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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (88 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Castor, pálido de furia, dijo:

—Mi emperador previo vuestra impertinencia y esto es lo que me ordenó decir: Que la baja Britania está ya en sus manos y que Bors, el hijo del rey Ban, está prisionero en su castillo. Y cuando el emperador Lucio haya asolado toda la Baja Britania vendrá por Britania, como lo hizo antaño el emperador Claudio.

—Di a tu emperador que sigue en pie mi ofrecimiento de tres docenas de flechas británicas, pero ahora lo elevaré a trescientas. Y de mí no recibirá más tributo que una de ellas atravesada en el corazón. Dile también que si toca un solo cabello mi compañero, el señor Bors, se lo entregaré a sus hermanos, Lanzarote y Lionel, para que lo despellejen vivo y cuelguen su cadáver desollado en las murallas del castillo. Ahora vuelve con tu emperador y dale este mensaje. No, Cay: que nadie alce la mano contra él. Un mensajero es sagrado ante sus dioses.

Los legionarios se retiraron en mitad de un horrorizado silencio, haciendo resonar sus botas. Cuando salieron se elevó un clamor, pero Arturo alzó una mano y todos enmudecieron.

—Mañana no habrá combates fingidos, pues pronto los tendremos auténticos —dijo—. Como premio, ofrezco el botín de ese que se ha proclamado emperador. Caballeros: al amanecer debéis estar listos para cabalgar hacia la costa. Cay, puedes encargarte de la intendencia. Lanzarote… —Miró a su amigo con una leve sonrisa—. Te dejaría aquí para que custodiaras a la reina, pero sin duda querrás acompañarnos, puesto que tu hermano está prisionero. Mañana al amanecer el sacerdote celebrará la misa para quienes deseemos confesarnos antes de ir a la batalla. Uwaine… —Buscó con la vista al más reciente de sus caballeros—. Ahora puedo ofrecerte gloria en el combate en vez de juegos de guerra. Como hijo de mi hermana, cabalgarás a mi lado y me cubrirás las espaldas contra cualquier traición.

—Me honráis, rey m-mío —tartamudeó el joven, radiante.

Y en ese momento Morgana pudo comprender por qué Arturo inspiraba tanta devoción.

—Uriens, mi buen cuñado, dejo a la reina en tus manos. Permanece en Camelot para custodiarla hasta mi regreso. —Y se inclinó para besar la mano de su esposa—. Te ruego, señora, que nos excuses de mayores festividades. Nos espera la guerra.

Ginebra estaba tan blanca como su camisa.

—Sabes que así será, mi señor. Dios te guarde, querido esposo.

Después de recibir su beso, Arturo descendió del estrado, llamando por señas a sus hombres.

—Gawaine, Lionel, Gareth… Todos vosotros, ¡asistidme, caballeros!

Lanzarote se demoró un instante en seguirlo.

—Mi reina, pide la bendición de Dios también para…

—Oh, Dios, Lanzarote… —dijo Ginebra.

Y pese a todas las miradas fijas en ella, se arrojó en sus brazos. Él la sostuvo con suavidad, hablándole en voz baja. Morgana vio que la reina lloraba, pero cuando levantó la cabeza tenía la cara seca.

—Que Dios te acompañe, amor mío. —Y te guarde a ti, amor de mi vida —repuso él, muy delicadamente—. Dios te bendiga aunque no regrese. —Se volvió hacia Morgana—. Ahora me alegra que hayáis pensado visitara Elaine. Llevad mis saludos a mi querida esposa y decidle que he ido con Arturo al rescate de mi pariente Bors. Decidle que pido para ella la protección de Dios y que envío mi amor a nuestros hijos.

Guardó silencio durante un momento. Morgana pensó que iba a besarla, pero él, sonriente, le tocó la mejilla.

—Que Dios os bendiga, Morgana…, deseéis o no su bendición.

Y fue a reunirse con Arturo en el salón.

Uriens se acercó al estrado para hacer una reverencia a Ginebra.

—Estoy a vuestro servicio, mi señora.

«Si se ríe del pobre anciano la abofetearé», pensó Morgana, súbita y ferozmente protectora. Su misión era sólo ceremonial, pues Camelot estaría bien protegido por Cay y Lucano, como siempre. Pero Ginebra, habituada a la diplomacia cortesana, dijo con aire grave:

—Te lo agradezco, señor Uriens. Eres bienvenido aquí. Morgana es mi querida amiga y hermana. Será un placer tenerla nuevamente en la corte.

«Oh, Ginebra, Ginebra, ¡qué mentirosa eres!», pensó Morgana. Pero dijo delicadamente:

—Tengo que ir a visitar a mi parienta Elaine. Lanzarote me ha encomendado llevarle la noticia.

—Eres bondadosa —dijo Uriens—. Y como la guerra esta al otro lado del canal, puedes partir cuando gustes. Pediría a Accolon que te escoltara, pero es probable que deba acompañar a Arturo.

Morgana besó a su bien pensado esposo con sincera cordialidad.

—Cuando haya visitado a Elaine, mi señor, ¿tengo licencia para viajar a Avalón?

—Puedes obrar según tu voluntad, señora —respondió Uriens—. Pero antes de partir, ¿me dejarás tus bálsamos y hierbas medicinales?

—Sin duda.

Morgana fue a preparar el viaje, pensando con resignación que Uriens querría dormir con ella antes de separarse. Bueno, lo soportaría una vez más.

«¡Pero qué puta me he vuelto!»

12

M
organa sabía que sólo se atrevería a iniciar el viaje si lo hacía por etapas, legua a legua, día tras día. Su primer paso fue, pues hacia el castillo de Pelinor: era una amarga ironía que su primera misión fuera llevar un amable mensaje a la esposa y los hijos de Lanzarote.

Durante todo el primer día siguió la antigua vía romana hacia el norte, cruzando onduladas colinas. Kevin se había ofrecido a acompañarla; era una tentación, pues la apresaba el viejo temor de no hallar, tampoco esta vez, el camino hacia Avalón, de no atreverse a convocar a la barca, de encontrarse otra vez en el país de las hadas y perderse allí para siempre. Tras la muerte de Viviana no se había animado a ir. Pero ahora tenía que enfrentarse a esa prueba como cuando se ordenó sacerdotisa: regresar a Avalón sola, por sus propios medios. Aun así estaba asustada; había pasado mucho tiempo.

Al cuarto día divisó el castillo de Pelinor; al mediodía, cabalgando por las orillas pantanosas del lago, donde ya no había rastros del dragón, apareció la vivienda de Elaine y Lanzarote. Era más casa de campo que castillo; en esos tiempos de paz no existían muchas fortificaciones en la campiña. Desde el camino se alzaban anchos prados; mientras Morgana iniciaba el ascenso hacia la casa, una bandada de gansos prorrumpió en una gran gritería.

La recibió un chambelán bien vestido, quien le pregunto su nombre y el motivo de su visita.

—Soy la señora Morgana, esposa del rey Uriens de Gales del norte. Traigo un mensaje de mi señor Lanzarote.

La condujeron a una habitación donde pudo lavarse y refrescarse; y después, al salón grande, donde había fuego encendido y le sirvieron tortas de trigo con miel y buen vino. Morgana bostezó ante tanta ceremonia; después de todo, no era una visita de estado, sino familiar. Al cabo de un rato un niño se asomó a echar un vistazo y, al verla sola, entró. Era rubio, de ojos azules y pecas doradas; adivinó de inmediato quién era, aunque no se parecía nada a su padre.

—¿Sois la señora Morgana, la que llaman Morgana de las Hadas?

—En efecto —confirmó—. Y tía tuya, Galahad.

—¿Cómo sabéis mi nombre? —preguntó suspicaz—. ¿Sois hechicera? ¿Por qué os llaman Morgana de las Hadas?

—Porque desciendo de la antigua estirpe real de Avalón y me eduqué allí. Y si conozco tu nombre no es por hechicería, sino porque te pareces a tu madre, que también es pariente mía.

—Mi padre también se llama Galahad, pero los sajones lo llaman Flecha de Duende.

—He venido a traerte saludos de tu padre, y también a tu madre y tus hermanas —dijo Morgana.

—Nimue es una necia —aseguró el niño—. Ya es mayor, tiene cinco años, pero cuando vino mi padre se echó a llorar y no dejó que la alzara ni que le diera un beso, porque no lo reconocía. ¿Conocéis a mi padre?

—Sí. Su madre, la Dama del Lago, era mi tía y mi madre tutelar.

Él la miró con aire escéptico, ceñudo.

—Mi madre me dijo que la Dama del Lago es una hechicera mala.

—Tu madre es… —Morgana se interrumpió para buscar palabras más suaves; después de todo, era sólo un niño—. Tu madre no conoció a la Dama como yo. Era buena, sabia y una gran sacerdotisa.

—¿Sí? —Era evidente que Galahad luchaba con esa idea—. El padre Griffin dice que sólo los hombres pueden ser sacerdotes, porque están hechos a imagen y semejanza de Dios, y las mujeres, no. Nimue dice que quiere ser sacerdotisa, y aprender a leer y a escribir y a tocar la lira, y el padre Griffin le dijo que las mujeres no pueden hacer todas esas cosas.

—Entonces el padre Griffin está equivocado —aseguró Morgana—. Yo puedo hacer todo eso y mucho más.

—No os creo. —El niño le clavó una mirada hostil—. Estáis muy segura de que todos se equivocan menos vos, ¿verdad? Mi madre dice que los pequeños no tienen que contradecir a los adultos, pero vos no parecéis mucho mayor que yo. No sois mucho mayor, ¿o sí?

Morgana se rió del enfadado niño, diciendo:

—Pero soy mayor que tu padre, Galahad, aunque no muy grande.

En ese momento entró Elaine. Su cuerpo se había redondeado y tenía los pechos caídos; claro que había tenido tres hijos y todavía estaba amamantando al último. Pero aún era encantadora; su pelo dorado brillaba como siempre. Abrazó a Morgana como si se hubieran visto el día anterior.

—Veo que ya conoces a mi hijo —observó—. Nimue está en su cuarto, castigada por ser impertinente con el padre Griffin Y Ginebra duerme, gracias a Dios; es una niña inquieta y me mantuvo despierta gran parte de la noche. ¿Vienes de Camelot? ¿Por qué no te acompaña mi esposo, Morgana?

—He venido a explicártelo. Lanzarote no vendrá durante algún tiempo. Hay guerra en la baja Britania y su hermano Bors está sitiado en su castillo. Todos los caballeros de Arturo han ido a rescatarlo y a derrocar al hombre que se dice emperador.

Los ojos de Elaine se llenaron de lágrimas, pero Galahad se llenó de entusiasmo.

—Si fuera mayor iría con los caballeros a combatir contra esos sajones… ¡Y contra cualquier emperador también!

Su madre escuchó el relato de Morgana.

—¡Ese Lucio parece loco! —dijo.

—Loco no, tiene un ejército —observó Morgana—. Lanzarote me pidió que te visitara y que diera un beso a sus hijos… Aunque supongo que este muchacho es demasiado mayor para besos —añadió, sonriendo a Galahad.

—¿Cómo estaba mi querido señor? Ve con tu preceptor, Galahad; quiero hablar con mi prima. —Cuando el niño se hubo ido, Elaine reconoció—: Tuve más tiempo para hablar con él antes de Pentecostés que en todos nuestros años de casados. Era la primera vez que pasaba más de una semana conmigo.

—Al menos esta vez no te dejó embarazada —apuntó Morgana.

—No, y tuvo la consideración de no venir a mi lecho en esas últimas semanas, mientras esperábamos juntos el nacimiento de Ginebra. Dijo que, en esas condiciones, para mí no habría mucho placer. Pero en realidad creo que no estaba en absoluto interesado… Y ahí tienes una confesión.

—No olvides —dijo Morgana, con una media sonrisa— que conozco a Lanzarote desde siempre.

—Dime… Una vez juré no preguntártelo jamás, pero ¿fuiste amante de Lanzarote? ¿Alguna vez te acostaste con él?

Morgana observó su rostro demacrado.

—No, Elaine —dijo con suavidad—. Hubo un tiempo en que creí… Pero nunca llegamos a eso. Yo no lo amaba y tampoco él a mí.

Y descubrió con sorpresa que las palabras eran verdad, aunque hasta entonces lo ignorara. Elaine bajó los ojos al suelo, donde caía un parche de sol.

—¿Vio a la reina durante Pentecostés?

—Puesto que Lanzarote no es ciego y ella estaba sentada en el estrado junto a Arturo, supongo que sí—repuso Morgana, seca.

La otra hizo un gesto de impaciencia.

—¡Bien sabes a qué me refiero!

«¿Será posible que esté aún tan celosa? ¿Tanto odia a Ginebra? Tiene a Lanzarote, le ha dado hijos, sabe que es honorable. ¿Qué más puede desear?» Pero se ablandó al ver las lágrimas que parecían pender de sus pestañas.

—Habló con la reina, Elaine, y se despidió de ella con un beso cuando llegó la convocatoria a las armas. Pero te juro que su conducta no fue la de un amante, sino la de un cortesano ante su reina. Se conocen desde muy jóvenes; si no pueden olvidar que en otros tiempos se amaron, ¿por qué reprochárselo? Eres su esposa, Elaine, y cuando me pidió que te trajera su mensaje comprendí que te quería.

—Y yo juré contentarme con eso, ¿verdad? —Elaine bajó la cabeza un rato, parpadeando furiosamente, pero no lloró—. Tú, que has tenido tantos amantes, ¿sabes lo que significa amar?

Por un momento Morgana se sintió arrastrada por la vieja tempestad, por la locura del amor que la había arrojado a los brazos de Lanzarote, una y otra vez, hasta que todo terminó en amargura. A fuerza de voluntad apartó el recuerdo y llenó su mente con la imagen de Accolon, que había vuelto a despertar en ella la dulzura de la femineidad, devolviéndola a la Diosa. Sintió rápidas oleadas de rubor que le cruzaban sucesivamente la cara.

—Sí, hija —asintió lentamente—. He sabido…, sé lo que significa amar.

Comprendió que Elaine quería hacerle cien preguntas. Le habría gustado compartirlo todo con la única amiga que había tenido fuera de Avalón…, pero no: el secreto era parte del poder sacerdotal; si revelaba lo que la unía a Accolon pondría ese vinculo fuera del reino mágico, reduciéndolo a una esposa descontenta que se escapaba al lecho de su hijastro.

—Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa —dijo—. Una vez me hiciste un juramento, ¿recuerdas? Que si yo te ayudaba a conquistar a Lanzarote, me darías lo que yo te pidiera. Nimue ya ha cumplido cinco años y está en edad de educarse bajo tutela. Mañana parto hacia Avalón, tienes que prepararla para que me acompañe.

—¡No! — fue un grito largo, casi un alarido—. No, no, Morgana… ¡No lo dices en serio!

Era lo que temía. Entonces dio a su voz una entonación lejana y dura.

—Lo juraste, Elaine.

—¿Cómo podía jurar por una criatura que aun no había nacido? No sabía lo que significaba… Oh, no, mi hija no, mi hija no… ¡No puedes quitármela siendo tan pequeña! —Lo juraste —repitió Morgana.

—¿ Y, si me niego? —Elaine parecía una gata erizada, lista para defender a su prole de un perro grande y furioso.

—Si te niegas —dijo Morgana, más serena que nunca—, Lanzarote se enterará a su regreso de cómo se arregló esta boda: porque me imploraste que lo hechizara para que abandonara a Ginebra por ti. Cree que eres víctima inocente de mi magia y que la culpa no es tuya, sino mía. ¿Quieres que sepa la verdad?

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