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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (43 page)

—Me alegro, me alegro en el alma. ¿Y qué la trae a Vd. por aquí?

—Vengo a ver a Vd. de parte de mi señora. Ella no puede venir. Sería comprometerse mucho —dijo en voz baja Etelvina o Manolilla.

El doctor nada contestó y exhaló un suspiro. Doña Etelvina prosiguió:

—Aquí traigo una carta para Vd. ¿Podrá Vd. leerla sin fatigarse?

—Sí, —respondió el doctor.

Manolilla entregó la carta, acercó una bujía, y el doctor leyó lo que sigue:

«¡Faustino! Sé tu generosidad. ¡Cuánto tengo que agradecerte! La vida del padre de mis hijos, mi posición en el mundo, mi honra, todo te lo debo. Sin tu generosidad estaría yo viuda y deshonrada, porque el lance y las causas del lance, que así es de esperar que queden en el misterio, se hubieran divulgado entonces, difamándome y difamando el nombre que mis hijos llevan. Si antes te amaba, más te amo hoy. El agradecimiento da más fuerza al amor. Aunque mi marido me ha dicho que no tenga cuidado, le tengo, y envío a Manolilla, única persona de quien me fío, para que me traiga nuevas ciertas de ti. Me es imposible ir yo misma. Importa desvanecer toda sospecha. Lo voy consiguiendo; pero paso tan aventurado pudiera destruir mi obra. No es por egoísmo por lo que procuro disipar los recelos del marqués: es por gratitud. Le debo tanto, es tan bueno, es tan dichoso con mi amor, le haría yo tan desgraciado si le hiciese dudar de él, que la misma bondad de mi corazón me excita al disimulo. Dios me lo perdone. Para ello es menester que, ya que nos amamos, sea este amor más precavido, más misterioso, más callado que hasta aquí, y que sea también de tal suerte que ni tú ni yo tengamos que avergonzarnos de este amor, ni ante el oculto y severo tribunal de nuestra conciencia. Amémonos con el amor purísimo de los ángeles. Impulsada por él te escribo, porque conozco tus nobles sentimientos, considero que estarás inquieto por mí, y quiero tranquilizarte. Dios haga que mi carta sea bálsamo para tu herida. Dios, que ve la pureza de mis intenciones, te dé pronto la salud, como fervorosamente se lo pide tu amantísima prima —
Costanza
».

En efecto, la carta tranquilizó al doctor, que, sobre el dolor físico que le causaba su herida, sentía el dolor de haber dado motivo a un divorcio. No acertaba a explicarse, le parecía un prodigio, que Costancita hubiese desvanecido lo que ella llamaba
sospechas
del marqués. «¿Qué demonio de sospechas —se decía el doctor—, si nos vio, y de resultas de habernos visto, me ha atravesado el cuerpo con una bala?».

Aquí hemos de confesar que el doctor hizo además otra reflexión amarga y egoísta. Al cabo, aunque era bondadoso, era de carne y hueso, como los demás mortales. La reflexión fue: «Verdaderamente, soy el hombre más desgraciado que vive bajo la capa del cielo. Costancita comulga a su marido con ruedas de molino y le hace creer lo increíble y negar el testimonio de sus propios sentidos: pero esta comunión y esta negación llegan tarde para mí. ¡Llegan cuando ya estoy herido!». Al pensar esto, el doctor suspiró con mucha tristeza.

Pronto, no obstante, se mitigó la amargura de aquel pensamiento. El doctor era débil, pero era un bendito. Aunque tenía poca fe, tenía muchísima caridad. Fue un consuelo para él la nueva de que Costancita lo hubiese arreglado todo con su marido.

En cuanto al amor purísimo de los ángeles, que ella le ofrecía, también le pareció cosa de gusto. Para un herido de suma gravedad, desangrado, calenturiento, con horribles dolores, no deja de ser un lenitivo excelente el amar y el ser amado con el amor purísimo de los ángeles.

Doña Etelvina era una mujer de pro, experimentada y prudente. Como todas las mujeres ordinarias, que, yendo de un país atrasado como el nuestro, pasan algunos años en París, o en Londres, o en ambos puntos, doña Etelvina se había hecho insufrible de puro denigradora de su patria, que consideraba tierra de bárbaros, y de puro fanatismo y admiración por los primores y refinamientos ingleses y franceses. Casi todo le parecía
shocking
y grosero en nuestras costumbres. Nuestra lengua no valía para
causer
ni para hacer
esprit
. Hasta de amor se hablaba mejor y con más elegancia en francés o en inglés que en castellano.
I love you
,
je vous aime
, eran frases encantadoras, delicadas, mientras que ¡
te amo
! o ¡
la amo a usted
! tenían un énfasis, una hinchazón, una pompa inaguantables. Doña Etelvina había adquirido estimación desmedida al bienestar material, y a los medios de conseguirle, de modo que a Mr. Mercier, que no se descuidaba antes, le hizo sisar cuatro veces más después del matrimonio. Por último, viéndose ya doña Etelvina tan encumbrada y adiestrada en los trotes del
fashion
y del
dandynismo
, tuvo una idea que le dio sumo tormento. Imaginó que debió y pudo haberse casado con algún conde o por lo menos con algún caballerito principal, y que había hecho una verdadera
mésalliance
casándose con un cocinero. Maldecía a cuantos recordaba que le habían aconsejado que se casase, sosteniendo que la habían hecho
déchoir
, que habían labrado la desgracia de su vida. Cuando se casó, era tan inocente, según decía ella, que no sabía lo que era matrimonio, y por eso se casó con un hombre que le doblaba la edad. Aborrecía la mentira, vicio propio de los pueblos corrompidos como el español, y como aborrecía la mentira decía con la mayor franqueza al infeliz Mr. Mercier que le detestaba, que se avergonzaba de él, y que soñaba con un caballerito, que era lo que le cuadraba a ella. Mr. Mercier, por no matar a palos a su dulce esposa, tomó el recurso de morirse, y pasó a mejor vida. Libre ya doña Etelvina de aquel monstruo, se hizo modista, ínterin llegaba la ocasión de casarse con un conde y hacerse condesa.

A pesar de sus perversas cualidades, doña Etelvina adoraba a Costancita. El método de la franqueza, tan útil para con Mr. Mercier, no debía adoptarse con el marqués de Guadalbarbo, con quien era indispensable cierto disimulo. Doña Etelvina calculó, pues, rápida y fríamente, que aquella carta podría comprometer a su ama; que el doctor podría morirse y la gente hallar la carta entre sus papeles. Sin mortificar al doctor, con tino y discreción notables, le sacó la carta de la marquesa de entre las manos y allí mismo la hizo pedazos menudos. Luego se despidió con mucha finura y cariño del doctor y se largó a la calle. Para que Constancita no tuviese inútiles pesares, fue a verla enseguida; le dio cuenta del cumplimiento de su misión; y le aseguró que el primo estaría bueno y sano en breve.

Todavía estaba lleno el ambiente del perfume del
oppoponax
, cuando entró de nuevo el médico en el cuarto del enfermo.

—Señora doña Candelaria —dijo al ama de huéspedes—, ¿qué peste es ésta? ¿A qué demonio hiede? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Van ustedes a matar a este desgraciado?

Doña Candelaria, apurada por el médico, confesó de plano, y dijo la visita de doña Etelvina, por más que el doctor le hacía señas para que callase.

El médico, que sabía todos los secretos del mundo elegante, se explicó al punto la significación y la razón de aquella visita.

—Bien está —dijo—. Es necesario que nadie entre aquí en adelante, ni con perfumes, ni sin ellos. El enfermo, para su pronto restablecimiento, no debe hablar con nadie ni recibir visitas.

El doctor Calvo, que así se llamaba el médico, era el reverso de la medalla del doctor Faustino en dos o tres puntos capitales. El doctor Calvo no tenía ilusiones de ningún género; era un espíritu prosaico y práctico. En cambio, se parecía al otro doctor en no tener creencias y en ser bueno de alma, a pesar de la falta de fe. El doctor Faustino le inspiró vivas simpatías. Fácilmente adivinó el doctor Calvo la causa del lance y de la herida y se lo guardó todo para su gobierno. Consideró que el marqués de Guadalbarbo, reconciliado ya con su mujer, y sin celos, tendría por una desgracia o al menos por una molestia, por una idea que turbaría su reposo y su buena vida, el que por acaso D. Faustino muriese. Como a nada conducía darle este temor y este disgusto prematuro, ocultó al marqués la gravedad de la herida de D. Faustino. Calculó también el doctor Calvo que ni los marqueses de Guadalbarbo, ni doña Etelvina, ni nadie, habían de cuidar al enfermo, por mucho que por él se interesasen; que la misma pupilera doña Candelaria acabaría por hartarse o tendría que dejarle para acudir a los demás huéspedes, y que el pobre D. Faustino estaba muy expuesto a morir más abandonado que un perro de la calle. Esta consideración le llevó a preguntar a doña Candelaria si sabía qué amigos y parientes tenía D. Faustino.

—Amigos aquí en Madrid… —dijo doña Candelaria—, tiene pocos; no tiene ninguno que pueda llamarse tal. ¡Qué quiere Vd.! Es pobre para vivir entre la gente con quien vive. Si hubiera intimado más con los escribientes, sus compañeros, tendría amigos quizás. Así no los tiene… En punto a parientes… él es un señor muy aristocrático, aunque sin blanca casi. Aquí hay tres o cuatro señores y señoras de título que son sus parientes, pero, según me atrevo a conjeturar, el parentesco no le coge un galgo. D. Faustino está solo en el mundo: no tiene padre, ni madre, ni hermanos. Y como es tan pobretón, bien podemos aplicarle la copia que Vd. sabe.

—No, señora, no la sé: ¿cómo es esa copla?

—La copla canta:

El que no tiene dinero

Con el aire es comparado:

Toditos le huyen el cuerpo,

No les largue un resfriado.

Convencido el doctor Calvo de que se podía aplicar la copla a D. Faustino, preguntó a doña Candelaria si no sabía ella que tuviese aquel caballero persona alguna allegada, allá en su tierra, que por él se interesase. Doña Candelaria contestó entonces que le había oído hablar mucho del administrador de los cuatro terrones que poseía en Villabermeja, a quien llamaba Respetilla, y de un cura del mismo lugar, nombrado el Padre Piñón.

El médico notó bien que lo de Respetilla era apodo, y no halló atinado dirigir un telegrama al Sr. de Respetilla en Villabermeja. El otro nombre le pareció menos extraño y sospechoso, y envió aquella misma noche un telegrama al Sr. Padre Piñón, en Villabermeja, provincia de… avisándole que D. Faustino López de Mendoza estaba enfermo de mucho peligro.

No se había equivocado el doctor Calvo. Desde aquella noche se aumentó la fiebre de D. Faustino. Cuando al otro día se mitigó la fiebre, una debilidad y un atolondramiento grandes embargaban sus sentidos y su mente. La idea de la duración, la percepción del tiempo que pasaba y de los objetos exteriores, y hasta la conciencia de su propio ser y de sus estados sucesivos, empezaron a hacerse confusas y vagas en el espíritu del enfermo.

Cada noche era mayor el recargo de la calentura.

—¿Qué pronostica Vd. del enfermo? —preguntaba doña Candelaria al doctor Calvo con algún interés…

—¿Para qué ocultárselo a Vd., señora? —contestaba el médico—; está de sumo cuidado.

—¿Se salvará?

—¿Qué sé yo?

—¿Cuánto tiempo podremos estar en esta duda?

—Quizás más de veinte días. La inflamación ha producido ya la fiebre
traumática
, y ha atacado además cierta membrana que rodea los pulmones, la cual, por fortuna, creo que no está perforada. Repito que este mal, con el peligro de la muerte, puede durar veinte días; hasta cuatro semanas. Conviene mucho reposo, mucho silencio, dieta rigorosísima, agua de malvas y flor de violeta; las bebidas que han venido de la botica; los cáusticos; en fin, todo lo que he ordenado. Doña Candelaria, Vd. es una excelente mujer. Cuídele Vd. mucho. Vamos a ver si salvamos a este infeliz.

De allí en adelante, cuando la calentura del doctor no era muy intensa, el desfallecimiento, la debilidad le tenía amodorrado. El espíritu, con su actividad independiente, trabajaba en lo interior de su ser, pero con honda confusión y extraordinario desorden.

Tristes pensamientos, melancólicas imágenes cruzaban por el cerebro y poblaban la imaginación de D. Faustino. A veces veía la muerte cercana, como si él se resbalase en el borde de una sima, como si ya fuese cayendo en un abismo obscuro. Por un lado gozaba de amargo deleite al presentir la paz, el sosiego, el aniquilamiento que le aguardaba. Parecíale que se disolvía en un mar infinito; que se unía para siempre con lazo de amor a todos los seres; que la guerra, la lucha, el egoísmo terminaban. Por otro lado, sentía acerbo dolor de ver que se borraban su individualidad y hasta su nombre del libro de la vida. Se le antojaba que se hundía, que se iba a fondo en el piélago de la existencia, sin dejar rastro, ni huella, ni memoria de haber pasado. Toda aquella armonía poética de su alma, todos aquellos conceptos divinos que allí habían germinado, iban a desaparecer, sin despertar eco alguno, sin abrirse y manifestarse a la luz del día. Al caer en el abismo obscuro, veía don Faustino a Costancita, que sonreía graciosamente y le llamaba a sí, y le brindaba con el amor purísimo de los ángeles, de que hablaba su carta. D. Faustino quería asirle la mano para que le detuviese: pero Costancita la retiraba con terror, temiendo que su amante la arrastrase en su caída. Etelvina, entre tanto, bailaba con maravillosa desenvoltura, cantaba cancioncillas francesas muy alegres y se burlaba de todo. El marqués de Guadalbarbo acudía por otra parte exclamando: —¡Qué feliz soy! ¡Mucho me ama Costancita!— D. Faustino envidiaba su felicidad.

Los recuerdos de Villabermeja, de la Nava, de Rosita, de doña Ana, del ama Vicenta, acudían en tumulto en otras ocasiones, a perturbar la mente del doctor, combinándose de mil maneras, a cual más fantástica. La medida que tiene el tiempo en el mundo real escapaba a la comprensión del herido; pero, ya advertía vagamente que había pasado tiempo bastante, cuando creyó percibir, como realidad y no como vana fantasía, que le tomaba la mano, que le miraban con miradas muy tristes y hasta que le decían algunas palabras de consuelo, el Padre Piñón y Respetilla.

Después volvió el letargo; después se hizo más intenso el delirio febril.

La figura de la coya y la imagen de María se confundieron en un solo ser, en un solo espectro, que venía a sentarse a la cabecera de la cama del doctor, que le cuidaba, que le besaba, y que posaba sobre su frente calenturienta una mano suave y amorosa.

Más tarde tuvo el doctor una visión de mayor dulzura y consuelo. Fue como si viese su propia alma, la pura esencia de su ser, que limpia por el dolor de toda mancha, tomaba forma celestial de portentosa hermosura. Era una virgen en la primera flor de su lozana juventud. Sus ojos azules parecían el zafir oriental de serena alborada; su cabellera rubia, oro: su sonrisa, las santas esperanzas de otra vida mejor; su talle esbelto y cimbreante, pimpollo del paraíso; sus mejillas, rosas nacidas en otro clima más apacible y en más genial y grata primavera. El doctor se reconocía a sí propio en aquella visión, en aquella imagen viva. Todos sus ensueños poéticos, que jamás habían adquirido forma adecuada con el ritmo y cadencia del verso y del lenguaje; todo lo sano de su filosofía, exento ya de dudas y de horribles negaciones; toda la virtud de su voluntad, sin vacilación, sin egoísmo y sin incertidumbre; todo se había condensado, había tomado cuerpo, se había determinado en aquel sobrehumano espectro. La virgen, ora fuese ensueño, ora realidad, le miraba con inefable ternura, y don Faustino, como si fuese ella su propia alma, la amaba más que a sí propio, y todos sus pensamientos iban a ponerse en ella.

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