Igraine, sin sorprenderse, levantó la mirada hacia la silueta vestida de azul que estaba a su lado. Aunque el rostro era muy diferente, aunque usaba un extraño tocado, alto y coronado de serpientes, y más serpientes de oro ciñéndole los brazos, sus ojos eran los de Uther Pendragón.
El viento se tornó frío en la alta planicie, donde el círculo de piedra aguardaba el sol. Igraine nunca había visto con sus ojos físicos el templo del Sol de Salisbury, pues los druidas no se acercaban a él. ¿Quién podía venerar a los dioses Mayores, objetaban, en un templo construido por manos humanas? Por eso celebraban sus ritos en bosquecillos plantados por la mano de los dioses. Pero Viviana le había hablado de aquel templo, calculado con tanta exactitud, por medio de artes hoy perdidas, que aun quienes no conocieran el secreto de los sacerdotes podían determinar cuándo se producirían los eclipses y seguir los movimientos de estrellas y estaciones.
Igraine supo que, a su lado, Uther (¿era realmente Uther aquel hombre alto, con vestimenta sacerdotal, ahogado siglos atrás en una tierra que ya era leyenda?) miraba hacia el oeste, hacia el firmamento en llamas.
—Así que al fin ha sucedido como nos lo anunciaron —dijo, poniéndole un brazo en los hombros—. Hasta ahora no lo creía del todo, Morgana.
Por un momento Igraine, esposa de Gorlois, se preguntó por qué aquel hombre la llamaba con el nombre de su hija, pero mientras se formulaba mentalmente la pregunta supo que Morgana no era un nombre, sino el título de una sacerdotisa; significaba simplemente «mujer llegada del mar», en una religión que incluso Merlín de Britania habría considerado legendaria, casi la sombra de una leyenda.
Se oyó a sí misma decir, sin voluntad de hacerlo:
—A mí también me parecía imposible que Lyonnesse, Ahtarrath y Ruta cayeran y desaparecieran como si nunca hubiesen existido. ¿Crees posible que los dioses estén castigando a la tierra de los atlantes por sus pecados?
—No creo que los dioses obren así —dijo el hombre a su lado—. Más allá del océano que conocemos, la tierra también tiembla. Aunque los pueblos de la Atlántida hablaban de las tierras perdidas de Mu e Hy-Brasil, sé que en el mayor de los océanos, más allá del crepúsculo, la tierra tiembla y las islas surgen y desaparecen, aunque sus habitantes no saben de pecados. Y si los dioses de la Tierra desatan su venganza contra pecadores e inocentes por igual, entonces esta destrucción no puede ser castigo por los pecados, sino que está dentro de la naturaleza. No sé si esta destrucción tiene un propósito o si la tierra aún no está asentada en su forma definitiva, así como los hombres y las mujeres aún no somos perfectos. Quizá la tierra también se esfuerza por evolucionar y perfeccionarse. No lo sé, Morgana. Estos asuntos corresponden a los más Iniciados. Sólo sé que hemos traído de allí los secretos de los templos, aunque se nos hizo jurar que no lo haríamos. Eso nos hace perjuros.
Ella se estremeció.
—¡Pero si los sacerdotes nos indicaron que lo hiciéramos!
—Ningún sacerdote puede absolvernos por haber faltado a nuestro juramento, pues la palabra dada a los dioses resuena hasta el fin de los tiempos. Y pagaremos por ello. Porque no era justo que todo el conocimiento de nuestros templos se perdiera bajo el mar, se nos encomendó llevarlo lejos, con plena conciencia de que sufriríamos, vida tras vida, por haber faltado a nuestro voto. Así tenía que ser, hermana mía.
—¿Por qué tenemos que ser castigados más allá de esta vida por lo que se nos encomendó hacer? —protestó ella, resentida—. ¿Acaso los sacerdotes consideraron justo que sufriéramos por haber obedecido?
—No, pero recuerda el juramento que pronunciamos. Lo que juramos en un templo ahora sepultado por el mar donde el gran Orion no volverá a gobernar. —Al hombre se le quebró la voz—. Juramos compartir su sino, el sino de quien robó el fuego a los dioses para que el hombre no viviera en la oscuridad. De ese don surgió un gran bien, pero también grandes males, pues el hombre aprendió el mal uso y la perversidad. Y así, quien robó el fuego, reverenciado en todos los templos por llevar la luz a la humanidad, sufre encadenado para siempre, con un buitre devorándole las entrañas. Son misterios. El hombre sólo puede obedecer ciegamente a los sacerdotes y sus leyes, viviendo en la ignorancia, o desobedecer a conciencia y soportar los sufrimientos de la Rueda de las reencarnaciones. Y mira… —Señaló hacia arriba, donde se mecía la figura del Mayor de los dioses, con las tres estrellas de la pureza, la rectitud y el albedrío en el cinturón—.
Continúa allí, aunque su templo haya desaparecido.
Y nosotros le hemos construido aquí un templo nuevo, para que su sabiduría no perezca.
La rodeó con un brazo; ella estaba sollozando. Le alzó bruscamente la cara para besarla; también sus labios tenían el gusto salado de las lágrimas.
—No me arrepiento —continuó él—. En el templo nos dicen que el verdadero gozo se encuentra sólo al liberarse de la Rueda, que es muerte y renacimiento. No obstante, amo la vida en esta tierra, Morgana. Y a ti, con un amor más poderoso que la muerte. Si el pecado es el precio de nuestra unión, vida tras vida a lo largo de los siglos, pecaré gozosamente y sin arrepentirme, para regresar a ti, amada mía.
En toda su vida Igraine no había conocido un beso como aquél; aunque apasionado, parecía que cierta esencia superior a la simple lascivia los ataba el uno al otro. En aquel momento la invadió el recuerdo de la primera vez que había visto a aquel hombre, el recuerdo de la ciudad de la Serpiente, de las grandes columnas de mármol y de las escaleras doradas del gran templo de Orion, donde ambos habían morado desde pequeños y donde se les había unido en el fuego sagrado, para no separarse mientras vivieran. Pero lo que acababan de hacer los uniría también más allá de la muerte.
—Amo esta tierra —repitió él con violencia—. Henos aquí, donde los templos no se hacen con plata, oro y oricalco, sino con toscas piedras. Sin embargo, amo esta tierra hasta tal punto que de buena gana daría la vida para mantenerla fuera de peligro, esta fría tierra donde el sol no brilla nunca…
Y se estremeció bajo el manto. Pero Igraine le hizo dar la espalda a los fuegos moribundos de la Atlántida.
—Mira hacia el este —le dijo—. Cuando la luz se apaga en el oeste, en Oriente siempre hay una promesa de renacimiento.
Y se abrazaron ante el fulgor del sol, que se alzaba tras la silueta de la gran piedra. El hombre susurró.
—Éste es, en verdad, el gran ciclo de la vida y la muerte. —Y mientras hablaba la estrechó contra sí—. Llegará un día en que la gente olvidará; entonces esto será sólo un círculo de piedras. Pero yo recordaré y volveré a ti, amada mía. Lo juro.
Entonces se oyó la voz de Merlín que decía en tono lúgubre: «Ten cuidado con lo que pides al rezar, pues ciertamente te será concedido.»
Y volvió el silencio. Igraine se encontró desnuda, envuelta sólo en la capa, acurrucada frente a las cenizas frías del hogar, en su alojamiento. Y Gorlois roncaba delicadamente en la cama.
Estremecida y helada hasta los huesos, se arrebujó en la capa y volvió a la cama, buscando algunos restos de calor. Morgana. Morgana. ¿Habría dado ese nombre a su hija porque ella misma lo llevó en otro tiempo? ¿Era sólo un absurdo sueño enviado por Merlín para persuadirla de que había conocido a Uther Pendragón en una vida anterior?
Pero no podía ser un sueño; los sueños eran confusos y extraños, un mundo donde todo es absurdo e ilusorio. De algún modo había llegado al país de la Verdad, adonde va el alma cuando el cuerpo está en otra parte; de algún modo se había llevado de allí, no un sueño, sino un recuerdo.
Una cosa, al menos, era obvia: si Uther y ella se habían conocido y amado en otro tiempo, ahora se explicaba por qué le inspiraba tal sensación de familiaridad. Recordó la ternura con que le había secado las lágrimas con su velo, pensando: «Sí, siempre fue así: impulsivo, juvenil, precipitándose para ir tras lo que desea, sin sopesar el coste.»
¿Sería posible que, generaciones atrás, hubieran llevado a esta tierra los secretos de una sabiduría recientemente desaparecida, incurriendo juntos en un castigo por haber faltado al juramento?
«¿Castigo?» Supuestamente, la reencarnación era el castigo, la vida en un cuerpo humano antes de la paz infinita. Curvó los labios en una sonrisa, pensando: «Vivir en este cuerpo, ¿es castigo o recompensa?» Pues el súbito despertar de su cuerpo en brazos del hombre que era, o sería, o fue una vez, Uther Pendragón, le hacía pensar que, dijeran los sacerdotes lo que dijesen, vivir, naciendo o renaciendo, en su cuerpo, era recompensa suficiente.
Se acurrucó bajo las mantas, ya sin sueño, y sonrió en la oscuridad. Así que Viviana y Merlín sabían que estaba ligada a Uther por un vínculo tan poderoso que hacía de su atadura a Gorlois algo superficial y momentáneo. Que ambos se habían entregado al destino de esta tierra muchas vidas atrás, al hundirse el templo antiguo. Y ahora, porque los Misterios estaban nuevamente amenazados, esta vez por hordas de bárbaros y hombres salvajes del norte, volvían a unirse.
«En esta vida no soy sacerdotisa. Pero sigo siendo una hija obediente de mi destino, como tienen que serlo todos los seres humanos. Y para sacerdotes y sacerdotisas no hay vínculos matrimoniales. Se dan a sí mismos como deben, según la voluntad de los dioses, para engendrar a los que son cruciales para el futuro de la humanidad.»
Pensó en la Rueda, a la que los campesinos llaman el Carro o la Osa mayor, la gran constelación que simbolizaba, en su ir y venir la interminable Rueda del nacimiento, la muerte y el renacer. Y el Gigante que recorre el cielo a grandes pasos, con la espada al cinto… Por un momento, Igraine creyó ver al héroe que llegaría, con una gran espada de conquistador en la mano. Los sacerdotes de la isla Sagrada se asegurarían de que tuviera una espada legendaria.
Gorlois, a su lado, se removió buscándola, y ella acudió a sus brazos como buena esposa. Su repugnancia se había convertido en piedad y ternura; ya no temía concebir ese hijo suyo no deseado. No era su destino. ¡Pobre hombre condenado, sin ningún papel en aquel misterio! Era uno de los que sólo nace una vez o, en todo caso, no recordaba. Igraine se alegró de que tuviera el consuelo de su sencilla religión.
Más tarde, cuando se levantaron, se descubrió cantando. Gorlois la observaba con curiosidad.
—Pareces repuesta —comentó.
—Claro que sí —confirmó ella, sonriendo—. Nunca me he encontrado mejor.
—Veo que el remedio de Merlín te hizo bien.
Y ella sonrió sin responder.
D
urante varios días no se habló de otra cosa en la ciudad: Lot de Orkney se había retirado para volver al norte. Se temía que eso retrasara la elección final pero, apenas tres días después, Gorlois volvió al alojamiento diciendo que el consejo había cumplido el deseo de Ambrosio, como era su deber desde un principio: Uther Pendragón era el escogido para gobernar sobre toda Britania, como gran rey entre los reyes del país.
—Pero ¿qué pasará con el norte? —preguntó ella.
—Tendrá que llegar a un acuerdo con Lot o combatirlo —dijo Gorlois—. Aunque Uther no me gusta, es nuestro mejor guerrero. Lot no me inspira miedo y estoy seguro de que tampoco a Uther.
Igraine sintió la antigua agitación de la videncia, segura de que Lot desempeñaría un gran papel en los años venideros, pero no dijo nada; su esposo había dejado muy claro que no le gustaba oírla hablar de asuntos de hombres; además, prefería no reñir con un hombre condenado en el poco tiempo que le restaba.
—Veo que tu vestido nuevo está terminado. Si quieres, podrás lucirlo cuando Uther sea coronado en la iglesia; después dará audiencia a todos sus hombres y a sus esposas antes de volver al oeste para que lo nombren rey. Por su estandarte le han dado el nombre de Pendragón, «el mayor de los dragones»; allí tienen un rito supersticioso sobre los dragones y la corona…
—El dragón equivale a la serpiente —explicó Igraine—: es un símbolo druídico de la sabiduría.
Gorlois frunció el entrecejo, disgustado, y dijo que le irritaban esos símbolos en un país cristiano.
—La unción de un obispo tendría que ser suficiente para ellos.
—Pero no todos los pueblos están preparados para los Misterios superiores —adujo ella. Así se lo habían enseñado de niña en la isla Sagrada y, desde que soñara con la Atlántida, tenía la sensación de que todo lo aprendido sobre los Misterios, todo lo que creía olvidado, asumía otra importancia y mayor profundidad en su mente—. Los sabios saben que no hay necesidad de símbolos, pero la gente corriente del campo necesita dragones voladores en una coronación, así como necesitan de las fogatas de Beltane y del gran matrimonio que casa al rey con el país…
—Esas cosas están prohibidas a los cristianos —dijo Gorlois adusto—. Así lo ha dicho el Apóstol. No me sorprendería que el impío de Uther se enredara en esos lascivos ritos paganos, satisfaciendo la estupidez de los ignorantes. ¡Ojalá haya algún día en Britania un gran rey que se atenga sólo a los ritos cristianos!
Igraine dijo con una sonrisa:
—No creo que ninguno de nosotros llegue a ver ese día, esposo mío. Incluso ese Apóstol de tus libros sagrados escribió que la leche es para los bebés y la carne para los hombres fuertes; la gente corriente, los que sólo han nacido una vez, necesitan sus manantiales sagrados, sus guirnaldas primaverales y sus danzas rituales.
—Hasta el diablo puede citar mal las palabras divinas —dijo Gorlois, aunque sin enfado—. Tal vez el Apóstol quiso decir eso al afirmar que las mujeres tenían que guardar silencio en las iglesias, pues son propensas a caer en esos errores. Cuando seas mayor y más sabia, Igraine, lo comprenderás. Mientras tanto, puedes acicalarte tanto como desees para el oficio eclesiástico y los festejos posteriores.
Igraine se puso el vestido nuevo y se cepilló el cabello hasta que brilló como el cobre pulido. Cuando se miró en el espejo de plata que le había llevado Gorlois se preguntó, con un súbito ataque de abatimiento, si Uther repararía en ella. Era hermosa, sí, pero había otras mujeres igualmente hermosas y más jóvenes; ¿cómo iba a quererla a ella, anciana y usada?
En la iglesia observó con atención la larga ceremonia en la que el obispo tomaba juramento a Uther y le ungía. Por una vez los salmos no eran dolientes, sino gozosas alabanzas, y las campanas no tañían airadas, sino jubilosas. Después se sirvieron manjares y vino; entre grandes ceremonias, uno a uno, los jefes guerreros de Ambrosio juraron fidelidad a Uther.