le ha metido un ratón bajo la falda.

Pálidos, sonríen para festejar debidamente al señor mayor. Demetrio despliega apenas sus labios, mientras que el acompañamiento lanza carcajadas a pierna tendida.

—Güero —observa la Codorniz—, a ése que va saliendo le prendió la avispa; mira cómo cojea.

El güero, sin parar mientes ni volver siquiera la cara hacia el herido, afirma con entusiasmo que a treinta pasos de distancia y al descubrir le pega a un cartucho de tequila.

—A ver, amigo, párese —dice al mozo de la cantina. Luego, de la mano lo lleva a la cabecera del patio del hotel y le pone un cartucho lleno de tequila en la cabeza.

El pobre diablo resiste, quiere huir, espantado, pero el güero prepara su pistola y apunta.

—¡A tu lugar… tasajo! O de veras te meto una calientita.

El güero se vuelve a la pared opuesta, levanta su arma y hace puntería.

El cartucho se estrella en pedazos, bañando de tequila la cara del muchacho, descolorido como un muerto.

—¡Ahora va de veras! —clama, corriendo a la cantina por un nuevo cartucho, que vuelve a colocar sobre la cabeza del mancebo.

Torna a su sitio, da una vuelta vertiginosa sobre los pies, y al descubrir, dispara.

Sólo que ahora se ha llevado una oreja en vez del cartucho.

Y apretándose el estómago de tanto reír, dice al muchacho:

—Toma, chico, esos billetes. ¡Es cualquier cosa! Eso se quita con tantita árnica y aguardiente…

Después de beber mucho alcohol y cerveza, habla Demetrio:

—Pague, güero… Ya me voy…

—No traigo ya nada, mi general; pero no hay cuidado por eso… ¿Qué tanto se te debe, amigo?

—Ciento ochenta pesos, mi jefe —responde amablemente el cantinero.

El güero salta prontamente el mostrador, y en dos manotadas derriba todos los frascos, botellas y cristalería.

—Ai le pasas la cuenta a tu padre Villa, ¿sabes?

—Oiga, amigo, ¿dónde queda el barrio de las muchachas? —pregunta tambaleándose de borracho, a un sujeto pequeño, correctamente vestido, que está cerrando la puerta de una sastrería.

El interpelado se baja de la banqueta atentamente para dejar libre el paso. El güero se detiene y lo mira con impertinencia y curiosidad:

—Oiga, amigo, ¡qué chiquito y qué bonito es usted!… ¿Cómo que no?… ¿Entonces yo soy mentiroso?… Bueno, así me gusta… ¿Usted sabe bailar los enanos?… ¿Qué no sabe?… ¡Resabe!… ¡Yo lo conocí a usted en un circo! ¡Le juro que sí sabe y muy rebién!… ¡Ahora lo verá!…

El güero saca su pistola y comienza a disparar hacia los pies del sastre, que, muy gordo y muy pequeño, a cada tiro da un saltito.

—¿Ya ve cómo sí sabe bailar los enanos?

Y echando los brazos a espaldas de sus amigos, se hace conducir hacia el arrabal de gente alegre, marcando su paso a balazos en los focos de las esquinas, en las puertas y en las casas del poblado. Demetrio lo deja y regresa al hotel, tarareando entre los dientes:

En la medianía del cuerpo

una daga me metió,

sin saber por qué

ni por qué sé yo…

XIV

Humo de cigarro, olor penetrante de ropas sudadas, emanaciones alcohólicas y el respirar de una multitud; hacinamiento peor que el de un carro de cerdos. Predominaban los de sombrero tejano, toquilla de galón y vestidos de kaki.

—Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao… Los ahorros de toda mi vida de trabajo. No tengo para darle de comer a mi niño.

La voz era aguda, chillona y plañidera; pero se extinguía a corta distancia en el vocerío que llenaba el carro.

—¿Qué dice esa vieja? —preguntó el güero Margarito entrando en busca de un asiento.

—Que una petaca… que un niño decente… —respondió Pancracio, que ya había encontrado las rodillas de unos paisanos para sentarse.

Demetrio y los demás se abrían paso a fuerza de codos. Y como los que soportaban a Pancracio prefirieran abandonar los asientos y seguir de pie, Demetrio y Luis Cervantes los aprovecharon gustosos.

Una señora que venía parada desde Irapuato con un niño en brazos sufrió un desmayo. Un paisano se aprontó a tomar en sus manos a la criatura. El resto no se dio por entendido: las hembras de tropa ocupaban dos o tres asientos cada una con maletas, perros, gatos y cotorras. Al contrario, los de sombrero tejano rieron mucho de la robustez de muslos y laxitud de pechos de la desmayada.

—Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao… Los ahorros de toda mi vida de trabajo… No tengo ahora ni para darle de comer a mi niño…

La vieja habla de prisa y automáticamente suspira y solloza. Sus ojos, muy vivos, se vuelven de todos lados. Y aquí recoge un billete, y más allá otro. Le llueven en abundancia. Acaba una colecta y adelanta unos cuantos asientos:

—Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca en la estación de Silao…

El efecto de sus palabras es seguro e inmediato.

—¡Un señor decente! ¡Un señor decente que se roba una petaca! ¡Eso es incalificable! Eso despierta un sentimiento de indignación general. ¡Oh, es lástima que ese señor decente no esté a la mano para que lo fusilen siquiera cada uno de los generales que van allí!

—Porque a mí no hay cosa que me dé tanto coraje como un curro ratero —dice uno, reventando de dignidad.

—¡Robar a una pobre señora!

—¡Robar a una infeliz mujer que no puede defenderse!

Y todos manifiestan el enternecimiento de su corazón de palabras y de obra: una insolencia para el ladrón y un bilimbique de cinco pesos para la víctima.

—Yo, la verdad les digo, no creo que sea malo matar, porque cuando uno mata lo hace siempre con coraje; ¿pero robar?… —clama el güero Margarito.

Todos parecen asentir ante tan graves razones; pero, tras breve silencio y momentos de reflexión, un coronel aventura su parecer:

—La verdá es que todo tiene sus “asigunes”. ¿Para qué es más que la verdá? La purita verdá es que yo he robao… y si digo que todos los que venemos aquí hemos hecho lo mesmo, se me afigura que no echo mentiras…

—¡Hum, pa las máquinas de coser que yo me robé en México! —exclamó con ánimo un mayor—. Junté más de quinientos pesos, con ser que vendí hasta a cincuenta centavos máquina.

—Yo me robé en Zacatecas unos caballos tan finos, que dije acá para mí: “Lo que es de este hecho ya te armaste, Pascual Mata; no te vuelves a apurar por nada en los días que de vida te quedan” —dijo un capitán desmolado y ya blanco de canas—. Lo malo fue que mis caballos le cuadraron a mi general Limón y él me los robó a mí.

—¡Bueno! ¡A qué negarlo, pues! Yo también he robado —asintió el güero Margarito—; pero aquí están mis compañeros que digan cuánto he hecho de capital. Eso sí, mi gusto es gastarlo todo con las amistades. Para mí es más contento ponerme una papalina con todos los amigos que mandarles un centavo a las viejas de mi casa…

El tema del “yo robé”, aunque parece inagotable, se va extinguiendo cuando en cada banca aparecen tendidos de naipes, que atraen a jefes y oficiales como la luz a los mosquitos.

Las peripecias del juego pronto lo absorben todo y caldean el ambiente más y más; se respira el cuartel, la cárcel, el lupanar y hasta la zahúrda.

Y dominando el barullo general, se escucha, allá en el otro carro:

—Caballeros, un señor decente me ha robado mi petaca…

Las calles de Aguascalientes se habían convertido en basureros. La gente de kaki se removía, como las abejas a la boca de una colmena, en las puertas de los restaurantes, fonduchos y mesones, en las mesas de comistrajos y puestos al aire libre, donde al lado de una batea de chicharrones rancios se alzaba un montón de quesos mugrientos.

El olor de las frituras abrió el apetito de Demetrio y sus acompañantes. Penetraron a fuerza de empellones a una fonda, y una vieja desgreñada y asquerosa les sirvió en platos de barro huesos de cerdos nadando en un caldillo claro de chile y tres tortillas correosas y quemadas. Pagaron dos pesos por cada uno, y al salir Pancracio aseguró que tenía más hambre que antes de haber entrado.

—Ahora sí —dijo Demetrio—: vamos a tomar consejo de mi general Natera.

Y siguieron una calle hacia la casa que ocupaba el jefe norteño.

Un revuelto y agitado grupo de gentes les detuvo el paso en una bocacalle. Un hombre que se perdía entre la multitud clamaba en sonsonete y con acento uncioso algo que parecía un rezo. Se acercaron hasta descubrirlo. El hombre, de camisa y calzón blanco, repetía: “Todos los buenos católicos que recen con devoción esta oración a Cristo Crucificado se verán libres de tempestades, de pestes, de guerras y de hambres…”

—Éste sí que la acertó —dijo Demetrio sonriendo.

El hombre agitaba en alto un puñado de impresos y decía:

—Cincuenta centavos la oración a Cristo Crucificado, cincuenta centavos…

Luego desaparecía un instante para levantarse de nuevo con un colmillo de víbora, una estrella de mar, un esqueleto de pescado. Y con el mismo acento rezandero, ponderaba las propiedades medicinales y raras virtudes de cada cosa.

La Codorniz, que no le tenía fe a Venancio, pidió al vendedor que le extrajera una muela; el güero Margarito compró un núcleo negro de cierto fruto que tiene la propiedad de librar a su poseedor tan bien del rayo como de cualquier “malhora”, y Anastasio Montañés una oración a Cristo Crucificado, que cuidadosamente dobló y con gran piedad guardó en el pecho.

—¡Cierto como hay Dios, compañero; sigue la bola! ¡Ahora Villa contra Carranza! —dijo Natera.

Y Demetrio, sin responderle, con los ojos muy abiertos, pedía más explicaciones.

—Es decir —insistió Natera—, que la Convención desconoce a Carranza como primer jefe y va a elegir un presidente provisional de la República… ¿Entiende, compañero?

Demetrio inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Qué dice de eso, compañero? —interrogó Natera.

Demetrio se alzó de hombros.

—Se trata, a lo que parece, de seguir peleando. Bueno, pos a darle; ya sabe, mi general, que por mi lado no hay portillo.

—Bien, ¿y de parte de quién se va a poner?

Demetrio, muy perplejo, se llevó las manos a los cabellos y se rascó breves instantes.

—Mire, a mí no me haga preguntas, que no soy escuelante… La aguilita que traigo en el sombrero usté me la dio… Bueno, pos ya sabe que nomás me dice: “Demetrio, haces esto y esto… ¡y se acabó el cuento!”

Tercera Parte

I

El Paso, Tex., mayo 16 de 1915.

Muy estimado Venancio:

Hasta ahora puedo contestar su grata de enero del corriente año debido a que mis atenciones profesionales absorben todo mi tiempo. Me recibí en diciembre pasado, como usted lo sabe. Lamento la suerte de Pancracio y del Manteca; pero no me extraña que después de una partida de naipes se hayan apuñalado. ¡Lástima: eran unos valientes! Siento en el alma no poder comunicarme con el güero Margarito para hacerle presente mi felicitación más calurosa, pues el acto más noble y más hermoso de su vida fue ése… ¡el de suicidarse!

Me parece difícil, amigo Venancio, que pueda usted obtener el título de médico que ambiciona tanto aquí en los Estados Unidos, por más que haya reunido suficiente oro y plata para comprarlo. Yo le tengo estimación, Venancio, y creo que es muy digno de mejor suerte. Ahora bien, me ocurre una idea que podría favorecer nuestros mutuos intereses y las ambiciones justas que usted tiene por cambiar de posición social. Si usted y yo nos asociáramos, podríamos hacer un negocio muy bonito. Cierto que por el momento yo no tengo fondos de reserva, porque todo lo he agotado en mis estudios y en mi recepción; pero cuento con algo que vale mucho más que el dinero: mi conocimiento perfecto de esta plaza, de sus necesidades y de los negocios seguros que pueden emprenderse. Podríamos establecer un restaurante netamente mexicano, apareciendo usted como el propietario y repartiéndonos las utilidades a fin de cada mes. Además, algo relativo a lo que tanto nos interesa: su cambio de esfera social. Yo me acuerdo que usted toca bastante bien la guitarra, y creo fácil, por medio de mis recomendaciones y de los conocimientos musicales de usted, conseguirle el ser admitido como miembro de la Salvation Army, sociedad respetabilísima que le daría a usted mucho carácter.

No vacile, querido Venancio; véngase con los fondos y podemos hacernos ricos en muy poco tiempo. Sírvase dar mis recuerdos afectuosos al general, a Anastasio y demás amigos.

Su amigo que lo aprecia, Luis Cervantes.

Venancio acabó de leer la carta por centésima vez, y, suspirando, repitió su comentario:

—¡Este curro de veras que la supo hacer!

—Porque lo que yo no podré hacerme entrar en la cabeza —observó Anastasio Montañés— es eso de que tengamos que seguir peleando… ¿Pos no acabamos ya con la Federación?

Ni el general ni Venancio contestaron; pero aquellas palabras siguieron golpeando en sus rudos cerebros como un martillo sobre el yunque.

Ascendían la cuesta, al tranco largo de sus mulas, pensativos y cabizbajos. Anastasio, inquieto y terco, fue con la misma observación a otros grupos de soldados, que reían de su candidez. Porque si uno trae un fusil en las manos y las cartucheras llenas de tiros, seguramente que es para pelear. ¿Contra quién? ¿En favor de quiénes? ¡Eso nunca le ha importado a nadie!

La polvareda ondulosa e interminable se prolongaba por las opuestas direcciones de la vereda, en un hormiguero de sombreros de palma, viejos kakis mugrientos, frazadas musgas y el negrear movedizo de las caballerías.

La gente ardía de sed. Ni un charco, ni un pozo, ni un arroyo con agua por todo el camino. Un vaho de fuego se alzaba de los blancos eriales de una cañada, palpitaba sobre las crespas cabezas de los huizaches y las glaucas pencas de los nopales. Y como una mofa, las flores de los cactos se abrían frescas, carnosas y encendidas las unas, aceradas y diáfanas las otras.

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