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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

Los de abajo (4 page)

Se acurrucó en cuclillas al lado de señá Remigia y echando miradas furtivas adonde reposaba Demetrio, preguntó en voz baja:

—¿Cómo va el hombre?… ¿Aliviado?… ¡Qué güeno!… ¡Mire, y tan muchacho!… Pero en toavía está retedescolorido… ¡Ah!… ¿De moo es que no le cierra el balazo?… Oiga, señá Remigia, ¿no quere que le hagamos alguna lucha?

Señá Remigia, desnuda arriba de la cintura, tiende sus brazos tendinosos y enjutos sobre la mano del metate y pasa y repasa su nixtamal.

—Pos quién sabe si no les cuadre —responde sin interrumpir la ruda tarea y casi sofocada—; ellos train su dotor y por eso…

—Señá Remigia —entra otra vecina doblando su flaco espinazo para franquear la puerta—, ¿no tiene unas hojitas de laurel que me dé pa hacerle un cocimiento a María Antonia?… Amaneció con el cólico…

Y como, a la verdad, sólo lleva pretexto para curiosear y chismorrear, vuelve los ojos hacia el rincón donde está el enfermo y con un guiño inquiere por su salud.

Señá Remigia baja los ojos para indicar que Demetrio está durmiendo…

—Ande, pos si aquí está usté también, señá Pachita…, no la había visto…

—Güenos días le dé Dios, ña Fortunata… ¿Cómo amanecieron?

—Pos María Antonia con su “superior”… y, como siempre, con el cólico…

En cuclillas, pónese cuadril a cuadril con señá Pachita.

—No tengo hojas de laurel, mi alma —responde señá Remigia suspendiendo un instante la molienda; aparta de su rostro goteante algunos cabellos que caen sobre sus ojos y hunde luego las dos manos en un apaste, sacando un gran puñado de maíz cocido que chorrea una agua amarillenta y turbia—. Yo no tengo; pero vaya con señá Dolores: a ella no le faltan nunca yerbitas.

—Ña Dolores dende anoche se jue pa la cofradía. A sigún razón vinieron por ella pa que juera a sacar de su cuidado a la muchachilla de tía Matías.

—¡Ande, señá Pachita, no me lo diga!…

Las tres viejas forman animado corro y, hablando en voz muy baja, se ponen a chismorrear con vivísima animación.

—¡Cierto como haber Dios en los cielos!…

—¡Ah, pos si yo jui la primera que lo dije: “Marcelina está gorda y está gorda”! Pero naiden me lo quería creer…

—Pos pobre criatura… ¡Y pior si va resultando con que es de su tío Nazario!…

—¡Dios la favorezca!…

—¡No, qué tío Nazario ni qué ojo de hacha!… ¡Mal ajo pa los federales condenados!…

—¡Bah, pos aistá otra enfelizada más!…

El barullo de las comadres acabó por despertar a Demetrio.

Asilenciáronse un momento, y a poco dijo señá Pachita, sacando del seno un palomo tierno que abría el pico casi sofocado ya:

—Pos la mera verdá, yo le traiba al siñor estas sustancias…, pero sigún razón está en manos de médico…

—Eso no le hace, señá Pachita…; es cosa que va por juera…

—Siñor, dispense la parvedá…; aquí le traigo este presente —dijo la vejarruca acercándose a Demetrio—. Pa las morragias de sangre no hay como estas sustancias…

Demetrio aprobó vivamente. Ya le habían puesto en el estómago unas piezas de pan mojado en aguardiente, y aunque cuando se las despegaron le vaporizó mucho el ombligo, sentía que aún le quedaba mucho calor encerrado.

—Ande, usté que sabe bien, señá Remigia —exclamaron las vecinas.

De un otate desensartó señá Remigia una larga y encorvada cuchilla que servía para apear tunas; tomó el pichón en una sola mano y, volviéndolo por el vientre, con habilidad de cirujano lo partió por la mitad de un solo tajo.

—¡En el nombre de Jesús, María y José! —dijo señá Remigia echando una bendición. Luego, con rapidez, aplicó calientes y chorreando los dos pedazos del palomo sobre el abdomen de Demetrio.

—Ya verá cómo va a sentir mucho consuelo…

Obedeciendo las instrucciones de señá Remigia, Demetrio se inmovilizó encogiéndose sobre un costado.

Entonces señá Fortunata contó su cuita. Ella le tenía muy buena voluntad a los señores de la revolución. Hacía tres meses que los federales le robaron su única hija, y eso la tenía inconsolable y fuera de sí.

Al principio de la relación, la Codorniz y Anastasio Montañés, atejonados al pie de la camilla, levantaban la cabeza y, entreabierta la boca, escuchaban el relato; pero en tantas minucias se metió señá Fortunata, que a la mitad la Codorniz se aburrió y salió a rascarse al sol, y cuando terminaba solemnemente: “Espero de Dios y María Santísima que ustedes no han de dejar vivo a uno de estos federales del infierno”, Demetrio, vuelta la cara a la pared, sintiendo mucho consuelo con las sustancias en el estómago, repasaba un itinerario para internarse en Durango, y Anastasio Montañés roncaba como un trombón.

X

—¿Por qué no llama al curro pa que lo cure, compadre Demetrio? —dijo Anastasio Montañés al jefe, que a diario sufría grandes calosfríos y calenturas—. Si viera, él se cura solo y anda ya tan aliviado que ni cojea siquiera.

Pero Venancio, que tenía dispuestos los botes de manteca y las planchuelas de hilas mugrientas, protestó:

—Si alguien le pone mano, yo no respondo de las resultas.

—Oye, compa, ¡pero qué dotor ni qué naa eres tú!… ¿Voy que ya hasta se te olvidó por qué viniste a dar aquí? —dijo la Codorniz.

—Sí, ya me acuerdo, Codorniz, de que andas con nosotros porque te robaste un reloj y unos anillos de brillantes —repuso muy exaltado Venancio.

La Codorniz lanzó una carcajada.

—¡Siquiera!… Pior que tú corriste de tu pueblo porque envenenaste a tu novia.

—¡Mientes!…

—Sí; le diste cantáridas pa…

Los gritos de protesta de Venancio se ahogaron entre las carcajadas estrepitosas de los demás.

Demetrio, avinagrado el semblante, les hizo callar; luego comenzó a quejarse, y dijo:

—A ver, traigan, pues, al estudiante.

Vino Luis Cervantes, descubrió la pierna, examinó detenidamente la herida y meneó la cabeza. La ligadura de manta se hundía en un surco de piel; la pierna, abotagada, parecía reventar. A cada movimiento, Demetrio ahogaba un gemido. Luis Cervantes cortó la ligadura, lavó abundantemente la herida, cubrió el muslo con grandes lienzos húmedos y lo vendó.

Demetrio pudo dormir toda la tarde y toda la noche. Otro día despertó muy contento.

—Tiene la mano muy liviana el curro —dijo.

Venancio, pronto, observó:

—Está bueno; pero hay que saber que los curros son como la humedad, por dondequiera se filtran. Por los curros se ha perdido el fruto de las revoluciones.

Y como Demetrio creía a ojo cerrado en la ciencia del barbero, otro día, a la hora que Luis Cervantes lo fue a curar, le dijo:

—Oiga, hágalo bien pa que cuando me deje bueno y sano se largue ya a su casa o adonde le dé su gana.

Luis Cervantes, discreto, no respondió una palabra.

Pasó una semana, quince días; los federales no daban señales de vida. Por otra parte, el frijol y el maíz abundaban en los ranchos inmediatos; la gente tal odio tenía a los federales, que de buen grado proporcionaban auxilio a los rebeldes. Los de Demetrio, pues, esperaron sin impaciencia el completo restablecimiento de su jefe.

Durante muchos días, Luis Cervantes continuó mustio y silencioso.

—¡Qué se me hace que usté está enamorado, curro! —le dijo Demetrio, bromista, un día, después de la curación y comenzando a encariñarse con él.

Poco a poco fue tomando interés por sus comodidades. Le preguntó si los soldados le daban su ración de carne y leche. Luis Cervantes tuvo que decir que se alimentaba sólo con lo que las buenas viejas del rancho querían darle y que la gente le seguía mirando como a un desconocido o a un intruso.

—Todos son buenos muchachos, curro —repuso Demetrio—; todo está en saberles el modo. Desde mañana no le faltará nada. Ya verá.

En efecto, esa misma tarde las cosas comenzaron a cambiar. Tirados en el pedregal, mirando las nubes crepusculares como gigantescos cuajarones de sangre, escuchaban algunos de los hombres de Macías la relación que hacía Venancio de amenos episodios de
El judío errante.
Muchos, arrullados por la meliflua voz del barbero comenzaron a roncar; pero Luis Cervantes, muy atento, luego que acabó su plática con extraños comentarios anticlericales, le dijo enfático:

—¡Admirable! ¡Tiene usted un bellísimo talento!

—No lo tengo malo —repuso Venancio convencido—; pero mis padres murieron y yo no pude hacer carrera.

—Es lo de menos. Al triunfo de nuestra causa, usted obtendrá fácilmente un título. Dos o tres semanas de concurrir a los hospitales, una buena recomendación de nuestro jefe Macías…, y usted, doctor… ¡Tiene tal facilidad, que todo sería un juego!

Desde esa noche, Venancio se distinguió de los demás dejando de llamarle curro. Luisito por aquí y Luisito por allí.

XI

—Oye, curro, yo quería icirte una cosa… —dijo Camila una mañana, a la hora que Luis Cervantes iba por agua hervida al jacal para curar su pie.

La muchacha andaba inquieta de días atrás, y sus melindres y reticencias habían acabado por fastidiar al mozo, que, suspendiendo de pronto su tarea, se puso en pie y, mirándola cara a cara, le respondió:

—Bueno… ¿Qué cosa quieres decirme?

Camila sintió entonces la lengua hecha un trapo y nada pudo pronunciar; su rostro se encendió como un madroño, alzó los hombros y encogió la cabeza hasta tocarse el desnudo pecho. Después, sin moverse y fijando, con obstinación de idiota, sus ojos en la herida, pronunció con debilísima voz:

—¡Mira qué bonito viene encarnando ya!… Parece botón de rosa de Castilla.

Luis Cervantes plegó el ceño con enojo manifiesto y se puso de nuevo a curarse sin hacer más caso de ella.

Cuando terminó, Camila había desaparecido.

Durante tres días no resultó la muchacha en parte alguna. Señá Agapita, su madre, era la que acudía al llamado de Luis Cervantes y era la que le hervía el agua y los lienzos. Él buen cuidado tuvo de no preguntar más. Pero a los tres días ahí estaba de nuevo Camila con más rodeos y melindres que antes.

Luis Cervantes, distraído, con su indiferencia envalentonó a Camila, que habló al fin:

—Oye, curro… Yo quería icirte una cosa… Oye, curro; yo quiero que me repases
La Adelita…
pa… ¿A que no me adivinas pa qué?… Pos pa cantarla mucho, mucho, cuando ustedes se vayan, cuando ya no estés tú aquí…, cuando andes ya tan lejos, lejos…, que ni más te acuerdes de mí…

Sus palabras hacían en Luis Cervantes el efecto de una punta de acero resbalando por las paredes de una redoma.

Ella no lo advertía, y prosiguió tan ingenua como antes:

—¡Anda, curro, ni te cuento!… Si vieras qué malo es el viejo que los manda a ustedes… Ai tienes nomás lo que me sucedió con él… Ya sabes que no quere el tal Demetrio que naiden le haga la comida más que mi mamá y que naiden se la lleve más que yo… Güeno; pos l’otro día entré con el champurrao, y ¿qué te parece que hizo el viejo e porra? Pos que me pepena de la mano y me la agarra juerte, juerte; luego comienza a pellizcarme las corvas… ¡Ah, pero qué pliegue tan güeno le he echao!… “¡Epa, pior!… ¡Estése quieto!… ¡Pior, viejo malcriado!… ¡Suélteme…, suélteme, viejo sinvergüenza!” Y que me doy el reculón y me le zafo, y que ai voy pa juera a toa carrera… ¿Qué te parece nomás, curro?

Jamás había visto reír con tanto regocijo Camila a Luis Cervantes.

—Pero ¿de veras es cierto todo lo que me estás contando?

Profundamente desconcertada, Camila no podía responderle. Él volvió a reír estrepitosamente y a repetir su pregunta. Y ella, sintiendo la inquietud y la zozobra más grandes, le respondió con voz quebrantada:

—Sí, es cierto… Y eso es lo que yo te quería icir… ¿Qué no te ha dao coraje por eso, curro?

Una vez más Camila contempló con embeleso el fresco y radioso rostro de Luis Cervantes, aquellos ojos glaucos de tierna expresión, sus carrillos frescos y rosados como los de un muñeco de porcelana, la tersura de una piel blanca y delicada que asomaba abajo del cuello, y más arriba de las mangas de una tosca camiseta de lana, el rubio tierno de sus cabellos, rizados ligeramente.

—Pero ¿qué diablos estás esperando, pues, boba? Si el jefe te quiere, ¿tú qué más pretendes?…

Camila sintió que de su pecho algo se levantaba, algo que llegaba hasta su garganta y en su garganta se anudaba. Apretó fuertemente sus párpados para exprimir sus ojos rasos; luego limpió con el dorso de su mano la humedad de los carrillos y, como hacía tres días, con la ligereza del cervatillo, escapó.

XII

La herida de Demetrio había cicatrizado ya. Comenzaban a discutir los proyectos para acercarse al Norte, donde se decía que los revolucionarios habían triunfado en toda línea de los federales. Un acontecimiento vino a precipitar las cosas. Una vez Luis Cervantes, sentado en un picacho de la sierra, al fresco de la tarde, la mirada perdida a lo lejos, soñando, mataba el fastidio. Al pie del angosto crestón, alagartados entre los jarales y a orillas del río, Pancracio y el Manteca jugaban baraja. Anastasio Montañés, que veía el juego con indiferencia, volvió de pronto su rostro de negra barba y dulces ojos hacia Luis Cervantes y le dijo:

—¿Por qué está triste, curro? ¿Qué piensa tanto? Venga, arrímese a platicar…

Luis Cervantes no se movió; pero Anastasio fue a sentarse amistosamente a su lado.

—A usté le falta la bulla de su tierra. Bien se echa de ver que es de zapato pintado y moñito en la camisa… Mire, curro: ai donde me ve aquí, todo mugriento y desgarrado, no soy lo que parezco… ¿A que no me lo cree?… Yo no tengo necesidad; soy dueño de diez yuntas de bueyes… ¡De veras!… Ai que lo diga mi compadre Demetrio… Tengo mis diez fanegas de siembra… ¿A que no me lo cree?… Mire, curro; a mí me cuadra mucho hacer repelar a los federales, y por eso me tienen mala voluntad. La última vez, hace ocho meses ya (los mismos que tengo de andar aquí), le metí un navajazo a un capitancito faceto (Dios me guarde), aquí, merito del ombligo… Pero, de veras, yo no tengo necesidad… Ando aquí por eso… y por darle la mano a mi compadre Demetrio.

—¡Moza de mi vida! —gritó el Manteca entusiasmado con un albur. Sobre la sota de espadas puso una moneda de veinte centavos de plata.

—¡Cómo cree que a mí nadita que me cuadra el juego, curro!… ¿Quiere usté apostar?… ¡Ándele, mire; esta viborita de cuero suena todavía! —dijo Anastasio sacudiendo el cinturón y haciendo oír el choque de los pesos duros.

En éstas corrió Pancracio la baraja, vino la sota y se armó un altercado. Jácara, gritos, luego injurias. Pancracio enfrentaba su rostro de piedra ante el del Manteca, que lo veía con ojos de culebra, convulso como un epiléptico. De un momento a otro llegaban a las manos. A falta de insolencias suficientemente incisivas, acudían a nombrar padres y madres en el bordado más rico de indecencias.

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