Pero al día siguiente, mientras desayunaban, él habló bruscamente.
—¿No te extraña que haya regresado tan repentinamente, Igraine?
Tras la noche pasada, ella se sentía confiada y le sonrió.
—¿Cómo cuestionar la fortuna que me devuelve a mi esposo tras un año de ausencia? Espero que se deba a que las costas están libres de sajones y nuevamente en manos britanas.
Él sonrió con aire distraído. Luego la sonrisa desapareció.
—Ambrosio Aureliano está agonizando. La vieja águila se irá pronto y no hay ningún aguilucho que vuele en su lugar. Todos los reyes britanos han sido convocados para reunirse en Londínium, a fin de elegir al gran rey y jefe guerrero; yo también he de ir. Será una gran reunión, Igraine, y muchos de los duques y reyes llevarán a sus esposas. ¿Querrías acompañarme?
—¿A Londínium?
—Sí, si te atreves a hacer un viaje tan largo y a separarte de la niña. Preferiría no volver a separarme de ti, ni siquiera durante unos días.
«Tienes que ingeniártelas para ir a Londínium con él», había dicho Viviana. Y ahora resultaba innecesario pedirlo. Igraine tuvo una súbita sensación de pánico, como si montara un caballo desbocado. Para disimular su confusión bebió un sorbo de cerveza.
—Iré, si así lo deseas.
Dos días después iban camino del este, rumbo a Londínium y al campamento de Uther Pendragón y del moribundo Ambrosio, para la elección del gran rey.
A media tarde llegaron a la vía romana, lo cual les permitió viajar con más celeridad, y aquel mismo día divisaron las afueras de Londínium. Igraine nunca había imaginado que en un mismo lugar pudieran reunirse tantas casas; por un momento se sintió sofocada.
—Pasaremos esta noche en la casa de uno de mis soldados —dijo Gorlois— y mañana nos presentaremos en la corte de Ambrosio.
Aquella noche, sentados ante el fuego, ella le preguntó:
—¿Quién crees que va a ser el próximo gran rey?
—¿Qué puede importarle a una mujer quién gobierne?
Igraine le sonrió de soslayo.
—Aunque sea mujer, Gorlois, tengo que vivir en esta tierra. Y me gustaría saber a qué tipo de hombre seguirá mi esposo, en la paz y en la guerra.
—¡Paz! ¿Qué paz puede haber, con tantos pueblos salvajes como vienen a nuestras ricas costas? Tenemos que unir todas nuestras fuerzas para defendernos. Son muchos los que querrían lucir la capa de Ambrosio. Lot de Orkney, por ejemplo; hombre rudo, pero digno de confianza, jefe enérgico y buen estratega. Pero aún está soltero y no tiene descendencia. Es joven para ser gran rey pero, de esa edad, es el hombre más ambicioso que he conocido. Y Uriens, de Gales del norte. No tiene problemas de descendencia, pues ya tiene hijos varones, pero carece de imaginación: quiere hacerlo todo como se hizo siempre; dice que, si funcionó una vez, volverá a funcionar. Y sospecho que no es buen cristiano.
—¿A cuál elegirías tu?
Él suspiró.
—A ninguno. He seguido a Ambrosio toda mi vida y seguiré a quien él haya escogido. Es una cuestión de honor, y el hombre de Ambrosio es Uther. No hay más que decir, aunque Uther no me guste. Es un libertino, con diez o doce bastardos Ninguna mujer está segura cerca de él. Va a misa porque lo hace el ejército y porque es lo apropiado. Prefiero un pagano sincero a un cristiano que lo es sólo por el provecho que de ello puede sacar.
—Sin embargo, lo respaldarás.
—Oh, sí. Es muy buen militar y los hombres lo seguirían hasta el infierno si fuera preciso. No escatima esfuerzos para hacerse querer por el ejército. Tiene mucho talento e imaginación. Consiguió un acuerdo con las tropas del tratado y este otoño logró que combatieran junto a nosotros. Sí, lo apoyaré. Pero eso no significa que me guste.
Mientras escuchaba, Igraine se dijo que Gorlois había revelado más sobre sí mismo que sobre los otros candidatos a gran rey. Por fin dijo:
—¿Nunca has pensado…? Eres el duque de Cornualles y Ambrosio os aprecia. ¿No podrías ser el elegido?
—Creedme, Igraine: no quiero la corona. ¿Deseas ser reina?
—No lo rechazaría —respondió recordando la profecía de Merlín.
—Lo dices porque eres demasiado joven para entender lo que eso significa —aseveró Gorlois con una sonrisa—. En otros tiempos, cuando era más joven… pero no quiero pasarme el resto de la vida combatiendo. Y para el gran rey no hay paz, aun cuando los enemigos abandonen nuestras costas, porque entonces comienzan a guerrear sus amigos, aunque sólo sea por sus favores. No, no habrá corona para mí. Y cuando tengas mi edad, te alegrarás de ello.
Mientras Gorlois hablaba, Igraine notó un escozor en los ojos. Así pues, aquel duro soldado, el hombre sombrío al que ella había temido, estaba ahora tan cómodo con ella que hasta le revelaba en parte sus anhelos. Deseó con todo su corazón que pudiera pasar sus últimos años al sol, viendo jugar a sus hijos. Pero aun en aquel momento, en el parpadeo del fuego, creía ver la sombra ominosa de la fatalidad que le seguía.
Aquella noche apenas durmió, dando vueltas y vueltas en la cama extraña, oyendo la serena respiración de Gorlois. Hacia la mañana cayó en un sueño inquieto; soñó con un mundo entre brumas, con la costa de la isla Sagrada, que retrocedía más y más entre la niebla. Le parecía ir remando en una barca, exhausta, buscando la isla de Avalón. Pero aunque la costa le era familiar, en el templo de su sueño no estaba la Diosa sino que se elevaba un crucifijo, y un coro de monjas cristianas vestidas de negro cantaba uno de esos himnos dolientes. Despertó llorando con angustia. Al incorporarse, oyó por doquier el tañido de campanas de iglesia.
Gorlois también se irguió.
—Es la iglesia en la que Ambrosio oye misa. Vístete pronto Igraine, e iremos juntos.
Mientras ella se ceñía un corselete de seda, por encima de la sobreveste de lino, un servidor desconocido llamó a la puerta pidiendo hablar con la señora Igraine, esposa del duque de Cornualles. Cuando le hizo la reverencia, recordó haberlo visto años antes, guiando la barca de Viviana. Al acordarse de su sueño, notó un escalofrío.
—Vuestra hermana os envía esto de parte de Merlín —dijo—; con la recomendación de que lo uséis y recordéis vuestra promesa. Nada más. —Y le entregó un paquete pequeño, envuelto en seda.
—¿Qué es, Igraine? —preguntó Gorlois, acercándose desde atrás con el entrecejo fruncido—. ¿Quién te envía regalos? ¿Reconoces al mensajero?
—Es uno de los hombres de mi hermana, de la isla de Avalón —explicó ella.
Iba a desenvolver el regalo, pero Gorlois se lo quitó con rudeza, diciendo:
—Mi esposa no recibe regalos de mensajeros que me son desconocidos.
Igraine abrió la boca, indignada; su reciente ternura desapareció en un solo instante.
—Vaya, es la piedra azul que llevabas cuando nos casamos —comentó él, intrigado—. ¿De qué promesa se trata? ¿Cómo llegó esta piedra a manos de tu hermana, si en verdad es ella quien la envía?
La joven aguzó el ingenio para mentir deliberadamente por primera vez en su vida.
—Cuando mi hermana vino de visita, le di la piedra y la cadena para que hiciera arreglar el cierre en Avalón. Y la promesa de que hablaba es cuidar mejor de mis joyas. ¿Me devolverás ahora el collar, esposo mío?
Él le entregó la piedra lunar, ceñudo.
—Tengo artesanos que lo habrían compuesto sin sermonearte, tu hermana ya no tiene derecho a hacerte reproches. Tienes que comportarte como una mujer adulta, depender menos de tu hogar.
—Bueno, ahora he recibido dos sermones —replicó Igraine mientras se abrochaba la cadena—. Uno de mi hermana y otro de mi esposo, como si fuera una niña ignorante.
Aún creía ver, sobre la cabeza de Gorlois, la sombra de su muerte, el temido fantasma de los condenados. De pronto pidió con fervor no haber concebido un hijo suyo, no gestar el vástago de un hombre condenado. Sintió un frío glacial.
—No te enfades conmigo, Igraine —dijo Gorlois acariciándole el pelo—. Trataré de recordar que ya no eres una criatura de quince años, sino una mujer de diecinueve. Ven. Tenemos que prepararnos para la misa del rey.
La iglesia era pequeña y modesta; dentro, en el interior frío y húmedo, se habían encendido las lámparas. Igraine se alegró de haberse puesto la gruesa capa de lana.
—¿Está el rey aquí? —preguntó.
—Acaba de entrar: está en aquel asiento, delante del altar —murmuró Gorlois inclinando la cabeza.
Lo reconoció de inmediato por la oscura capa roja con la que cubría una túnica profusamente bordada y un tahalí cubierto de piedras preciosas. Ambrosio Aureliano parecía tener unos sesenta años; era alto, enjuto y se afeitaba a la manera romana, pero caminaba encorvado, como si tuviera alguna herida interna. Quizá en otros tiempos había sido apuesto; ahora tenía la cara amarilla y arrugada, el bigote caído y el pelo gris. Lo acompañaban dos o tres consejeros o reyes menores: uno que supuso que era Uriens de Gales del norte, y otro más delgado y apuesto, ricamente vestido, con el pelo oscuro y corto, a la manera romana.
Igraine se preguntó si el segundo sería Uther, el compañero y posible heredero de Ambrosio. Durante el largo oficio aquél permaneció junto al rey, siempre atento, aunque Igraine, acostumbrada a leer en las expresiones, vio que no estaba pendiente del servicio ni del sacerdote, sino de sus pensamientos; cuando el envejecido monarca tropezó, el hombre esbelto y moreno le ofreció el brazo. En una ocasión, volvió la cabeza para mirar directamente a Gorlois y sus ojos se encontraron brevemente con los de Igraine. Eran negros, bajo espesas cejas del mismo color, y la joven sintió una repentina repulsa. Si aquél era Uther, no tendría nada que ver con él; una corona era un precio demasiado bajo por estar a su lado. Debía de ser mayor de lo que parecía, pues aquel hombre no aparentaba más de veinticinco años.
Ya iniciado el oficio, se produjo un pequeño alboroto cerca de la puerta. Entró en la iglesia un hombre alto y marcial, ancho de hombros, aunque esbelto, seguido por cuatro o cinco soldados. El cura prosiguió sin alterarse, pero el diácono apartó la mirada de los Evangelios frunciendo el entrecejo. El hombre alto se descubrió la cabeza revelando un pelo claro, ya ralo en la coronilla, y avanzó por entre la congregación. «Oremos», dijo el sacerdote. Al arrodillarse, Igraine vio que el hombre alto y rubio estaba a su lado inclinando la cabeza piadosamente.
No la levantó durante toda la larga ceremonia; incluso cuando la congregación empezó a acercarse al altar para recibir el pan y el vino consagrados, él no se movió. Gorlois tocó a su esposa en el hombro y ella lo acompañó. Los cristianos sostenían que la esposa tenía que seguir en la fe a su marido; si iba mal preparada a la comunión, ese Dios que tenían podía culpar a Gorlois.
Al volver a su asiento vio que el hombre alto levantaba la cabeza. Gorlois lo saludó secamente y continuó su marcha. El hombre miró a Igraine, y por un momento fue como si se riera de ambos; ella se descubrió sonriendo. Luego, ante un ceñudo gesto de censura de Gorlois, fue a arrodillarse mansamente a su lado. Pero notó que el rubio la observaba. A juzgar por su sayo de cuadros, al estilo del norte, debía de ser Lot de Orkney, el que Gorlois consideraba joven y ambicioso. Entre los norteños los había tan rubios como los sajones.
Terminada la bendición, el sacerdote y sus diáconos se retiraron, portando el gran crucifijo y el Libro Santo. Igraine buscó al rey con la mirada. Estaba macilento y cansado y, apoyado pesadamente en el brazo del joven moreno que lo había sostenido durante toda la misa, se volvía ya para abandonar la iglesia.
—Lot de Orkney no pierde tiempo, ¿verdad, mi señor de Cornualles? —comentó el hombre rubio del sayo de cuadros—. No se separa de Ambrosio, siempre dispuesto a servirlo.
«Conque éste no es el duque de Orkney, como yo pensaba», se dijo Igraine.
Su esposo asintió con un gruñido.
—¿Es vuestra señora esposa, Gorlois?
Hosco y de mala gana, Gorlois hizo las presentaciones.
—Igraine, querida mía, he aquí a nuestro duque de guerra: Uther, a quien las Tribus llaman Pendragón, por su estandarte.
Ella le hizo una reverencia, parpadeando asombrada. ¿Aquel hombre desgarbado y rubio como los sajones era Uther Pendragón? ¿Podía ser aquél el cortesano destinado a suceder a Ambrosio? ¿Aquel torpe que entraba interrumpiendo la Santa Misa? El hombre tenía la mirada clavada, no en su cara, sino algo más abajo: en la piedra lunar que pendía sobre su pecho.
Gorlois, que también había reparado en la dirección de su mirada, dijo:
—Tengo que presentar a mi esposa al rey; buenos días os dé Dios, señor.
Y lo dejó sin aguardar más saludo. Cuando estuvieron a cierta distancia comentó:
—No me gustó la manera en que te miraba, Igraine. No es hombre al que deba tratar una mujer decente. Evítalo.
—No me observaba a mí, esposo mío —advirtió ella—, sino la joya que luzco. ¿Ambiciona riquezas?
—Ese hombre lo codicia todo —replicó Gorlois secamente.
Alcanzaron al grupo real caminando tan deprisa que el fino calzado de Igraine tropezaba con las piedras de la calle. Ambrosio, rodeado de sacerdotes y consejeros, tenía el aspecto de un anciano cualquiera que, enfermo, hubiera ido a misa en ayunas: necesitaba comida y un lugar donde sentarse. Caminaba con una mano apoyada en el costado, como para aliviar un dolor. Pero sonrió a Gorlois con sincera cordialidad. Entonces Igraine comprendió por qué toda Britania había abandonado sus rencillas para servirle y arrojar a los sajones.
—Gorlois, ¡qué pronto has vuelto de Cornualles! Tenía pocas esperanzas de verte aquí antes del consejo… o en este mundo. —Su voz sonaba débil y agitada, pero le tendió los brazos al duque de Cornualles, quien lo abrazó con cautela.
—¡Estáis enfermo, señor! ¡Tendríais que haberos quedado en cama!
Ambrosio dijo, con una pequeña sonrisa:
—Pronto tendré que quedarme allí. Y me temo que durante mucho tiempo. Ven a desayunar conmigo, Gorlois, y cuéntame cómo va todo en tu tranquila campiña.
Los dos hombres continuaron la marcha, e Igraine los siguió. Al otro lado del rey caminaba el hombre moreno y delgado, vestido de escarlata: Lot de Orkney. Una vez en su casa e instalado en una silla cómoda, Ambrosio llamó a Igraine con una seña.
—Bienvenida a mi corte, señora Igraine. Me dice tu esposo que eres hija de la isla Sagrada.
—Así es, señor —confirmó tímidamente.