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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (86 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Morgause rió con alegría.

—¡Pero entonces tendría que permanecer soltera, pues en aquel país el rey es el esposo de la reina! Y eso no me convendría en absoluto, querida. Lamorak es demasiado joven para gobernar, aunque tiene otros deberes que cumple muy satisfactoriamente.

Ginebra la oía con fascinado asco. ¿Cómo podía hacer el ridículo con un hombre tan joven? Sin embargo, él la buscaba con los ojos como si fuera la más bella y fascinante del mundo. Apenas miró a Isolda de Cornualles, que se inclinaba ahora ante el trono, junto a su anciano esposo, el duque Marco. Era tan hermosa que causó un pequeño murmullo en el salón: alta, esbelta, de cobrizo cabello, como una moneda recién acuñada. Junto a ella Morgause parecía muy marchita, pero aun así Lamorak la seguía con los ojos.

—Isolda es muy hermosa, sí —dijo Morgause—, pero en la corte del duque Marco se dice que mira con buenos ojos al joven Tristán, su heredero. ¿Quién podría criticárselo? Pero es recatada y discreta, y si tiene el buen tino de dar un hijo al anciano… —rió entre dientes—. Creo que Marco no pretende de ella mucho más que un hijo para declarar que Cornualles es de quien lo gobierna y no de Morgana. ¿Y dónde está mi sobrina? ¡Estoy deseosa de abrazarla!

—Allí, con Uriens —dijo Ginebra.

—Habría sido mejor que Arturo casara a Morgana con los de Cornualles. Si Marco le parecía demasiado viejo, ahí estaba el joven Tristán, que es pariente de Ban y primo lejano de Lanzarote. Y casi tan apuesto como el mismo Lanzarote, ¿verdad Ginebra? —Sonrió alegremente—. Ah, olvidaba que, siendo tan devota, no miráis más que a vuestro legítimo esposo. Claro que es fácil ser virtuosa cuando se está casada con alguien tan joven, hermoso y gallardo como Arturo.

Ginebra temió volverse loca con la charla de Morgause. ¿No sabría hablar de otra cosa?

—Supongo que tenéis que cambiar un par de frases con Isolda —observó ésta—. Dicen que casi no habla nuestra lengua. Pero también se comenta que en su Irlanda natal era maestra en el uso de las hierbas y la magia. Tal vez deba presentársela a Morgana, que también sabe mucho de hierbas y hechizos. Ambas tendrían muchas cosas de que hablar. Y creo que mi sobrina conoce un poco la lengua irlandesa. Y también está casada con un hombre que podría ser su padre. Creo que Arturo hizo mal.

Ginebra dijo, envarada:

—Morgana se casó con Uriens por propia voluntad. ¿Crees acaso que Arturo casaría a su querida hermana sin consultarla?

—Está llena de vida —bufó Morgause—. No creo que esté satisfecha en la cama de un anciano. Yo no lo estaría, si tuviera un hijastro tan hermoso como ese Accolon.

—Ven; pediremos a la señora de Cornualles que se siente con nosotras —invitó la reina, para poner fin al chismorreo—. Y también a Morgana, si quieres.

Uriens se había acercado para saludar, con Morgana y sus dos hijos menores. Arturo le estrechó las dos manos y besó a su hermana en ambas mejillas.

—¿Has venido a ofrecerme un regalo, Uriens? Basta con tu afecto —dijo.

—No sólo a ofreceros un regalo, sino a pediros un favor —respondió Uriens—. Os ruego que recibáis a mi hijo Uwaine entre vuestros compañeros y lo nombréis caballero de vuestra mesa redonda.

Arturo sonrió al joven esbelto y moreno que se arrodillaba ante él.

—¿Qué edad tienes, joven Uwaine?

—Quince, mi rey y señor.

—Bueno, levántate. Esta noche puedes velar tus armas y mañana uno de mis compañeros te armará caballero.

—Con vuestra licencia —intervino Gawaine—, ¿puedo ser yo quien confiera ese honor a mi primo Uwaine, señor Arturo?

—Si eso es aceptable para ti, Uwaine, sea. Te recibo de buen grado, por ti mismo y por ser hijastro de mi querida hermana. Mañana podrás pelear junto a mí en las justas. Hacedle lugar en una mesa, hombres.

El joven tartamudeó:

—Os lo agradezco, re-rey mío.

—También yo, Arturo —dijo Morgana—. Uwaine ha sido un verdadero hijo para mí.

Ginebra pensó con encono que Morgana representaba su edad; tenía arrugas sutiles en la cara y vetas blancas en el pelo oscuro, aunque sus ojos oscuros eran tan bellos como siempre. Y miraba al muchacho con orgullo y afecto. «Su hijo ha de ser aún mayor… Y eso significa que la maldita Morgana tiene dos hijos varones, mientras que yo, ¡ni siquiera un pupilo!»

Morgana, sentada a la mesa principal junto a Uriens, sentía la mirada de la reina fija en ella. «¡Cuánto me odia todavía, aunque no puedo hacerle ningún daño!» Por su parte, no la odiaba ni estaba ya resentida por su boda con Uriens; de alguna manera oculta, eso la había llevado a ser nuevamente sacerdotisa de Avalón.

Al fin y al cabo, Uriens no podía vivir eternamente. Y le parecía dudoso que incluso los estúpidos granjeros galeses aceptaran a Avalloch como rey. Si pudiera dar un hijo a Accolon, nadie se opondría a que él reinara a su lado con todo derecho. Pero la Diosa no le enviaba siquiera la esperanza de la concepción y, a decir verdad, tampoco la deseaba. Tampoco Accolon le reprochaba la falta de un hijo, sin duda pensando que nadie lo creería hijo de Uriens, aunque éste lo habría reconocido, pues adoraba a Morgana y compartía su lecho con frecuencia… demasiada, para ella.

—Permite que te llene el plato —dijo a su esposo—. El cerdo asado es muy pesado para ti. Unas tortitas de trigo, empapadas en el jugo, y un buen trozo de conejo. Y estas frambuesas que tanto te gustan.

—Qué buena eres conmigo, Morgana.

Ella le dio unas palmaditas en el brazo. Valía la pena el tiempo dedicado a mimarlo, atender su salud, bordarle prendas y, de vez en cuando, discretamente, buscarle una joven Para el lecho y darle una dosis de hierbas que le ofrecieran una virilidad más o menos normal. Uriens estaba persuadido de lo adoraba y nunca dudaba de ella ni se negaba a sus petición.

El festín llegaba a su fin; la gente se paseaba por el saló mordisqueando dulces y deteniéndose a charlar con parientes amigos a los que sólo veía una o dos veces al año. Uriens seguía masticando sus frambuesas.

—Tendrías que haberme cortado el pelo —murmuró—. Todos los caballeros se lo han cortado.

Morgana le acomodó las escasas guedejas.

—Oh, no, querido. Creo que así es más adecuado para tu edad. Mira, el noble Lanzarote aún lo lleva largo y suelto.

—Tienes razón, como siempre —se ufanó—. Noto que también Lanzarote ha encanecido. Ya no somos jóvenes, querida.

«Tú eras abuelo cuando Lanzarote nació», pensó fastidiada, mientras se alejaba para charlar con sus parientas.

Lanzarote seguía siendo el hombre más hermoso que hubiera visto. Tenía canas en el pelo y en la barba recortada, sí, pero sus ojos brillaban con la antigua sonrisa.

—Buenos días, prima.

La sorprendió su tono cordial. «Pero Uriens tiene razón al decir que ya no somos jóvenes; y no somos muchos los que recordamos aquellos tiempos.» Lanzarote la abrazó, apoyándole la barba rizada en la mejilla.

—¿Elaine no ha venido? —preguntó Morgana.

—No. Hace apenas tres días me dio otra hija. Esperábamos que naciera hace tres semanas, pero fue una criatura grande y se tomó su tiempo.

—¿Cuántos hijos tenéis ya, Lanzarote?

—Tres. Galahad tiene siete años y Nimue, cinco. No los veo con frecuencia, pero las niñeras dicen que son muy inteligentes para su edad. Elaine quiere que la menor se llame Ginebra, en honor de la reina.

—Creo que iré al norte para visitarla —dijo Morgana.

—Se alegrará de veros, sin duda. Aquello es solitario.

Era improbable que Elaine se alegrara de verla, pero eso quedaría entre las dos. Lanzarote miró hacia el estrado, donde la reina charlaba con Isolda de Cornualles, y Arturo con el duque Marco y su sobrino.

—¿Conocéis a Tristán? Es buen arpista, aunque no como Kevin, desde luego.

Morgana negó con la cabeza.

—¿Kevin no va a tocar en estas festividades?

—No lo he visto —contestó—. La reina no lo quiere. La corte se ha vuelto muy cristiana, aunque Arturo lo aprecia como consejero y como músico.

—¿Vos también os habéis vuelto cristiano? —preguntó sin rodeos.

—Ojalá —suspiró Lanzarote—. Ese credo me parece demasiado simple, que Cristo haya muerto por nuestros pecados «ara redimirnos a todos. Demasiado conozco la verdad: que solo nosotros, vida tras vida, podemos corregir el daño que hayamos hecho. Los curas quieren hacernos creer que tienen influencia sobre Dios y pueden perdonar los pecados en su nombre. Ah, si así fuera… Y algunos de esos sacerdotes son buenos y sinceros.

—Nunca conocí a ninguno que fuera tan bueno y sabio como Taliesin —dijo Morgana.

—Taliesin era un alma grande, tanto que supo evitar peleas con los curas, sabiendo que ellos servían a su Dios lo mejor posible. Y sé que los respetaba por la fortaleza de vivir en castidad.

—A mí me parece una blasfemia y la negación de la vida. Sé que Viviana habría pensado así. —«¿Qué hago aquí, discutiendo de religión precisamente con Lanzarote?», se preguntó.

—Viviana, como Taliesin, era de otro mundo y de otra época. Fueron gigantes; ahora tenemos que conformarnos con lo que hay. Os parecéis mucho a ella, Morgana. —Lanzarote esbozó una sonrisa melancólica que le contrajo el corazón—. Siempre lamenté veros tan desdichada, pero ahora sois reina y tenéis un hermoso hijo. Y ahora tengo que ir a presentar mis respetos a la reina.

Morgana no pudo evitar un tono amargo:

—Sí, supongo que estáis impaciente por hacerlo.

—Oh, Morgana —protestó consternado—, ¿no podemos dejar el pasado atrás? ¿Tanto me despreciáis, tanto la odiáis todavía?

Su prima negó con la cabeza. Ahora encontraba en Accolon lo que durante tanto tiempo había deseado de Lanzarote… Y extrañamente, hasta eso era penoso, como el espacio que deja un diente dolorido al ser arrancado. Después de amarlo tantos años, al mirarlo sentía un vacío interior.

—Lo siento, Lanzarote —dijo—. No os odio a ninguno de los dos. Como habéis dicho, todo eso pertenece al pasado.

—Conque aquí estáis, Lanzarote, charlando con las señoras más hermosas de la corte, como siempre —dijo una voz alegre.

Lanzarote se volvió para estrechar al recién llegado en abrazo de oso.

—¡Gareth! ¿Cómo está el país del norte? Y ahora que estás casado… ¿Cuántos hijos tienes ya? ¿Dos, tres?

—Cuatro varones —rió Cay, descargando una palmada e el hombro de Gareth—. Pero la señora Leonor tuvo mellizo Morgana, rejuvenecéis con los años.

—Pero viendo a Gareth tan mayor me siento más vieja que las colinas. —Ella también reía—. Lo conocí antes de que cambiara los dientes.

El joven se agachó para abrazarla.

—Es cierto. Me tallabais caballeros de madera. Leonor guarda uno entre mis tesoros. ¿Sabéis que yo lo llamaba Lanzarote, primo?

El caballero del lago rió también. Morgana se dijo que nunca lo había visto tan alegre y despreocupado como cuando estaba entre sus amigos. Gareth continuó:

—¿Y cómo está Gwydion, mi hermano adoptivo, señora Morgana?

Ella respondió brevemente:

—Creo que está en Avalón. No lo he visto.

Iba a dejar a Lanzarote con sus amigos, pero Gawaine se unió al grupo. Había engordado y parecía monstruosamente pesado, sus hombros parecían capaces de tumbar a un toro; llevaba en la cara las señales de muchas cicatrices.

—Vuestro hijo Uwaine parece buen muchacho —comentó, agachándose para darle un abrazo casi filial—. Será buen caballero, de los que vamos a necesitar. ¿Has visto a tu hermano Lionel, Lanzarote?

—No. ¿Está aquí? —preguntó. Su mirada cayó sobre un hombre alto y fornido, que lucía un manto extraño—. ¡Lionel, hermano! ¿Cómo está tu neblinoso reino de allende el mar?

El nombrado se acercó a saludarlos, con un acento tan señalado que a Morgana le costó entenderlo.

—Mal, puesto que no estás allí. Podemos tener problemas. ¿No te has enterado? ¿No has sabido las noticias de Bors?

—Sólo que iba a casarse con la hija del rey Hoell.

—Con Isolda; tiene el mismo nombre que la reina de Cornualles. Pero aún no hay boda. Hoell aún está analizando las ventajas de aliarse con la baja Britania o con Cornualles.

—Marco no puede darle Cornualles —apuntó Gawaine, seco—. Os pertenece a vos, ¿verdad, señora Morgana?

—El duque Marco gobierna allí en mi nombre —confirmó—. Nunca supe que lo reclamara para sí.

—Marco es codicioso —advirtió Lionel—. Recibió un gran tesoro con su señora irlandesa y no dudo que tratará de quedarse con Cornualles y Tintagel.

Lanzarote comentó:

—Me gustaban más los tiempos en que sólo éramos los caballeros de Arturo. Ahora yo reino en el país de Pelinor, Morgana en Gales del norte y tú, Gawaine, tendrías que hacerlo en Lothian, si ejercieras tu derecho.

Gawaine sonrió de oreja a oreja.

—No tengo talento para eso, primo. Creo que las Tribus tienen razón: las mujeres tienen que quedarse en casa a gobernar y los hombres, salir a hacer la guerra.

Morgana le sonrió con un toque de malicia.

—¿Cómo está vuestra madre? Dicen que no sólo Agravaín la ayuda a gobernar.

Su primo rió tranquilamente.

—Creo que Lamorak ama a mi madre de verdad y eso no me disgusta. La casaron con el anciano Lot antes de los quince años. Aun de niño me preguntaba cómo podía vivir en paz con él, siempre amable y buena.

—Amable y buena, sí —dijo Morgana—. Y es cierto que su vida con Lot no fue muy fácil.

Gawaine comentó:

—Sé que apreciáis a mi madre. También sé que Ginebra no la quiere. Ella… —Pero se alzó de hombros, mirando a Lanzarote.

En ese momento, una de las pequeñas doncellas de Ginebra se acercó diciendo:

—Sois Lanzarote, ¿verdad? La reina quiere que vayáis a hablar con ella.

Lanzarote hizo una reverencia a Morgana.

—Nos veremos luego. Gawaine, Gareth…

Y se alejó. Gareth, que lo seguía con la mirada, murmuró, ceñudo:

—Sigue acudiendo a la carrera en cuanto ella alarga la mano.

—¿Y qué esperabas, hermano? —inquirió Gawaine, despreocupado—. Además, ésa es la moda actual. ¿No has oído lo que se cuenta de la reina irlandesa, la esposa del anciano Marco? Tristán la sigue a todas partes y le compone canciones. Dicen que es tan buen arpista como Kevin. ¿Lo habéis oído tocar, Morgana?

Ella negó con la cabeza.

Se volvieron hacia la mesa que ocupaban las señoras. Morgause se había reunido con Ginebra e Isolda. Lanzarote estaba con ellas y la reina le sonreía. Morgause dijo algo que los hizo reír, pero la irlandesa tenía la vista perdida; su exquisito rostro estaba pálido y demacrado.

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