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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (47 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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De pronto, con la claridad de la videncia, la figura del caballero llegó a su mente: caminaba por el patio, solo, con el rostro expresando soledad y frustración.

En silencio, con cuidado para no despertar a la niña, se deslizó fuera de la cama. Después de calzarse los zapatos salió del cuarto moviéndose sin ruido, como un espectro de Avalón.

«Si es un sueño nacido de mi imaginación, si no está allí, pasearé un poco a la luz de la luna para calmar mi fiebre. Y luego volveré a mi cama sin haber hecho ningún daño.» Pero la imagen persistía; Lanzarote estaba allí, solo y desvelado, como ella.

También era de Avalón. Las mareas del sol también corrían por su sangre. De pronto sintió un súbito sentimiento de vergüenza: si el vigía la descubría allí, todos sabrían que la hermana del rey deambulaba por la casa, entregada al puterío, cuando las personas decentes dormían…

—¿Quién vive? ¡Alto! ¡Daos a conocer!

La voz fue grave y áspera: la voz de Lanzarote. Súbitamente, pese a su exaltación, Morgana sintió miedo: su videncia había resultado acertada, pero ¿qué pasaría ahora? Lanzarote había llevado la mano a la espada, parecía muy alto y delgado entre las sombras.

—No —dijo Morgana en voz muy queda.

Él apartó la mano de la espada.

—¿Eres tú, prima? ¿Tan tarde? ¿Me buscabas? ¿Pasa algo? Arturo…, la reina…

«Incluso ahora sólo piensa en la reina», pensó Morgana con un cosquilleo de enfado y nerviosismo.

—No, todo está bien… al menos que yo sepa. Pero no podía dormir. ¿Cómo me preguntas qué hago aquí, si tú mismo no estás en la cama?

Percibió que Lanzarote sonreía.

—Estaba inquieto. Tal vez la luna se me ha metido en la sangre.

Era la misma frase que ella había dicho a Elaine; de algún modo pareció un buen presagio, símbolo de que la mente del uno respondía a la llamada del otro. Lanzarote seguía hablando delicadamente en la oscuridad.

—En noches como ésta pienso mucho en la guerra. Se diría que en estas islas todos los hombres viven pensando en el combate; la paz es tan sólo un tranquilo interludio femenino —suspiró—. Son ideas sombrías. Se explica que el sueño nos eluda, Morgana. Esta noche daría todas las armas por una manzana de los huertos de Avalón…

Apartó la cara. Morgana puso una mano en la suya.

—También yo, primo.

—No sé por qué siento nostalgia de Avalón, si no viví mucho tiempo allí —musitó Lanzarote—. Sin embargo, lo recuerdo como el lugar más hermoso de la tierra… si es que existe. Creo que la antigua magia de los druidas la apartó de este mundo porque era demasiado bella para nosotros, hombres imperfectos. Supongo que es como un sueño del Paraíso, imposible… —Se interrumpió con una carcajada—. ¡A mi confesor no le gustaría oírme decir estas cosas!

Morgana sonrió.

—¿Te has vuelto cristiano, Lanzarote?

Él bajó la cabeza. Con la mirada ya habituada a la penumbra, Morgana lo vio con claridad: la delicada línea de la sien curvándose hacia el ojo, la curva larga y estrecha de la mandíbula, el pelo que se rizaba sobre la frente. Una vez más su hermosura fue un dolor en el corazón.

—Ya no sé lo que creo —dijo el caballero—, pero he visto morir a muchas personas en esta larguísima guerra. Y en esos momentos pienso que la fe es una ilusión, que todos morimos como las bestias, sin que haya más. Que los dioses y las diosas son fábulas para consuelo de los niños. Ah, Morgana, ¿por qué estamos hablando así? Tendrías que ir a descansar, prima, y también yo.

—Me iré, si quieres.

Pero al volverle la espalda la inundó la felicidad, pues él le buscó la mano.

—No, no; cuando estoy solo caigo presa de estas angustiosas dudas. Si han de venir, prefiero expresarlas en voz alta para que el oído me diga lo descabelladas que son. Quédate conmigo, Morgana…

—Cuanto quieras —susurró ella con lágrimas en los ojos.

Y lo abrazó por la cintura. Lanzarote la estrechó con brazos fuertes, pero de inmediato la soltó, lleno de remordimientos.

—Eres tan menuda…, lo había olvidado. Podría quebrarte con las dos manos, prima… —Le acarició el pelo, que ella había cubierto con un velo, y enredó una guedeja a sus dedos—. Morgana Morgana, a veces pienso que eres una de las pocas cosas completamente buenas que hay en mi vida. Como las hadas de los viejos cuentos, que llegan de una tierra desconocida para decir a un mortal palabras de belleza y esperanza. Y luego se alejan otra vez hacia las islas del Oeste, sin que se las vuelva a ver.

—Pero yo no me iré —susurró ella.

—No. —A un lado del patio había un bloque de piedra donde los hombres solían sentarse a esperar sus caballos; la atrajo hacia sí, diciendo:

—Siéntate aquí, a mi lado. —Luego vaciló—. No, no es buen lugar para una señora. —Y se echó a reír—. Tampoco la cuadra, aquel día. ¿Te acuerdas, Morgana?

—Pensaba que lo habías olvidado al caer de ese maldito caballo.

—No lo maldigas. Más de una vez ha salvado la vida a Arturo en el combate; para él es un ángel guardián —dijo Lanzarote—. Ah, qué día tan desgraciado aquél. Habría sido muy injusto, prima, si te hubiera tomado así. Muchas veces he deseado pedirte perdón, oírte decir que no me guardabas rencor.

—¿Rencor? —Morgana levantó la mirada, súbitamente mareada por un arrebato de emoción intensa—. ¿Rencor? Antes se lo guardaría a quienes nos interrumpieron.

—¿De veras? —Su voz sonaba suave. Le cogió la cara entre las manos para apoyar sus labios contra los de ella, con deliberación. Morgana se apretó contra él, entreabriendo la boca, y sintió la erizada suavidad de su piel rasurada, la cálida dulzura de su lengua. Él la atrajo más, casi alzándola en vilo. El beso se prolongó hasta que ella, contra su voluntad, tuvo que separarse Para respirar. Lanzarote rió por lo bajo, admirado.

»Parece que volvemos a las mismas… y esta vez voy a degollar a quien nos interrumpa. Pero besarnos en el patio de las caballerizas, como un mozo de cuadra y una fregona… ¿Qué hacemos, Morgana? ¿Adónde podemos ir?

No parecía haber un sitio seguro para ellos. Morgana dormía con otras cinco damas y Lanzarote, entre sus soldados Además, algo le decía que aquélla no era la manera correcta: la hermana y el amigo del rey no podían revolcarse en los pajares La manera correcta, si en verdad se deseaban, era esperar hasta el amanecer y pedir a Arturo permiso para casarse…

No obstante, en el fondo sabía que no era lo que Lanzarote quería; quizá la deseara en un momento de pasión, pero nada más. Y tampoco ella quería casarse, con él ni con nadie, aunque pensara que era lo mejor para alejarlo de la corte, por su bien, el de Arturo y hasta el de Ginebra.

Fue un pensamiento fugaz. La aturdía su proximidad, el sonido del corazón que palpitaba junto a su mejilla. La deseaba; ahora no pensaba en Ginebra, ni en nadie, sino en ella. «Que sea como lo quiere la Diosa: hombre y mujer…»

—Ya sé —susurró, tomándolo de la mano.

Detrás de las cuadras había un sendero que conducía al huerto. La hierba era espesa y suave; en las tardes de sol las mujeres solían sentarse allí.

Lanzarote extendió su capa en el césped. Los rodeaba un aroma indefinible de hierba y manzanas verdes. «Casi como en Avalón», pensó ella. Y Lanzarote, con esa habilidad que tenía para compartir sus pensamientos, murmuró:

—Hemos encontrado un rincón de Avalón.

Y la acostó a su lado. Le quitó el velo para acariciarle el cabello, pero no parecía tener prisa; la mantenía abrazada con suavidad, inclinándose de vez en cuando para besarla en la mejilla o en la frente.

—La hierba está seca; no hay rocío. Lo más probable es que llueva antes de la mañana —murmuró acariciándole el hombro.

Sus manos estaban encallecidas por la espada; al sentirlas tan recias la asombró recordar que él tenía cuatro años menos. Luego le desató el corpiño del vestido. Morgana se sentía aturdida, trémula; la pasión la inundaba como la marea al cubrir una playa, se ahogaba en sus besos. Lanzarote murmuró algo que ella no oyó; estaba más allá de las palabras.

Lanzarote tuvo que ayudarla a desvestirse; los vestidos que se usaban en la corte eran más complejos que las simples túnicas de las sacerdotisas. Se sentía torpe, incómoda. ¿Le gustaría? Tenía los pechos tan blandos y fláccidos desde el nacimiento de Gwydion…

Pero él los acarició sin notar nada, pellizcando los pezones entre los dedos y luego, delicadamente, entre los labios y los dientes. Entonces Morgana perdió la conciencia por completo; nada existía en el mundo, salvo aquellas manos, el pulso de sus dedos, que recorrían los hombros, la espalda, el fino vello oscuro. Siempre había pensado que el vello del pecho masculino sería duro y elástico, pero aquél se rizaba suave y sedoso. Recordó, deslumbrada, que su primera vez, la única, había sido con un doncel de diecisiete años a quien había tenido que guiar. Llegaba a Lanzarote casi virgen. En un acceso de pena, lamentó que no fuera, en verdad, su primera vez. Así tuvo que haber sido. Movió su cuerpo contra el suyo en una súplica, gimiendo. Ya no soportaba esperar más.

Al parecer Lanzarote aún no estaba listo, aunque el cuerpo de Morgana palpitaba de vida y deseo. Se movió contra él, ávida, incitante. Susurró su nombre, ya suplicante, casi temerosa. Él continuó besándola con suavidad, con caricias tranquilizadoras. Pero ella no quería tranquilizarse: su cuerpo pedía a gritos la culminación; aquello era un tormento. Trató de implorarle, pero sólo emitió un sollozo.

Lanzarote la abrazó con suavidad sin dejar de acariciarla.

—Calla, calla, Morgana, no, espera, ya basta… No quiero hacerte daño ni deshonrarte, no pienses eso… Ven, acuéstate a mi lado, deja que te abrace. Te dejaré satisfecha.

Desesperada, confundida, ella lo dejó hacer; pero mientras su cuerpo estallaba en gritos por el placer que él le estaba dando, una curiosa ira crecía en su interior. ¿Dónde estaba el flujo de vida entre dos cuerpos, macho y hembra, las mareas de la Diosa? Era como si Lanzarote estuviera frenando esa marea, convirtiendo su amor en una burla, un juego, una parodia. Y no parecía importarle, como si así debiera ser, para que ambos quedaran satisfechos… como si sólo importaran los cuerpos, aunque no hubiera una gran unión con todo lo vivo. Para la sacerdotisa criada en Avalón, armonizada con los grandes ritmos de la vida y la eternidad, ese acto de amor cuidadoso, sensual y calculado era casi una blasfemia.

Y entonces, en las profundidades de aquella mezcla de placer y humillación, comenzó a disculparlo. Él no se había educado en Avalón, sino en un campamento militar. Quizás estaba habituado a mujeres que sólo le ofrecían un momento de Paz para el cuerpo. «No quiero hacerte daño ni deshonrarte», había dicho, como si pudiera haber algo malo o deshonroso en aquella unión.

Él se había apartado un poco, ya frío, pero aún la tocaba y la acariciaba. Morgana cerró los ojos, aferrándose a él, furiosa y desolada. Tal vez no merecía otra cosa por haberse comportado como una mujerzuela. Aún lo deseaba, con un dolor intolerable que jamás calmaría por completo. Y él no la quería; sólo deseaba a Ginebra… o a cualquier otra a quien pudiera gozar sin dar de sí más que ese vacío contacto de piel con piel Entre el dolor y el deseo de amor se estaba filtrando una fina veta de desprecio. Y aquél era el peor de los tormentos: no amarlo menos, saber que lo amaría siempre igual.

Se incorporó y se puso el vestido con dedos temblorosos. Él la observaba en silencio. Después de largo rato dijo, apenado:

—Hemos obrado mal, Morgana mía, tú y yo. ¿Estás enfadada conmigo?

Ella no pudo hablar; tenía la garganta cerrada por un nudo de dolor. Al fin dijo, forzando la voz:

—No, enfadada no. —Habría debido alzar la voz, gritarle, exigirle lo que él no podía dar.

—Somos primos, parientes… a pesar de que no ha habido daño —adujo él, con voz trémula—. Al menos no tengo que reprocharme por haberte arriesgado al deshonor delante de toda la corte. No lo haría por nada del mundo, prima. Te quiero bien.

Morgana ya no pudo contener los sollozos.

—Te lo ruego en nombre de la Diosa, Lanzarote: no hables así. ¿Qué daño podía haber? Es lo que manda la Diosa, lo que los dos deseábamos…

Él hizo un gesto de inquietud.

—Hablas de cosas paganas… Casi me asustas, prima. —Se vistió con manos temblorosas. Por fin dijo, casi balbuceando—: El pecado me parece más mortal de lo que es, supongo… Ojalá no te parecieras tanto a mi madre, Morgana.

Fue como una bofetada cruel y traicionera. Por un momento no pudo hablar. Después, por un instante, toda la ira de la Diosa pareció poseerla. Sintió que se erguía con todo el hechizo de las sacerdotisas; pequeña e insignificante como era, se mostró muy grande ante él. Y el poderoso caballero, capitán de la caballería, se encogió, intimidado como todos ante la imagen de la Diosa.

—Eres… eres un despreciable necio, Lanzarote —dijo— ¡No vales siquiera una maldición!

Se volvió y echó a correr, dejándolo sentado allí, con los calzones a medio subir, atónito y avergonzado. Le palpitaba el corazón. Una parte de ella había querido gritarle con furia; la otra, derrumbarse en un llanto desesperado, suplicarle el amor profundo que le negaba. Por su mente pasaban pensamientos fragmentados, una vieja leyenda sobre la ira de la Diosa desdeñada, el dolor de haber logrado lo que deseara durante tantos años y de que sólo fuera polvo y cenizas.

En Avalón aquello no habría sucedido; nadie habría rechazado su poder. Se paseó de un lado a otro, con un fuego que le quemaba en las venas, sabiendo que nadie podía comprender sus sentimientos, salvo otra sacerdotisa. «Viviana —pensó con nostalgia—. Viviana comprendería, o Cuervo, o cualquiera de las que fuimos educadas en la Casa de las doncellas. ¿Qué he estado haciendo durante tantos años, lejos de mi Diosa?»

HABLA MORGANA…

Tres días después obtuve la autorización de Arturo para abandonar su corte y viajar a Avalón. Sólo dije que sentía nostalgia de la isla y de Viviana. Y en aquellos días no hablé con Lanzarote, como no fuera para saludarlo cuando no podíamos evitar el encuentro. Aun entonces noté que no me miraba a los ojos. Y me sentí furiosa y avergonzada, y me esforcé por no cruzarme con él.

Por fin monté a caballo y me encaminé hacia el este, entre las colinas. No volví a Caerleon en muchos años. Tampoco tuve noticias de lo que aconteció en la corte de Arturo… Pero ese relato queda para otra oportunidad.

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