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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (39 page)

Sin embargo, estimulada Costancita por las asiduas pretensiones del general Pérez, concibió una idea de todos los diablos. El marqués no había de echar de su lado al general. Cualquier coqueteo con otro personaje de primera magnitud no haría sino darle picón y entusiasmarle más todavía. El modo de ahuyentar al general y de vengarse de él, humillando su soberbia, era buscarle un rival oscuro, modesto, a quien ella, con su omnipotencia de gran señora, realzaría por medio de una mirada, por el conjuro de un favor. Así remedaría Costancita a Dios mismo, arrojando del encumbrado sitial al poderoso y exaltando al humilde. Costancita se resolvió, pues, a dar aliento a su pobre primo, a sacarle de aquella postración y abatimiento en que se hallaba, a hacerle sentir lo que valía, y a ponérsele como rival y contrario al engreído general, a ver si reventaba de furor al verse suplantado por un empleadillo de catorce mil reales, por poco más de un escribiente. A ella además le parecía que aquel escribiente, aquel empleadillo de catorce mil reales, valía mil veces más por todos estilos que el general Pérez, con todas sus conquistas; y que ella no necesitaba que la gloria y la fama del general Pérez ni de nadie reflejasen en su persona para esclarecerla. Costancita se creía con sobrado esplendor propio para brillar por sí y para iluminar, hermosear y ensalzar cuanto se le acercase.

XXIX

A secreto agravio secreta venganza

El marqués de Guadalbarbo estaba cada día más dispuesto a coadyuvar, sin saberlo, al diabólico propósito de Costancita.

El entono y la arrogancia, que tenían o que él imaginaba que tenían los personajes más eminentes de Madrid, parecíanle tan injustificados que apenas si los podía sufrir. Admirador el marqués del buen orden, grandeza y florecimiento de la Gran Bretaña y de otros Estados de Europa, lamentaba como nadie el atraso, el desorden y el desgobierno de su patria. Imaginaba, pues, que nuestros próceres y repúblicos, lejos de mostrarse soberbios, debían estar avergonzados de su ineptitud y llenos de la humildad más profunda.

El marqués, como casi todos los hombres cuyos negocios prosperan, sobre todo si no tienen que acusarse de bajezas ni de bellaquerías, estaba dotado de un amor propio colosal, y naturalmente le molestaba el de los otros, que ni con mucho se le antojaba tan fundado.

Jamás había leído el marqués el curiosísimo libro del Padre Peñalosa, titulado
Cinco excelencias del español que despueblan a España
; mas, aunque le hubiera leído, no cabía en la índole de su entendimiento el creer la singular teoría de aquel ingenioso fraile, el cual daba por seguro que por ser los españoles tan hidalgos, tan católicos, tan realistas, tan generosos y tan guerreros, están siempre tan perdidos. Así es que la perdición, según el marqués, provenía de malas y no de buenas cualidades; por donde no cesaba de gruñir y de censurar a sus paisanos, si bien descargaba los rayos de su censura sobre las eminencias y se mostraba benévolo e indulgente con los humildes y poco afortunados.

Como entre estos últimos se contaba el primito D. Faustino, el marqués sentía por él, según ya hemos dicho, una singular predilección, que iba en aumento siempre. La prevención con que había mirado al primito, cuando le conoció en Andalucía, se había disipado por completo. La petulancia de la primera juventud, los alardes de impiedad y descreimiento y otras faltas de D. Faustino, se habían enmendado con los años y los desengaños. Y por otra parte, el marqués distaba mucho de ver ya en D. Faustino, como había visto en otro tiempo, a un rival que venía a robarle sus amores: antes bien veía ahora a un joven infeliz, de quien él había triunfado, y cuyo valer y nobles prendas, mientras en más se estimasen, daban más precio, mérito e importancia a su victoria. Cuanto más alto ponía el marqués a D. Faustino, allá en su imaginación, tanto más ensalzaba el afecto y la libre decisión de Costancita al desdeñar a D. Faustino y al preferirle a él.

En tal estado las cosas, las visitas del doctor a su prima menudeaban cada vez más, y si por cualquier motivo nuestro héroe no parecía durante dos o tres días por casa del marqués, el marqués le buscaba o le escribía llamándole.

Entretanto, el infatigable general Pérez, verdadero
poliorcetes
amoroso de nuestro siglo, aunque había sido rechazado en todos sus asaltos, arremetidas y ataques, seguía con regularidad y sin interrupción el cerco de la plaza. Como era un señor de tanto fuste, respeto y soberbia, nadie se atrevía casi a acercarse y a hablar con Costancita, considerándolo tiempo perdido, merced a aquel tremendo espantajo. El general Pérez, con sus miradas y con andar siempre en torno de Costancita, hacía una perpetua declaración de bloqueo. Claro está que los galanes de Madrid no se arredraban por temor de que el general Pérez se los comiera crudos, ni mucho menos: pero cuando veían a un conquistador como él tan empeñado en aquella empresa, sin desmayarse ni retirarse, tal vez suponían que no era tan mal recibido, y no había uno que se atreviese a presentarse como rival para salir derrotado.

Costancita, más harta cada día, empezó a ponerse fuera de sí al ver que el cerco se estrechaba y que la incomunicación en que el general Pérez quería tenerla iba poco a poco realizándose.

El propio D. Faustino, con la modestia y la timidez que su mala ventura le había infundido, sospechó, no que su prima amase al general y estuviese con él en relaciones, sino que se deleitaba y enorgullecía de la asidua corte de tan eminente personaje. Así es que, no bien veía al general al lado de la marquesa, juzgaba atinado y prudente irse por otra parte, a fin de no estorbar. Costancita rabiaba y se desesperaba más con esto, allá en su interior. El resultado era que hacía extremos cariñosos por su primo, que le miraba con ojos llenos de ternura, que le apretaba la mano con efusión, y que hasta le hacía elogios a cada paso: pero al doctor se le metió en la cabeza que todo ello era compasión, bondad, deseo de levantarle un poco de la postración en que se hallaba; quizás algo de leve remordimiento por las crueles calabazas que Costancita le había dado en otra época.

La marquesa de Guadalbarbo empezó a picarse no menos de esta impasibilidad del doctor que de la persecución sin tregua del general. Sin poder contenerse, vino entonces a hacer más declarados favores a su primo; pero, por declarados que fuesen, el doctor, o se los explicaba como antes por la compasión, o se daba a cavilar en una cosa que desechaba luego, como un mal pensamiento, si bien volvía a su imaginación con persistencia. «¿Querrá mi prima —se decía—, que yo le sirva de pantalla, para que lo del general no se perciba tanto?».

Lo cierto es que esta conducta de D. Faustino, seguida instintivamente en fuerza de lo abatido y descorazonado que se hallaba, hubiera sido, seguida con toda reflexión y cálculo por un seductor de oficio, la más hábil y la más a propósito para rendir a Costancita.

Costancita continuó, pues, favoreciendo a su primo por todos aquellos medios indefinibles, vagos y poéticos, que a veces hasta las mujeres tontas y vulgares saben emplear, si el amor o el deseo de ser amadas las inspira, y que la marquesa de Guadalbarbo, tan entendida, tan elegante, tan artista en todo, empleaba de una manera deliciosa. El doctor no se creyó amado aún, pero empezó a recordar los antiguos amores, y a pintarse en el alma los coloquios de la reja del jardín con todas sus circunstancias, y a creer que amaba aún a Costancita, a pesar de María.

Esta nueva situación del ánimo del doctor se hizo patente muy pronto a los ojos de la marquesa, quien advirtió en su primo una dulzura de expresión muy grande cuando la miraba, una gratitud profunda cuando ella hacía de él algún encomio, y un cuidado y una solicitud rebosando sencilla y natural galantería para hacer por ella mil pequeños servicios. En persona tan distraída como el doctor y que tanto distaba de ejercer tales artes por costumbre, casi, casi era esto una semi-declaración de amor.

Como se pasaba cuatro o cinco horas diarias en la oficina extractando expedientes, y luego otras tantas en la soledad de su cuartucho del pupilaje, tratando en balde de dar ser a su epopeya o de componer su nuevo sistema filosófico, el doctor se creía trasladado al cielo desde el purgatorio cuando entraba en aquellos elegantes y ricos salones, donde los criados le trataban con una consideración de que no había gozado desde que salió de Villabermeja, donde todo despedía dulce olor; donde había tantas cosas bonitas, y donde, sobre todo, hallaba a una tan bella mujer y tan aristocrática, que se interesaba por él, que le preguntaba por su salud con verdadero afecto, que deseaba leer sus versos y saber sus filosofías, y que hacía todo esto de un modo tan llano y tan discreto, que no advertía jamás el doctor, aunque era muy caviloso, que hubiera afectación en nada, ni que hubiera
sensiblería
ni pedantería, ni que pudiera aparecer el más ligero asomo de ridículo.

Sentía el doctor tanto bienestar y consolación tan suave en casa de Costancita, y en este punto de sus relaciones con ella, que estaba como el enfermo cuando halla una postura cómoda y grata, tiene miedo de perderla y no se atreve a moverse, o como quien ha tenido un sueño beatífico cuando se despierta y procura colocarse del mismo modo y conciliar el sueño de nuevo para que se repitan idénticas visiones. En suma, el doctor se contentaba con aquello y no aspiraba a más, por miedo de perderlo todo.

Una de las noches en que recibía la marquesa, en el mes de Mayo, el general Pérez estuvo pesado y atrevido como nunca: se quejó de que la marquesa no le recibía sino los días de recepción, y se obstinó en alcanzar una cita.

—Yo tengo que hablar a Vd. con cierto reposo —dijo a la marquesa—. Esto es terrible. Aquí tiene usted que hacer los honores, y con ese pretexto no me hace Vd. caso; no me oye nunca; cualquier majadero que se acerca me interrumpe en lo mejor de mi discurso. Óigame Vd. antes de condenarme. A nadie se le condena sin oírle.

—Pero, general —contestó Costancita—, si yo no le condeno a Vd., si yo le oigo, ¿de qué se queja?

—Es Vd. muy cruel. Vd. se burla de mí.

—No me burlo.

—¿Por qué no me recibe Vd. cuando vengo de día?

—Porque de día no recibo más que los martes. Venga Vd. cualquier martes y le recibiré.

—Eso es: me recibirá Vd. como a cualquiera otro.

—¿Y qué derecho tiene Vd. a que yo le reciba de diferente manera?

—¡Ingrata! ¿Y mi afecto, y mi amistad, y mi admiración, no me dan derecho?

—Por eso mismo quizás debo resistirme a recibir a Vd. Es Vd. muy peligroso —dijo Costancita riendo.

—¿Lo ve Vd.? Se ríe Vd. de mí, marquesa.

—No me río de Vd.; pero no debo recibirle. Por lo mismo que Vd. me hace la corte con tanta asiduidad, no debo recibir a Vd. para no dar ocasión a la maledicencia.

—Nadie dirá nada. Recíbame Vd. una vez sola. Su reputación de Vd. está tan bien sentada, que no murmurará nadie.

—Mire Vd. —dijo Costancita un poco contrariada de que el general tomase por lo serio aquella excusa—, harto sé que mi reputación no puede ni debe depender de tan poco. Vd. quiere verme mañana, cuando no recibo a los demás mortales. Pues sea. Venga Vd. mañana. De tres a cuatro. Encargaré a los criados que le dejen entrar.

—¿Y nada más que a mí solo?

—Nada más que a Vd. solo.

Dicho esto, la marquesa se fue hacia otra parte, dejando satisfecho al general Pérez, aunque acababa de darle la cita para que no creyese que temía avistarse con él a solas o para que no presumiese que su reputación pendía de tan poco que fuera a perderla por recibirle.

El general Pérez, como todo lo convertía en substancia, se quedó muy hueco. Allá, en el fondo de su alma, imaginaba él y pintaba con vivísimos colores una lucha muy brava que el amor y la virtud se estaban dando en el corazón de Costancita por culpa suya. La concesión de la cita le pareció una gran victoria del amor. No comprendió que Costancita había cedido a fin de demostrarle que él era para ella un hombre
sin consecuencia
. El general la había estrechado tanto, que, negándose a recibirle, hubiera sido como decir con la Leonor de
El Trovador
:

Libértame de ti: si por ti tiemblo,

Por ti, por mi virtud… ¿no es harto triunfo?

Por no aparecer en la mente del general como diciendo estos dos versos, pasó Costancita por la mortificación de verle y oírle a solas.

El general no faltó a la cita. Aunque había sido siempre con otra clase de mujeres imitador o émulo del joven Tarquino, ya sabía él, a pesar de su fatuidad, con quién se las había, y estuvo respetuoso, almibarado, humilde y rendido. Costancita, con más primores y discreteos que otras, dijo en aquella ocasión lo que en ocasiones semejantes dicen siempre todas las mujeres: que estimaba al general, que sentía por él una amistad viva, que le agradecía lo mucho que la distinguía; pero que a nadie amaba de amor, y que en este punto debía el general perder toda esperanza.

El desengaño dado por Costancita no pudo ser más explícito ni más claro. La vanidad del general no quería, con todo, recibirle. El general siguió viendo en espíritu el rudo combate entre el honor y la virtud, el amor y la castidad, que destrozaban el alma de Costancita; casi tuvo compasión de aquel tumulto de pasiones que había suscitado, y por un arranque de generosidad, se decidió a tener calma, a encaminar las cosas suavemente, y a no entrar en la plaza por asalto, llevándolo todo a sangre y fuego. El general se propuso ser magnánimo, usar de misericordia y venir de diario a moler a Costancita, mostrándose más fino que un coral y más dulce que una arropía.

La marquesa de Guadalbarbo no acertaba a librarse de aquellas visitas impertinentes que tanto la molestaban. En su orgullo no quería decir al general que no viniese a verla a menudo para no comprometerla; y no había medio tampoco de hacerle comprender que sus visitas la aburrían. En esta situación, el medio de osear al moscón del general, valiéndose del doctor Faustino, se le hizo a Costancita más deseable que nunca. Su primo, por otro lado, iba ganando cada vez más en su corazón.

Un día, de sobre mesa, mientras el marqués hablaba de política con otros convidados, Costancita y el doctor tuvieron el diálogo siguiente:

—¿Es posible, Faustino, que tengas tan mala opinión de mí y que me creas tan vana y tan poco orgullosa a la vez, que supongas que me complazco en la corte que me hace el general Pérez? ¿Qué lustre me doy con eso? ¿Necesito yo del general para algo? Mil veces te he dicho que me aburre, que me molesta, que no puedo sufrirle y tú me oyes siempre con visibles muestras de incredulidad.

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