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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (22 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Los hombres menudos y atezados que impulsaban la barca se inclinaron ante Morgana en silenciosa muestra de respeto. Les hizo una muda señal y ocupó su lugar en la proa.

Veloz y silenciosa, la barca se deslizó por la bruma. Morgana notó que la humedad se le adhería a la frente y al pelo; estaba hambrienta y helada hasta los huesos, pero se le había enseñado a no hacer caso de tales sensaciones. Cuando salieron de la niebla, en la orilla opuesta había salido el sol; allí esperaba un caballo con su jinete.

El hombre era esbelto, de rostro aquilino y morena belleza, destacada por una gorra carmesí con una pluma de águila en la cinta y una amplia capa roja que acentuaba su apostura. Cuando desmontó, la elegancia natural de sus movimientos dejó sin aliento a Morgana. ¿Cómo había podido lamentar no ser rubia y rolliza, cuando había tanta hermosura en un cuerpo moreno y esbelto? Los ojos también eran oscuros y brillaban con un asomo de picardía. Sólo por ese rasgo supo Morgana quién era; por lo demás, no quedaba ni rastro del niño flacucho, de piernas huesudas y pies muy grandes.

—Galahad —dijo, dando a su voz un tono grave para evitar que temblara (truco de sacerdotisa)—. No os habría reconocido.

Él se inclinó con garbo, arremolinando la capa. ¿Y ella despreciaba aquel gesto como truco de acróbata? En él parecía nacer del cuerpo mismo.

—Señora —saludó él.

«No me ha reconocido. Dejémoslo así.»

¿Por qué recordó en aquel momento las palabras de Viviana? «Tu virginidad es sagrada para la Diosa. Cuida de conservarla hasta que la Madre te haga saber su voluntad.» Sorprendida, Morgana reconoció que había mirado a un hombre con deseo por primera vez en su vida. Puesto que aquello no estaba hecho para ella, que tenía que emplear su vida tal como la Diosa decretara, hasta entonces había mirado a los hombres con desdén, como si fueran víctimas naturales de la Diosa bajo la forma de sus sacerdotisas y hubieran de ser aceptados o rechazados según lo indicara el momento. Viviana le había dicho que aquel año no estaba obligada a participar de los ritos de Beltane, de los que algunas sacerdotisas salían embarazadas por voluntad de la Diosa; si no abortaban mediante el desagradable proceso de las hierbas y las drogas, llegaban inevitablemente al nacimiento, proceso aún más desagradable y peligroso, y tenían niños molestos que eran criados o puestos bajo tutela, según lo decretara la Dama. Morgana se había alegrado de escapar una vez más, pues sabía que Viviana tenía otros planes para ella.

Le indicó con un gesto que subiera a bordo. «Nunca toques a un forastero —se le había enseñado—, una sacerdotisa de Avalón tiene que parecer un visitante del otro mundo.» Se preguntó por qué había tenido que contenerse para no tocarle la muñeca. Y supo que bajo la piel suave habría músculos duros, palpitantes de vida, y deseó mirarlo otra vez a los ojos. Le volvió la espalda, tratando de dominarse.

La voz del muchacho era profunda y musical:

—Vaya, ahora que movéis las manos os reconozco. En todo lo demás habéis cambiado. Sacerdotisa, ¿no fuisteis en otro tiempo mi prima Morgana? —Los ojos oscuros centelleaban—. Ya nada es como cuando os llamaba Morgana de las Hadas…

—Ésa fui y ésa soy. Pero han pasado algunos años —dijo Morgana, mientras indicaba con un gesto a los silenciosos remeros que apartaran la embarcación de la costa.

—Pero la magia de Avalón no cambia nunca —murmuró él, sin dirigirse a nadie.

La barca cruzó quedamente el lago. Hacía años, Morgana había aprendido que no era magia, sino un intenso adiestramiento lo que acallaba los remos, pero aún la impresionaba el místico silencio con que se movían. Se preparó para convocar la bruma, consciente de que el joven, a su espalda, mantenía fácilmente el equilibrio al lado de su caballo, desplazando el peso del cuerpo al compás del balanceo de la barca. Morgana lo hacía gracias a un largo aprendizaje; él, en cambio, parecía dominarlo por gracia natural.

Al alzar los brazos casi pudo sentir los ojos oscuros de Galahad en la espalda, como un calor palpable. Aspiró hondo, concentrándose para el acto mágico, sabiendo que tenía que reunir todas sus fuerzas y furiosa consigo misma por estar atenta a la mirada del hombre.

«¡Que vea, pues! ¡Que me tema y me reconozca como la imagen de la Diosa!» Una parte rebelde de sí misma, reprimida mucho tiempo, gritaba: «¡No! No quiero que vea a la Diosa, ni siquiera a la sacerdotisa, sino a la mujer.» Pero respiró hondo nuevamente y exhaló con el aire incluso el recuerdo de ese deseo.

Alzó los brazos hacia el arco del cielo; los bajó, y la niebla siguió el descenso de sus largas mangas. La niebla y el silencio cerraron, tenebrosos, a su alrededor. Morgana permaneció inmóvil, percibiendo muy cerca el calor de aquel cuerpo joven. A poco que se moviera le tocaría la mano. Y supo que el contacto sería ardiente. Se apartó, arremolinando un poco sus vestiduras, creando un espacio a su alrededor de la misma manera que si hubiera extendido un velo. Mientras tanto, estupefacta, se decía: «Es sólo mi primo, es el hijo de Viviana, el que solía sentarse en mi regazo cuando era pequeño y se sentía solo.» Deliberadamente evocó la imagen del niño torpe, cubierto de rasguños, pero cuando salieron de la bruma vio que los ojos oscuros le sonreían y se encontró mareada.

«Es lógico que me maree; aún no he desayunado», se dijo. Y observó la impaciencia con que Galahad contemplaba Avalón. De pronto lo vio persignarse. Viviana se habría enfadado.

—Es, en verdad, el país de las hadas —dijo en voz baja—. Y vos, Morgana de las Hadas, como siempre. Pero ahora sois una mujer hermosa, prima.

Ella pensó, impaciente: «No soy hermosa; lo que ve es el hechizo de Avalón.» Y su parte rebelde exclamó: «¡Quiero que me vea hermosa sin el hechizo!» Apretó los labios con fuerza para mostrarse severa e intimidatoria, sacerdotisa de pies a cabeza.

—Por aquí —dijo secamente.

Cuando la quilla de la barca rozó el fondo arenoso, indicó por señas a los remeros que se ocuparan del caballo.

—Con vuestro permiso, señora —intervino él—, lo haré yo mismo. No es una silla común.

—Como gustéis —dijo Morgana.

Y se apartó para observarlo mientras desensillaba al animal. Todo lo relacionado con él le despertaba una curiosidad tan intensa que no pudo guardar silencio.

—Sí que es extraña esa silla de montar. ¿Qué son esas correas largas?

—Las usan los escitas. Se llaman estribos; con esto dominan los caballos y los frenan en plena carga, de ese modo pueden combatir montados. E incluso con la armadura liviana de los jinetes, el caballero montado es invencible cuando se enfrenta a los que combaten a pie. —La sonrisa le iluminó el rostro moreno y apasionado—. Los sajones me llaman Alfgar, la lanza elfo, que surge de la oscuridad y se clava sin ser vista. En la corte de Ban han adaptado ese nombre a su lengua y me llaman Lanzarote. Algún día tendré toda una legión de caballos así equipados. Y entonces ¡ya pueden temblar los sajones!

—Vuestra madre me dijo que ya erais guerrero —dijo Morgana, olvidando el tono serio.

Él volvió a sonreír.

—Ahora reconozco tu voz, Morgana de las Hadas. ¿Cómo te atreves a presentarte ante mí como sacerdotisa, prima? Bueno, supongo que es voluntad de la Dama. Pero me gustas más así que con la solemnidad de la Diosa —afirmó con su familiar picardía, como si se hubieran separado el día anterior.

Morgana se aferró a los restos de su dignidad.

—Sí, la Dama nos aguarda y no podemos hacerla esperar.

—Oh, por supuesto —se mofó él—. Es preciso correr siempre a cumplir con su voluntad. Supongo que eres una de las que la sirven, siempre pendiente de cada palabra suya. Yo también solía correr a servirla y temblaba ante un gesto suyo, pero al fin descubrí que no era simplemente mi madre, sino que se creía más grande que cualquier reina.

—Y lo es —aseveró Morgana, áspera.

—Sin duda. Pero he vivido en un mundo donde los hombres no van y vienen según el capricho de una mujer. —Tenía los dientes apretados y de sus ojos había desaparecido el brillo pícaro—. Preferiría tener una madre afectuosa a una Diosa adusta, con el poder de la vida y la muerte sobre los hombres.

Ante aquello Morgana no encontró nada que decir. Echó a andar a un paso tan veloz que lo obligó a correr para mantenerse a la par.

Cuervo, todavía muda, pues había hecho voto de silencio perpetuo y sólo hablaba en estado de trance, los hizo pasar a la vivienda con una inclinación de cabeza. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, Morgana vio que Viviana, sentada junto al fuego, había descartado la ropa ordinaria de las sacerdotisas y recibía a su hijo con un vestido carmesí y el pelo recogido hacia arriba con piedras preciosas. Aun ella, que conocía las tretas del encantamiento, ahogó una exclamación ante tanta magnificencia. Era como si la Diosa recibiera a un peticionario en su altar subterráneo.

Galahad se mantenía erguido, pero sus nudillos se destacaban muy blancos en los puños morenos. Al oír su respiración adivinó el esfuerzo que le costaba afirmar la voz.

—Señora y madre mía —dijo al incorporarse después de la reverencia—, os saludo.

—Galahad —dijo ella—. Ven, siéntate a mi lado.

Él ocupó en cambio el asiento de enfrente. Morgana permanecía junto a la puerta. Su tía la llamó por señas.

—He esperado para desayunar con vosotros.

Había pescado fresco, perfumado con hierbas y cubierto de mantequilla derretida; pan de cebada recién horneado y fruta; eran alimentos que Morgana rara vez probaba en la austera morada de las sacerdotisas. Las dos mujeres comieron con parquedad, pero Galahad se sirvió de todo con el saludable apetito de los jóvenes que aún están creciendo.

—Vaya, habéis preparado una comida digna de un rey, madre.

—¿Cómo está tu padre? ¿Y cómo está Britania?

—Muy bien, aunque no he pasado mucho tiempo allí en el último año. Me envió a un largo viaje para que estudiara la nueva caballería de los pueblos escitas. Ahora he venido a informar al Pendragón de que hay otra agrupación de ejércitos sajones. No dudo que atacarán en pleno antes de San Juan. ¡Ojalá tuviera tiempo y oro suficientes para adiestrar a una legión de jinetes!

—Los caballos te gustan mucho —observó Viviana.

—¿Os sorprende, señora? Con las bestias uno siempre sabe a qué atenerse, pues ni mienten ni fingen ser lo que no son.

—Cuando regreses a Avalón para vivir como druida, se abrirán ante ti todos los caminos de la naturaleza.

—¿Todavía con la misma canción, señora? —protestó él—. Creía haberos dado mi respuesta la última vez que nos vimos.

—Tenías doce años, Galahad. Es una edad muy temprana para conocer la mejor parte de la vida.

Él movió la mano en un gesto impaciente.

—Ya nadie me llama Galahad, excepto vos y el druida que me dio ese nombre. En Britania y en los campos de batalla soy Lanzarote.

Ella sonrió.

—¿Crees que me importa lo que digan los soldados?

—¿Me obligaríais a quedarme en Avalón, tocando el arpa, mientras en el mundo real se libra una lucha a vida o muerte, señora?

Viviana pareció enfadarse.

—¿Quieres decir que este mundo no es real, hijo mío?

—Es real, sí —concedió Lanzarote—, pero de un modo diferente, aislado de la lucha exterior. Un país de hadas, paz eterna… Oh, sí, es mi patria porque así lo determinasteis, señora. Pero se diría que incluso el sol brilla aquí de un modo diferente. Y no es el lugar donde se libran las verdaderas batallas de la vida. Hasta Merlín ha tenido la inteligencia de comprenderlo.

—Merlín ha llegado a ser como es tras haber pasado muchos años aprendiendo a distinguir lo real de lo irreal —dijo Viviana—, y lo mismo tienes que hacer tú. En el mundo hay guerreros de sobra, hijo mío. Tu misión es ver más allá y quizás ordenar los movimientos de los guerreros.

Él negó con la cabeza.

—¡No! No digáis más, señora; ése no es mi camino.

—Aún no has crecido lo suficiente para saber lo que quieres —dijo secamente su madre—. ¿Nos darás siete años, como diste a tu padre, para ver si tu camino es éste?

—Dentro de siete años —adujo Lanzarote sonriendo—, espero ver a los sajones expulsados de nuestras costas con mi ayuda. No tengo tiempo para la magia y los misterios de los druidas, señora, ni quiero tenerlo. No, madre mía: os ruego que me permitáis abandonar Avalón con vuestra bendición, pues a decir verdad, señora, me iré con vuestra bendición o sin ella. He vivido en un mundo donde los hombres no esperan la orden de una mujer para moverse.

Morgana dio un respingo al ver la palidez iracunda que invadía la cara de Viviana. Se levantó; aunque menuda, la furia aumentaba su estatura.

—¿Desafías a la Dama de Avalón, Galahad del Lago?

Él no se acobardó, pero palideció bajo el bronceado; Morgana comprendió que bajo su gracia y su amabilidad había un temple equivalente al de la Dama.

—Si me hubierais ordenado esto cuando aún deseaba vuestro amor y vuestra aprobación, señora, sin duda os habría obedecido. Pero ya no soy una criatura, madre y señora mía; cuanto antes lo reconozcamos, antes estaremos en armonía y dejaremos de discutir. La vida de los druidas no es para mí.

—¿Te has hecho cristiano? —preguntó ella en un murmullo iracundo.

Él negó con la cabeza, suspirando.

—En realidad, no. Hasta ese consuelo me es negado, aunque en la corte de Ban podía pasar por tal cuando así lo deseaba. Creo que no tengo fe en más Dios que éste —dijo apoyando la mano en la espada.

La Dama se dejó caer en el banco, aspirando profundamente. Luego sonrió.

—Así que ya eres hombre y no hay modo de obligarte. Me gustaría que hablaras de esto con Merlín.

Morgana, que lo observaba todo sin llamar la atención, vio que el joven relajaba las manos. «Cree que ha cedido —pensó—; no la conoce; ignora que está más furiosa que nunca»… Lanzarote era lo bastante joven para permitir que el alivio aflorara en su voz.

—Os agradezco esa comprensión, señora. Y con gusto pediré consejo a Merlín, si eso os place. Pero hasta los curas cristianos saben que la vocación religiosa es un don de Dios, no algo que sobrevenga por deseo propio, Dios (o los dioses, si así lo preferís) no me ha llamado; ni siquiera me ha dado ninguna prueba de su existencia.

Morgana pensó en lo que le había dicho Viviana muchos años atrás: «Es una carga demasiado pesada para llevarla sin estar de acuerdo.» Pero por primera vez se preguntó qué habría hecho Viviana si, en algún momento, hubiera ido a decirle que deseaba abandonar la isla. «La Dama está muy segura de conocer la voluntad de la Diosa.» Como esos pensamientos herejes la turbaban, los descartó deprisa y fijó la mirada en Lanzarote.

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