—Está allí. —El caballero señaló a los hombres reunidos en el salón—. Arturo lo invitó a cenar. Sería un detalle que le llevaras una taza de vino, Morgana, y la bienvenida de una señora, aunque no sea su novia, sino un familiar.
Morgana cogió un cuerno lleno de vino y caminó alrededor de la mesa, gratamente complacida por la atención que despertaba, aun sabiendo que, tras tantos meses de campaña, habrían mirado así a cualquier señora bien vestida.
—Os saludo, primo. Lanzarote os envía vino de la mesa del rey.
—Os ruego que lo probéis primero, señora. —De inmediato Balan parpadeó—. ¿Sois Morgana? Apenas os reconozco, tan elegante. ¿Cómo está la Dama?
Morgana se llevó el cuerno a los labios (una cortesía en la corte recuerdo de los tiempos en que no era raro envenenar a los reyes rivales) y se la entregó.
—Esperaba saber de Viviana por medio de vos, pariente.
Hace muchos años que falto de Avalón —dijo.
—Sí supe que estabais en la corte de Lot. ¿Acaso reñísteis con Morgause?
Morgana negó con la cabeza.
—No, pero no es fácil librarse de la cama de Lot.
—Así que vinisteis a la corte de Arturo, como dama de su reina —comentó Balan—. Ginebra cuida bien a sus doncellas y la casa ventajosamente. ¿Aún no os ha conseguido un buen esposo, prima?
Morgana se obligó a responder en tono alegre.
—¿Esto es una proposición, mi señor Balan?
Él rió entre dientes.
—Os la haría si no fuéramos parientes tan cercanos. Pero me dijeron que Arturo pensaba casaros con Cay, puesto que habéis abandonado Avalón.
—Ni a Cay ni a mí nos interesaba —replicó Morgana seca—. Y no he dicho que no piense volver a Avalón, el día en que Viviana mande por mí.
Por un momento creyó ver en los ojos marrones de Balan el parecido con Lanzarote.
—Cuando era niño pensaba mal de la Dama…, de Viviana; creía que no me amaba como corresponde a una madre. Pero ahora sé que, cuando me entregó en tutela a la señora Priscila, me dio una madre amante, un hermano de la misma edad para que nos criáramos juntos y un buen hogar, donde pudiera conocer al verdadero Dios.
Morgana sonrió ligeramente.
—En ese aspecto no comparto vuestra gratitud, pues creo que la Dama hizo mal cuando permitió que su hijo abandonara a sus dioses. Pero ella solía decirme que cada uno tiene que adoptar las creencias religiosas y espirituales que más le satisfagan.
—Balin podría discutir con vos mejor que yo; es más piadoso y mejor cristiano. Yo sólo puedo repetir lo que dicen los curas: que sólo hay una fe verdadera. —Luego miró hacia la mesa principal—. Decidme, prima, vos que lo conocéis mejor: ¿qué peso lleva nuestro Lanzarote en el corazón?
Morgana inclinó la cabeza.
—Si lo supiera, Balan, no podría contaros un secreto ajeno.
—Tenéis razón, pero detesto verlo tan angustiado. Nuestra madre trató a Lanzarote peor que a mí. Nunca tuvo un hogar, ni en Avalón ni en la corte de Ban de Benwick, donde fue sólo uno más entre los bastardos del rey. Me gustaría que Arturo le diera una esposa, para que pudiera tener finalmente un hogar.
—Bueno —dijo Morgana, en tono ligero—, si el rey quiere que me case con Lanzarote, no tiene más que fijar la fecha.
—¿No sois parientes demasiado cercanos? —objetó Balan. Luego reflexionó por un momento—. Supongo que no, Igraine y Viviana son sólo medio hermanas. Y ninguno de los dos tendría que abandonar la corte: vos sois la favorita de la reina, como Lanzarote lo es del rey. ¡Ojalá sea así! —La observó con amable preocupación—. Vos también habéis pasado de sobra la edad para que Arturo os asigne un marido.
«¿Y por qué darme, como si yo fuera uno de sus caballos?», se preguntó Morgana. Pero luego se encogió de hombros; al haber vivido tanto tiempo en Avalón, a veces olvidaba que las leyes romanas convertían a las mujeres en propiedad de los hombres de su familia. El mundo había cambiado y de nada servía rebelarse contra lo que no tenía remedio.
Poco después volvió a rodear la gran mesa que Arturo había recibido de su suegro como presente de bodas. Quedaba muy justa en el salón principal de Caerleon, a pesar de que era muy grande. En un sitio tuvo que trepar a los bancos, que estaban demasiado cerca de la pared.
—¿No tenemos a Kevin? —preguntó Arturo—. En ese caso, que cante Morgana. Me apetecen mucho el sonido de la lira y las cosas civilizadas.
Morgana ordenó a uno de los criados que llevara la lira de su alcoba. El muchacho tuvo que trepar al banco y perdió pie; sólo la celeridad de Lanzarote, que alargó una mano para sostenerlo, impidió la caída del instrumento. Arturo arrugó el entrecejo.
—Mi suegro fue muy amable al enviarme esta gran mesa redonda —dijo—, pero en Caerleon no hay suficiente espacio. Creo que, cuando hayamos expulsado a los sajones para siempre, haré construir un salón sólo para darle cabida.
—Entonces no se construirá nunca —rió Cay—. «Cuando expulsemos a los sajones para siempre» equivale a decir «cuando las ranas críen pelo» o «cuando las vacas vuelen.»
—O cuando el rey Pelinor mate a su dragón —rió Meleas.
Arturo sonrió.
—No os burléis de Pelinor y su dragón —dijo—, pues se comenta que lo han vuelto a ver.
—Oh, sí. Siempre hay quien ve dragones o a gente del antiguo pueblo de las hadas, pero yo nunca los conocí.
—¿Y lo dices tú, que te educaste en Avalón, Lanzarote del Lago —preguntó Morgana delicadamente.
Él se volvió a mirarla.
—A veces eso me parece irreal. ¿No te sucede lo mismo, prima?
—Es cierto —respondió Morgana—, pero en ocasiones siento nostalgia de Avalón.
—También yo, prima. Jamás, desde la noche de bodas de Arturo, le había dado a entender que sintiera por ella algo más que el cariño de los compañeros de infancia. Morgana creía haber aceptado el dolor, pero la hería de nuevo cada vez que aquellos bellos ojos oscuros la miraban con tanta bondad.
«Tarde o temprano todos pensarán como Balan: los dos estamos solteros, la hermana del rey y su mejor amigo…»
Arturo dijo:
—Bueno, cuando hayamos expulsado a los sajones (y no os riáis), me construiré un castillo con un salón donde quepa esta mesa. Ya he escogido el emplazamiento: una colina donde existe una fortaleza anterior a los tiempos romanos, junto al lago y cerca del reino de vuestro padre, Ginebra.
—Lo conozco —dijo ella—, había un viejo pozo en ruinas donde encontrábamos puntas de flecha de los duendes. —Le parecía extraño recordar un tiempo en que le gustaba pasear bajo el cielo abierto, cuando ahora se mareaba si no tenía una muralla a mano.
—Es un sitio fácil de fortificar —continuó el rey—, aunque espero que por entonces tengamos paz y sosiego en esta isla.
—Innoble deseo en un guerrero, hermano —dijo Cay—. ¿Qué harías en tiempos de paz?
—Pedir a Kevin que compusiera canciones, domar yo mismo mis caballos y montarlos por placer. Mis compañeros y yo podríamos criar a nuestros hijos sin ponerles una espada en la mano antes de que acaben de crecer.
Lanzarote agregó:
—Para mantener vivo el arte de la guerra, celebraremos juegos como en los tiempos antiguos y coronaremos al ganador con guirnaldas de laurel. Y también habrá guirnaldas para los arpistas. Canta. Morgana.
—Será mejor que cante ahora —dijo—, pues supongo que cuando los hombres celebréis vuestros juegos, las mujeres lo tendremos prohibido.
Comenzó a entonar un antiguo canto que había oído en Tintagel. En el silencio del salón, sabiéndolos a todos pendientes de su voz, continuó con viejas canciones de las islas. Cuando empezó a quedarse ronca, aunque todos pedían más, alzó una mano en protesta.
—Basta. No puedo cantar más, de veras. Parezco un cuervo.
Poco después, Arturo hizo apagar las antorchas y acompañar a los huéspedes a sus aposentos. Una de las tareas de Morgana era cuidar que las damas solteras de la reina estuvieran sanas y salvas en el largo cuarto de arriba, lejos de los soldados. Pero se demoró un momento contemplando a la pareja real, que daba las buenas noches a Lanzarote.
—He ordenado a las mujeres que os preparen la mejor cama de huéspedes —dijo Ginebra.
Pero él negó con la cabeza, riendo.
—Soy soldado. No puedo acostarme sin comprobar que hombres y caballos estén bien alojados.
Arturo, riendo entre dientes, rodeó con un brazo la cintura de Ginebra.
—Tenemos que casarte, Lanzarote, para que no pases frío por la noche. No por ser mi capitán de caballería tienes que dormir entre las monturas.
Ginebra sintió una punzada en el pecho, temiendo que él volviera a decir, como lo hizo una vez: «Mi reina ocupa todo mi corazón y no tengo lugar allí para otra señora.» Contuvo el aliento, pero Lanzarote se limitó a suspirar.
«No: soy una mujer casada y cristiana. Hasta pensarlo es pecado; tengo que hacer penitencia.» Y luego, con un nudo en la garganta que incluso le impedía tragar, el pensamiento llegó sin invitación: «Ya es suficiente penitencia estar separada del hombre que amo.» Y de inmediato se le escapó una exclamación de espanto que sobresaltó al rey.
—¿Qué te pasa, amor mío? ¿Te has hecho daño?
—Me… me he pinchado con un alfiler. —Y apartó los ojos, fingiendo buscar el alfiler entre los pliegues de su vestido. Al ver que Morgana la observaba se mordió el labio. «Está siempre observándome… y es vidente. ¿Acaso conoce todos mis pensamientos pecaminosos? ¿Por eso me mira con tanto desdén?»
Sin embargo, Morgana la trataba con bondad de hermana. Y en el primer año de casada, cuando una fiebre le hizo perder al niño que gestaba desde hacía cinco meses, cuando no soportaba la presencia de ninguna de sus damas, Morgana la había atendido casi como una madre. ¿Cómo podía ser tan desagradecida?
Lanzarote se retiró. Ginebra, consciente del brazo que le rodeaba la cintura y del franco anhelo de Arturo, sintió un súbito resentimiento: «Desde aquella vez no he vuelto a concebir. ¿No puede siquiera darme un hijo?» Claro que debía de ser culpa suya; debía de haber cogido la enfermedad de las vacas que expulsan a los terneros antes de tiempo, una y otra vez. Desgarrada por la culpa, siguió a su esposo a la alcoba.
—No era una simple broma, Ginebra —dijo Arturo mientras se quitaba las calzas—. Es preciso casar a Lanzarote. ¿Has visto cómo le siguen los niños y qué bien los trata? Necesita hijos. ¡Lo casaremos con Morgana!
—¡No!
La palabra surgió como arrancada. Arturo se sorprendió.
—¿Qué te pasa? ¿No te parece perfecto? Mi hermana y mi mejor amigo. Y sus hijos serían herederos del trono, si Dios no nos enviara hijos… No, no, no llores, amor mío. No es un reproche, los hijos vienen cuando la Diosa así lo quiere; sólo ella sabe cuándo tendremos uno. Quiero mucho a Gawaine, pero no voy a poner a un hijo de Lot en el trono. Morgana es hija de mi madre; Lanzarote, mi primo.
—Poco importa que él tenga hijos o no —observó Ginebra—. Es el quinto o el sexto entre los varones del rey Ban, y bastardo por añadidura.
—No esperaba oírte ese reproche. Y no es un bastardo vulgar, sino hijo del bosque y del Gran matrimonio.
—¡Obscenidades paganas! Tendrías que limpiar esa mugre hechicera de tu reino.
Arturo, inquieto, se metió bajo el cobertor.
—He jurado honrar a Avalón por la espada que me dieron en mi coronación.
Ginebra echó un vistazo a la gran
Escalibur
, que parecía burlarse de ella. Después de apagar la luz se acostó junio a Arturo, diciendo:
—Jesucristo te cuidará mejor que ninguno de esos malvados encantamientos. No tuviste nada que ver con esas viles diosas antes de subir al trono, ¿verdad? ¡Éste es un país cristiano!
Él se agitó con desasosiego.
—En este país hay muchos pueblos y yo debo fidelidad a todos, no sólo a los seguidores de Cristo.
—Creo que ésos son tus verdaderos enemigos, no los sajones. Un rey cristiano sólo tiene que guerrear contra quienes no siguen a Cristo.
Eso le provocó una risa nerviosa:
—¡Hablas como el obispo Patricio, que quiere convertir a los sajones en vez de pasarlos por la espada!
Pero Ginebra no sonrió y él acabó por suspirar.
—Bueno, piénsalo, esposa mía. Me parece la mejor alianza: mi amigo más querido y mi hermana. Así, sus hijos serían mis herederos. —Y agregó, buscándola con los brazos en la oscuridad—: Pero ahora tratemos de hacer que nuestros herederos sean los que tú me des, amor mío.
—Dios lo permita —susurró Ginebra.
E intentó borrar todo de su mente.
Morgana se demoró junto a la ventana mucho después de que las mujeres estuvieran acostadas. Elaine, que compartía su lecho, murmuró:
—Venid a dormir, Morgana. Es tarde; debéis de estar cansada.
Ella negó con la cabeza.
—Creo que la luna se me ha metido en la sangre; no tengo sueño.
No quería cerrar los ojos para que la imaginación la atormentara. A su alrededor, los hombres se reunían con sus esposas; incluso los soldados solteros habrían hallado alguna mujer para pasar noche. Desde el rey hasta el último de los caballerizos, todos dormían aquella noche en brazos de alguien, salvo las doncellas de la reina: Ginebra se creía en la obligación de custodiar su castidad.
Lanzarote, en las bodas de Arturo… Había quedado en la nada, aunque no por voluntad propia, y él se ausentaba de la corte tan a menudo como podía, sin duda para no ver a Ginebra con Arturo. «Pero ahora está aquí» Y también estaba solo, entre soldados y caballos, sin duda soñando con la reina, la única mujer del reino que no podía poseer.
«Yo podría haberlo hecho feliz, aunque ya no pueda darle hijos. Hubo un tiempo en que me deseó, antes de que conociera a Ginebra. Y también después… A no ser por aquel accidente, la habría olvidado entre mis brazos.
»Y soy atractiva. Esta noche, mientras cantaba, muchos de los caballeros me miraban con deseo…
»Podría hacer que Lanzarote me deseara…» —¿No venís a acostaros, Morgana? —preguntó Elaine, impaciente.
—Todavía no. Creo que saldré a caminar.
—¿No tenéis miedo, con tantos hombres acampando por aquí?
—¡Bueno, ya estoy cansada de dormir sola! —rió Morgana Viendo que la broma ofendía a su compañera, añadió con más suavidad—: Soy la hermana del rey. Nadie me tocará contra mi voluntad. Además, no soy tan tentadora. Ya tengo veintiséis años, Elaine.
Se acostó sin desvestirse. En la oscuridad y el silencio, su imaginación o la videncia formaron imágenes, tal como temía: Arturo con Ginebra, hombres con mujeres en todo el castillo, por amor o simple lujuria. Y Lanzarote, sus besos en el Tozal, su deseo en las caballerizas…