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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (23 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Al principio sólo la había deslumbrado con su apostura y la gracia de su cuerpo. Ahora veía detalles específicos: la primera sombra de barba en la barbilla; las manos finas, exquisitamente formadas para tañer las cuerdas de la lira o empuñar las armas, pero algo encallecidas; una pequeña cicatriz en el antebrazo y otra en la mejilla izquierda. Tenía las pestañas largas, como de muchacha, pero sin el aspecto andrógino que suele verse en los donceles antes de que les salga barba. Morgana se dijo que nunca había visto un animal tan masculino. «No tiene en absoluto la blandura de la educación femenina, que lo haría dócil a cualquier mujer. Ha rehusado al toque de la Diosa; algún día tendrá dificultades con ella.» Y una vez más pensó en el día en que le tocara desempeñar el papel de Diosa en una de las grandes fiestas. «Ojalá él representara al Dios», se dijo, notando en el cuerpo un calor agradable. Perdida en su ensoñación no oyó lo que Lanzarote y la Dama decían; sólo volvió en sí al oír que Viviana pronunciaba su nombre.

—¿Morgana? —repitió—. Mi hijo lleva mucho tiempo lejos de Avalón. Llévalo a pasear; pasad el día en la orilla, si queréis. Por hoy estás libre de obligaciones. Recuerdo que cuando erais niños os gustaba mucho caminar por la orilla del lago. Esta noche cenarás con Merlín, Galahad, y te alojarás entre los jóvenes sacerdotes que no han hecho voto de silencio. Y mañana, si aún lo deseas, podrás partir con mi bendición.

Galahad le hizo una profunda reverencia y ambos salieron. El sol estaba alto: Morgana cayó en la cuenta de que había faltado a las salutaciones del amanecer, aunque con permiso de la Dama.

—Iré a la cocina —dijo— en busca de un poco de pan para llevar. Podemos ir a cazar aves acuáticas, si quieres. ¿Te gusta cazar?

Él asintió, sonriente.

—Tal vez mi madre se ablande un poco si le obsequio algunas aves. Me gustaría hacer las paces con ella. Sigue siendo temible cuando se enfada. Pero no tendría que hablar así de ella; veo que la tratas con devoción.

—Le soy tan devota como a una madre adoptiva —dijo Morgana, lentamente.

—Tu madre, si mal no recuerdo, era la esposa del duque de Cornualles y ahora está casada con el Pendragón, ¿verdad?

Ella asintió. Apenas recordaba ya a Igraine; a veces le parecía que llevaba mucho tiempo sin madre. Había aprendido a vivir sin más madre que la Diosa.

—Hace mucho tiempo que no la veo.

—Vi a la reina una sola vez, desde lejos. Es muy hermosa, pero también parece fría y distante. —Lanzarote dejó escapar una risa inquieta—. No sé mucho de mujeres. Tampoco tú eres como las que he tratado.

Morgana sintió que se ruborizaba.

—Soy sacerdotisa, como tu madre —le recordó en voz baja.

—Ah, pero tan diferente de ella como el día de la noche. Ella es grandiosa, terrible y bella; sólo es posible amarla, adorarla y temerla. Tú eres de carne y hueso, muy real, pese a todos los misterios que te rodean. Aunque vistas como sacerdotisa y parezcas una de ellas, cuando te miro a los ojos veo una mujer real a la que podría tocar.

Reía con apasionamiento. Ella le dio las manos y rió también.

—Oh, sí, soy real, tan real como el suelo que pisas o los pájaros posados en ese árbol.

Caminaron juntos hasta la orilla del agua. Morgana lo condujo por un pequeño sendero, evitando los bordes del camino de las procesiones.

—¿Este lugar es sagrado? —preguntó Lanzarote—. ¿Está prohibido escalar el Tozal a quien no sea sacerdotisa o druida?

—Sólo en las grandes fiestas. Y puedes ir conmigo. Ahora no hay nadie en el Tozal, salvo ovejas pastando. ¿Quieres escalarlo?

—Sí —dijo él—. Recuerdo haber subido una vez, cuando era niño. Creía que estaba prohibido y que me castigarían si alguien me veía. Aún recuerdo el panorama desde lo alto. Me pregunto si realmente será tan grande como lo vi entonces.

—Podemos ir por el camino de las procesiones, si quieres. No es muy empinado, pero sí más largo, pues sube dando vueltas a la montaña.

—No —resolvió él—. Me gustaría trepar directamente por la pendiente… pero ¿no es demasiado larga y empinada para una muchacha? ¿Podrás arreglártelas con esa falda?

Ella le dijo, riendo, que había subido muchas veces.

—En cuanto a la falda, estoy habituada a ella —explicó—. Pero si me estorba no vacilaré en recogerla por encima de las rodillas.

La sonrisa de Lanzarote fue lenta y deliciosa.

—Casi todas las mujeres que conozco son demasiado pudorosas para enseñar las piernas.

Morgana enrojeció.

—Nunca pensé que el pudor tuviera mucho que ver con descubrir las piernas para escalar. Sé que eso dicen los curas cristianos, pero es como si pensaran que el cuerpo humano no es obra de Dios, sino de algún demonio, y que nadie puede ver la carne de una mujer sin enloquecer por poseerla.

Vio que él apartaba la vista y comprendió con placer que, bajo su aparente aplomo, aún era tímido. Iniciaron juntos el ascenso. Morgana, a quien correr y caminar habían hecho fuerte y resistente, marcó un paso que lo dejó atónito; después de un rato se le hizo difícil seguirla. Hacia la mitad de la cuesta Morgana se detuvo; le daba verdadera satisfacción oírlo jadear mientras ella respiraba con facilidad. Sujetó el borde de la falda a la cintura, de manera que ésta sólo le cubría hasta las rodillas, y continuó Por la parte más rocosa y empinada de la cuesta. Hasta entonces nunca había vacilado en descubrir las piernas, pero ahora, sabiendo que él la estaba mirando, no pudo dejar de recordar que las tenía fuertes y bien torneadas. ¿La consideraría impúdica después de todo?

Al llegar arriba se sentó a la sombra del círculo de piedras. Poco después él asomó por el borde y se dejó caer, jadeante. Cuando pudo volver a hablar le dijo:

—Supongo que cabalgo mucho y no camino lo suficiente, Tú no has perdido el aliento.

—Es que estoy habituada a subir hasta aquí, y no siempre uso el camino de las procesiones —explicó ella.

—Y en la isla de los Sacerdotes ni siquiera se ve la sombra del anillo de piedras —comentó Lanzarote.

—No. En su mundo sólo existen la iglesia y su torre. Si usáramos los oídos del espíritu podríamos oír las campanadas. Aquí son sombras; en su mundo, las sombras somos nosotros.

Lanzarote se estremeció y pareció que una nube hubiera cubierto el sol.

—Y tú, ¿tienes el don de la videncia? ¿Puedes ver a través del velo que separa los mundos?

—Todo el mundo lo tiene —aseveró Morgana—, pero yo he aprendido a usarlo mejor que la mayoría. ¿Te gustaría ver, Galahad?

Él volvió a estremecerse.

—No me llames por ese nombre, prima, te lo ruego.

Ella se echó a reír.

—Vives entre cristianos, pero aún crees, como el pueblo de las hadas, que quien conozca tu verdadero nombre puede mandar sobre tu espíritu. Tú sabes mi nombre, primo. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Lanza?

—Como gustes, salvo por el nombre que me dio mi madre. Su voz aún me asusta cuando lo pronuncia con según que tono. Es como si hubiera mamado el miedo en sus pechos.

Ella le apoyó la punta de los dedos en el entrecejo, el sitio sensible a la videncia, y sopló delicadamente allí. El joven lanzó una exclamación: por encima de ellos, el círculo de piedras pareció fundirse en sombras. Ante ellos se extendía ahora la cima del Tozal, con su pequeña iglesia de adobe al pie de una torre de piedra en la que se veía un ángel toscamente pintado.

Lanzarote se persignó rápidamente al ver que una fila de siluetas grises iba hacia ellos.

—¿Nos ven, Morgana? —Su voz era un susurro áspero.

—Puede que algunos de ellos nos vean como sombras. Pensarán que somos de los suyos o que el sol los ha deslumbrado haciéndoles ver algo que no existe. —Morgana hablaba con voz sofocada, pues acababa de revelar un Misterio que no habría debido mencionar a un no iniciado. Pero nunca en su vida había sentido tal intimidad con nadie.

Y lo oyó cantar delicadamente:

—Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros…

Y mientras musitaba aquella canción, la iglesia se desvaneció y el círculo de piedras volvió a levantarse a su lado.

—Por favor —pidió ella, quedamente—. Es una ofensa a la Gran Diosa cantar eso aquí. El mundo que ella creó no tiene pecados.

—Como quieras. —Lanzarote guardó silencio. Una vez más, la sombra de una nube pasó por su rostro. Su voz era tan musical y dulce que cuando dejó de cantar, ella la echó de menos.

—¿Tocas el arpa, Lanza? Tienes la hermosa voz de los bardos.

—Me enseñaron de pequeño. Después sólo recibí el adiestramiento que corresponde a un caballero. Mi gran amor por la música sólo sirve para que me disgusten los sonidos que emito.

—¿De veras? Los aspirantes a druidas tienen que ser bardos antes de ser sacerdotes, pues la música es una de las claves para entender las leyes del universo.

Él suspiró.

—¡Qué tentación! Sería uno de los pocos motivos para abrazar esa vocación. Pero ¿has visto alguna aldea saqueada por los sajones, Morgana? —Él mismo respondió—: No, claro; vives protegida aquí, fuera del mundo donde suceden esas cosas. Pero yo tengo que pensar en ellas.

Se quedó absorto, como si contemplara cosas horribles.

—Si la guerra es tan mala —observó ella—, ¿por qué no protegerte de ella aquí? Muchos de los ancianos druidas murieron en el último acto mágico que sirvió para apartar este lugar de la profanación, y no tenemos suficientes hijos varones para que los reemplacen.

Él suspiró.

—Si consiguiera que todos los reinos fueran tan apacibles como Avalón, me quedaría con gusto para siempre. Pero no me parece digno de un hombre esconderme mientras otros tienen que sufrir fuera de aquí. No hablemos ahora de esto, Morgana. Déjame olvidarlo por hoy, te lo ruego. He venido en busca de unos días de paz. ¿No me la concedes?

Su voz, musical y grave, tembló un poco. Su dolor hirió tan profundamente a Morgana que por un momento temió echarse a llorar. Le apretó la mano.

—Ven —dijo—. Querías ver el panorama.

Se apartaron del círculo de piedras para contemplar el lago. Alrededor de la isla se extendía el agua refulgente, que ondulaba ligeramente a la luz del sol; otras islas se elevaban en la neblina, difuminadas por la distancia y por el velo mágico que retiraba a Avalón del mundo.

—No muy lejos de aquí —dijo él— existe una antigua fortaleza de las hadas, en la cima de la colina; desde su muralla se pueden ver el Tozal y el lago, y una isla que tiene forma de dragón enroscado… —Hizo un gesto con su bien formada mano.

—Conozco ese lugar —dijo Morgana—. Está en una de las antiguas líneas de poder que cruzan la tierra. Una vez me llevaron allí para que percibiera las energías terrestres. El pueblo de las hadas sabía de esas cosas; yo las percibo un poco, siento el cosquilleo de la tierra y del aire. ¿Y tú? Siendo hijo de Viviana tienes la misma sangre.

Él comentó en voz baja:

—Aquí, en esta isla mágica, resulta fácil sentir el cosquilleo de poder en el aire y en la tierra.

—Apartó la mirada y se desperezó con un bostezo—. La escalada debe de haberme fatigado más de lo que esperaba; además, he pasado gran parte de la noche cabalgando. Me gustaría sentarme al sol y comer un poco de ese pan que trajiste.

Morgana lo condujo hasta el centro mismo del círculo de piedras, pensando que, si tenía alguna sensibilidad, no dejaría de captar aquel gran poder.

—Acuéstate en la tierra y ella te llenará de energías —dijo mientras le entregaba un pedazo de pan bien untado de mantequilla y miel. Comieron lentamente. Él le cogió la mano, juguetón, para chuparle un poquito de miel de los dedos.

—Qué dulce eres, prima —rió.

Ella sintió que todo su cuerpo cobraba vida ante el contacto. Le cogió la mano para devolver el gesto, pero de pronto se la soltó como si quemara: lo que para él era sólo un juego para ella no lo sería jamás. Le volvió la espalda, escondiendo en la hierba la cara ardiente. El poder de la tierra parecía correr por ella, colmándola con la energía de la misma Diosa.

—Eres hijo de la Diosa —dijo por fin—. ¿No sabes nada de sus Misterios?

Muy poco, aunque mi padre me contó una vez cómo fui concebido: soy hijo del Gran Matrimonio entre el rey y la tierra. Por eso tendría que ser leal al suelo de Britania, que es mi madre y mi padre. —De pronto la miró a la cara—. Tú eres como la Diosa de este lugar. Sé que en el culto antiguo, hombres y mujeres se unen bajo su poder, aunque los sacerdotes querrían prohibirlo, así como preferirían derribar todas las piedras antiguas como éstas y las de Karnak. Ya lo han intentado, pero la tarea es muy grande.

—La Diosa lo impedirá —se limitó a decir Morgana.

—Tal vez. —Lanzarote alzó una mano para tocarle la media luna azul de la frente—. Éste es el punto donde me tocaste para hacerme ver el otro mundo. ¿Tiene algo que ver con la videncia, Morgana, o es otro de esos Misterios de los que no puedes hablar? Bueno, no te lo preguntaré. Pero siento como si hubiera sido llevado a una de las antiguas fortalezas de las hadas donde, según dicen, pueden pasar cien años en una sola noche.

—No tanto —corrigió Morgana riendo—, aunque es cierto que allí el tiempo transcurre de otro modo. Pero dicen que algunos de los bardos aún pueden ir y venir entre el mundo y el país de los duendes. Se ha adentrado en las brumas más que Avalón, eso es todo. —Y al hablar se estremeció.

—Tal vez —dijo Lanzarote—, cuando vuelva al mundo real los sajones habrán desaparecido, definitivamente derrotados.

—¿Y llorarás por no tener ya motivos para vivir?

Él cabeceó, riendo, sin soltarle la mano. Al poco rato dijo en voz baja:

—¿Has ido a los fuegos de Beltane para servir a la Diosa?

—No —respondió Morgana con voz queda—. Seré virgen mientras la Diosa lo desee; lo más probable es que se me reserve para el Gran Matrimonio.

Inclinó la cabeza, dejando que el pelo le cayera sobre la cara. Ante él era tímida, como si lo creyera capaz de leerle el pensamiento y adivinar el deseo que la invadía. ¿Estaría dispuesta a abandonar su virginidad si él se lo pedía? Hasta entonces la prohibición nunca le había resultado penosa; ahora era como si entre los dos se interpusiera una espada de fuego. Hubo un largo silencio, y mientras, tanto las nubes pasaban delante del sol proyectando sus sombras; no se oía más que el zumbido de pequeños insectos en la hierba. Por fin Lanzarote la acercó a él para depositar un beso suave, que ardió como fuego, en la media luna de su frente. Su voz sonó suave e intensa.

BOOK: Las nieblas de Avalón
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