Read Las ilusiones del doctor Faustino Online

Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (42 page)

El marqués, terminado este breve discurso, echó a andar seguido por D. Faustino. Pasaron por un hermoso bosque, y llegaron, por último, a un sitio llano y sin árboles, junto a las mismas tapias que cercan la posesión.

D. Faustino quiso entonces hablar; pero como no juzgaba decoroso tratar de disculparse, ni justo jactarse y gloriarse de la injuria que había hecho, se limitó a decir:

—Costanza es inocente.

—Lo sé —contestó el marqués—; por eso no me vengo de ella, sino de ti.

Midió el marqués los pasos. D. Faustino se puso en un extremo y él en otro.

—¡Ya! —exclamó el marqués no bien montó su pistola y advirtió que el doctor había también montado la suya.

Ambos marcharon el uno contra el otro. El marqués tenía fama de buen tirador, y alguna confianza en su puntería. Por lo mismo, aunque injuriado, sentía remordimiento en la conciencia de abusar de su ventaja, si disparaba desde luego.

Más de la mitad de la distancia que los separaba habían andado ya. Estarían a unos catorce o quince pasos el uno del otro. D. Faustino seguía marchando sin disparar. El instinto de conservación y el recelo de que se le frustrase la venganza conmovieron el corazón del marqués. Conoció que latía su pecho con violencia, y que su pulso agitado hacía que temblase ligeramente su diestra. No pudo contenerse más. El marqués disparó. Al punto advirtió una súbita vacilación en D. Faustino; pero pasó en seguida, y D. Faustino siguió avanzando con firmeza, con la pistola montada y apuntada contra su adversario.

El marqués no se explicaba su falta de tino; pero estaba ya casi seguro de haber dejado ileso al doctor. Del fondo de su alma nacía la desesperación y el abatimiento. Su deber, no obstante, era continuar acercándose a la persona en cuyas manos estaba su vida.

Pronto llegó el doctor junto al marqués. En el rostro del doctor, iluminado por la luna, había una profunda y bella expresión de tristeza; pero aquel rostro era terrible, espantoso para el marqués, en aquel momento.

D. Faustino puso la boca de su pistola casi sobre el pecho del marqués y le miró fijamente. Fue obra de un instante, si bien al marqués le pareció aquel instante un siglo.

El filósofo entonces hubo de pensar a escape en todas sus filosofías. Se había sometido, se había resignado al duelo a muerte, por no hallar medio decoroso, decente y natural de no aceptarle. Pero ya, cumplida la que juzgó extraña y penosa obligación impuesta por la sociedad, y ocasionada por un beso y un abrazo apretadísimo, dados con tan pocas precauciones, ¿qué ganaba D. Faustino en matar a aquel pobre viejo, a quien había hecho horriblemente desgraciado? Tal vez el marqués, imaginaba además el doctor, no le había llevado allí por rencor ni con saña, sino para cumplir con un deber, del que él presumía que estaba pendiente su honra. Todo cumplido, todo consumado ya, acortar la vida de aquel hombre, darle allí la muerte, era una barbaridad inútil. Por otra parte, el doctor, aunque por discurso sabía lo poco que vale la vida, la respetaba por un invencible sentimiento; el atentar contra la de nadie le parecía la mayor de las faltas: le parecía uno de aquellos pecados de que él no sabría absolverse jamás. Tales fueron las ideas que se agolparon en tumulto en su mente.

El doctor tiró lejos de sí la pistola, que se disparó al caer en el suelo, de la manera más inofensiva.

Luego exclamó el doctor:

—¡Ay Dios mío!

Y cayó de espaldas por tierra, como cogido por un desmayo.

El marqués se precipitó a levantarle, y al poner las manos sobre su cuerpo, advirtió que estaba bañado en sangre.

—¡Mi bala le había tocado! ¡Está herido!… La herida tal vez es mortal… Es en el pecho… ¡Maldito sea!…

El marqués, al decir estas frases entrecortadas, no sabía a quién maldecir: no sabía a quién echar la culpa de todo. Él, que medio minuto antes estaba desesperado de no haber herido o muerto a don Faustino, estaba ahora desesperado de haberle herido. Él, que se había previamente complacido en el misterio de aquel lance, se olvidó del misterio y empezó a dar voces pidiendo socorro a sus criados. Como no lo oían, corrió hacia la casa, gritando como un loco:

—¡Pedro! ¡Tomás! ¡Pronto… aquí!

Los criados al cabo acudieron.

D. Faustino había recibido un balazo en el pecho, que le había atravesado, saliendo la bala por la espalda.

El marqués, con ayuda de sus criados, le puso vendas para contener la hemorragia, y le llevó en su coche, a todo galope de sus caballos, desde la quinta a la casa de huéspedes donde moraba.

El marqués hizo llamar al médico de toda su confianza. Vio el médico la herida, y dijo que tal vez no era de peligro, que tal vez no era mortal; que la bala había entrado por el lado derecho, que sin ahondar había pasado de través y que acaso no había tocado el pulmón ni roto ningún vaso importante. La pérdida de sangre había sido muchísima; pero esto mismo, aunque debilitaba al enfermo, podría valerle por otra parte, a fin de evitar que sobreviniesen una gran inflamación y mayor calentura.

El marqués de Guadalbarbo, dejando muy encomendado a su médico y al ama de la casa de huéspedes el cuidado del enfermo, se retiró entonces a su casa, con la esperanza de que D. Faustino sanaría pronto.

Como el lector recordará, el marqués había dicho al doctor que creía inocente a Costancita: pero esto lo dijo por orgullo. Él no era ciego, y había visto perfectamente lo ocurrido. Cuando riñó a balazos con el doctor, creía a su mujer tan culpada como al doctor mismo. Por desgracia o por fortuna, hay casos inexplicables en el seno del hogar doméstico. En lo más recóndito y sagrado de dicho hogar ocurren lances, se ofrecen fenómenos psicológicos, que no hay sabio que explique, ni poeta que pinte con todos sus curiosos e indescriptibles pormenores. Ello es que de la entrevista y larga conferencia que en aquella noche tuvo el marqués con Costancita, Costancita salió para él, en su concepto, tan pura, tan inocente, tan impecable como antes. Poco a poco se fueron trocando y modificando los recuerdos del marqués, y las impresiones de sus sentidos ofuscados sufrieron la debida rectificación y razonable enmienda. El abrazo le pareció que había sido menos estrecho: muchísimo menos amante y desmedidamente mucho más respetuoso. La actitud de Costancita se transfiguró en la memoria del marqués, y la vio resistente en lugar de verla rendida, y víctima en lugar de verla cómplice. Los labios del doctor, en la misma tabla o pintura de la memoria del marqués, fueron subiendo poco a poco, desde la boca de Costancita, donde estaban antes, hasta tocar con suma ligereza su frente, de la cual casi no sintieron el calor y la aterciopelada blandura de la blanca tez, sino lo frío e inanimado de algunos ricillos crespos que por allí medio la cubrían o velaban.

El hecho mismo de haber sorprendido a los dos probaba lo impremeditado, lo falto de malicia que todo había sido. A buen seguro que sorprendan nunca los maridos a…, y el marqués se citaba una retahíla de nombres propios de lindas damas, y se gozaba un tanto al considerar la diferencia de destino que había entre él y aquellos otros maridos. Al doctor, a cuya generosidad debía infinito, también le disculpaba un poco. «¡Qué diantres! —se decía allá en sus adentros—. ¡Ella es tan guapa… tan seductora; sin querer! ¡Y el pobrecillo, que debió casarse con ella, es tan desgraciado!». Reducido ya el suceso a proporciones mínimas, el marqués le buscaba causas hasta cierto punto plausibles. El parentesco cercano, los recuerdos poéticos de la primera juventud, un ligero desagravio de las calabazas crueles, recibidas hacía diez y siete años… Luego pensaba en las consecuencias para lo futuro, dado que se salvase la vida del doctor como deseaba, y todo se convertía en una adoración mística, en una idolatría sublime, en un petrarquismo archi-espiritual. Admirábase entonces el marqués de la entereza de su mujer y de su virtud y constancia. Pasaba en revista a todos los adoradores, que le había conocido, y hallaba más de una docena guapísimos, elegantes, primorosos, deseabilísimos… y casi se le saltaban las lágrimas de gozo y gratitud al considerar que a todos los había despreciado ella por amor suyo, haciendo de él uno de los hombres más dignos de envidia que sustenta sobre su corteza este vasto globo que habitamos. Diez y siete años de fidelidad, de virtud a prueba de bomba, eran una garantía de las más sólidas. Pensaba, por último, el marqués en sus hijos, a quienes quería entrañablemente, y se alegraba de poder echar la absolución y la bendición a la hermosa criatura que se los había dado, llevándolos antes en su seno. Exageraba, encarecía la vehemencia y delicadeza de Costancita, y se arrepentía de haber estado tan brutal. Temblaba como un azogado al presumir que ella pudiera enfermar con los disgustos que acababa de darle. Recordaba los cuidados, los mimos, las regaladas dulzuras con que le arrullaba y encantaba siempre Costancita. ¿Cómo romper con ella? ¿Cómo privarse de tanto bien? Se moriría el marqués de pena. Lo que es Costancita, tan pundonorosa, tan llena de orgullo, tan noble, se moriría también de sonrojo. ¿Y por qué no de pena, como él? ¡Si Costancita le amaba!… Cierto que él estaba ya viejecillo y estropeado, pero el alma no envejece, y las mujeres en general, y Costancita singularísimamente, son mil veces más espirituales que los hombres en esto de los amores.

Por medio de tales y de otros parecidos razonamientos, el enojo del marqués fue trocándose en blandura y en indulgencia, y se sintió inclinado a perdonar. Al perdón dado, sucedieron otros razonamientos más amorosos y tiernos aún, y el perdón dado se transformó en perdón pedido. Costancita estuvo magnánima. Perdonó al fin al marqués el que hubiese dudado de ella; y majestuosa, después de dar su perdón, subió de nuevo al pedestal de oro aquella diosa de la castidad, de la hermosura y de la elegancia. El Marqués volvió a encontrarse tan contento, tan dichoso y tan satisfecho como antes.

D. Faustino fue el único que pagó el escote de la función: la única hostia sacrificada en el altar de Himeneo, para hacer más propicio a este dios, e impedir que turbase la felicidad completa de aquella rica, ilustre y aristocrática familia.

XXX

Bodas tristes

Como el doctor no era personaje político, ni poeta popular y conspicuo, pues su grande epopeya estaba por escribir, ni filósofo célebre, porque su sistema estaba siempre preparándose, pocos le conocían en Madrid: no era sujeto de mucho viso. El lance además se había verificado con bastante recato. Así es que ni
La Correspondencia
habló de aquel lance. Las personas que le sabían tenían interés en callarle y le callaron.

Los pocos medio o menos de medio amigos de secretaría o de la sociedad, que estimaban o querían algo a D. Faustino, vinieron a informarse de su salud, y, como se les dijese que el doctor estaba enfermo de cuidado y no se le podía ver, se contentaron con esto y se fueron.

El ama de huéspedes, que quería bien al doctor, porque el doctor estaba amable con ella, aunque era vieja y fea, se mostró dispuesta a cuidarle con el mayor esmero.

El médico se esmeró también, porque el espléndido marqués de Guadalbarbo, su patrono, le recomendó mucho a aquel enfermo.

A poco de llegar D. Faustino a su casa y de meterse en la cama, le entró la fiebre, mas no con tal violencia que perdiese la cabeza.

Durante todo el primer día que se siguió al duelo, el doctor mantuvo firmes sus facultades mentales.

El marqués de Guadalbarbo vino dos veces a verle, y se consoló mucho con las noticias y pronósticos del médico, que fueron favorables.

D. Faustino tuvo, por último, al anochecer de aquel mismo día, una visita muy extraña. Aunque el médico había prohibido con toda severidad que entrase nadie a ver al enfermo, el ama de huéspedes no pudo resistir a las súplicas, y tal vez a los generosos donativos, de una bella dama que se empeñó en ver a D. Faustino, a quien, según aseguró, tenía que comunicar cosas de suma importancia.

—Sr. D. Faustino —dijo el ama de huéspedes, entrando en el cuarto del enfermo—, hay una señora que desea ver a Vd. ¿Le hará a Vd. daño su conversación? ¿Le digo que entre?

—¿Quién es? —preguntó el doctor alborozado, imaginando que Costancita venía a verle.

—Parece francesa —contestó el ama, y esto confirmó más a D. Faustino en que era Costancita.

—¿Ha dicho su nombre? —volvió a preguntar el doctor.

—Sí, señor; se llama doña Etelvina… no sé cuántos; vamos… un apellido de extranjis.

Ya nombre tan novelesco y apellido tan incomunicable hicieron dudar al doctor de que fuese Costancita la visitanta: «pero ¿quién sabe? —pensó entre sí—. ¿Había de dar Costancita su verdadero nombre a esta mujer?». Tan natural reflexión hizo revivir en su ánimo la esperanza de que fuese Costancita.

—Diga Vd. a esa señora que pase adelante —dijo al fin el doctor.

Doña Etelvina no se hizo aguardar ni medio minuto. En torno suyo se difundía una fragancia exquisita a
oppoponax
, que era entonces el perfume más
chic
y de más alta
nouveauté
que destilaba por sus alambiques
the crown perfumery company
de Londres. Su traje, su sombrerillo, sus movimientos y sus modales, todo era o aspiraba a ser distinguido. Se diría que el último figurín de
La Moda Elegante Ilustrada
había tomado humanas proporciones, se había animado por arte mágica, y entraba allí de visita. La cara de doña Etelvina parecía ser linda y graciosa, a pesar o a causa del esmalte de cascarilla y de carmín extendido artísticamente sobre ella. En el borde de los párpados llevaba pintadas unas rayas negras, que hacían más rasgados y brillantes los hermosos y dulces ojos.

Miró el doctor fijamente a doña Etelvina y no la reconoció.

Advirtiéndolo ella, dijo con amistoso desenfado, cuando se fue la pupilera y quedaron solos:

—¡Qué olvidados tiene Vd. a sus amigos, señor D. Faustino! ¿No se acuerda Vd. de mí?

—Perdóneme Vd., señora; pero… francamente… no me acuerdo.

—Yo soy la antigua doncella de la señora marquesa de Guadalbarbo. ¿No se acuerda Vd. ahora de Manolilla?

—¡Ah, sí!…

—He tomado el nombre de Etelvina, porque el de Manolilla era vulgar y prosaico. Serví muchos años a la señora marquesa; me casé con Mr. Mercier, el jefe de su cocina; eminente químico. Luego enviudé, y con los ahorros míos y del difunto, que en paz descanse, dejando la casa de la señora marquesa, he puesto tienda de modas. Ya se conoce que el señor don Faustino es un filósofo, que no se preocupa de estos negocios de
cocodetería
. Si no, ¿cómo había de ignorar quién es la famosa Etelvina Mercier o la Etelvina a secas? En los círculos aristocráticos no hay persona más conocida que yo en el día de hoy. Hago furor. Estoy muy
rechercheé
.

Other books

Calling the Shots by Annie Dalton
Runaway Actress by Victoria Connelly
Down the Rabbit Hole by Juan Pablo Villalobos
The Hidden City by David Eddings


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024