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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (19 page)

—¡Ay, niña Costanza! —exclamó doña Araceli, casi con lágrimas en los ojos, muy contrariada y atribulada—. Me pasma, me aterra, me confunde lo que sabéis y discurrís ahora las muchachas. No era así en mi tiempo.

—Tía, en todos los tiempos ha sido lo mismo. Por otra parte, no tengo yo la culpa de saber y de discurrir tanto. Cuanto he dicho, y más, me lo ha enseñado mi padre. El novio mismo, tan poético, que me ha buscado Vd., me enseña a discurrir como discurro.

—Pero, hija, yo creo que discurres mal y de un modo perverso. Pues qué, para no pasar por semi-fregona o por dama temporera, ¿es menester tener más de tres o cuatro mil duros al año? Esos diamantes, esas riquezas, las necesitan las feas o las necias para llamar la atención; pero las discretas y hermosas, como tú, se abren camino y brillan por donde quiera sin joyas ni dijes. ¿Qué joya más rica que la belleza? ¿Qué dije más raro que el verdadero ingenio? ¿Qué perla más luciente que la discreción? Además, a una señora como tú, tan bien nacida y emparentada, ¿quién ha de atreverse a no tenerla por legítima señora, aunque no vaya en coche?

—Tía, crea Vd. que el dinero es el que constituye en esta época, como quizás constituyó en todas, la verdadera aristocracia. Sin dinero seré plebeya, aunque descienda del Cid, y con dinero pasaré por la hidalguía personificada, aunque sea hija de un contrabandista, de un lacayo, de un negrero, de un usurero o de un bandido.

Doña Araceli trató de impugnar aún los endiablados razonamientos de Costancita; pero pronto desfalleció y se rindió, no por falta de convicción, sino por torpeza de pensamiento y de palabras.

—¿Y qué piensas hacer, hija mía? —dijo por último.

—Si yo tuviese veinte mil duros de renta —respondió Costancita—, me casaría sin vacilar con mi primo. Esto probará a Vd. que le amo. Si yo no tuviese nada, si estuviese tan perdida como él, también le tomaría por marido, porque él, al tomarme por mujer, me demostraría un verdadero y profundo amor, me satisfaría mi orgullo y me movería a no ser menos generosa; pero mi mediana fortuna destruye estos dos extremos poéticos y me coloca y le coloca en un justo medio de prosa tan vil que no hay más recurso que despedir a mi primo, dándole calabazas con la mayor dulzura. Y crea Vd. que lo siento, tía. Vaya si lo siento. Si estoy enamorada de él, ¿no he de sentirlo?

Y al decir esto, aquella extraña muchacha se echó a llorar como un niño mimado a quien se le rompe su más precioso juguete.

Doña Araceli estaba consternada. Pensó que el infortunio la perseguía siempre en todos sus amores, así en aquéllos en que había hecho el primer papel, como en los que hacía el papel tercero. Doña Araceli había sido incansable y seguía siéndolo en cabeza ajena. Un destino feroz ahuyentaba de su lado al dios Himeneo. Cuando joven no había sido casadera y cuando vieja no lograba ser casamentera. Estas ideas melancólicas acudieron en tropel a su alma, y doña Araceli acompañó en su llanto a Costancita. Ambas lloraron a dúo, con la mayor desolación, los infaustos amores del doctor Faustino.

Parecía el duelo que, allá en las antiguas edades, en Creta y en otros países, debían de hacer las madres, cuando llevaban al sacrificio a los hijos de sus entrañas, que eran sus amores, y que iban a ser inmolados en aras de los dioses Cabires o de otros implacables genios subterráneos, creadores y repartidores de los metales esplendorosos.

En fin, hartas de llorar, ambas se enjugaron las lágrimas, reconociendo que el mal no tenía remedio.

El sol brilló aquel día como los demás. Vino la noche, y no faltó una sola estrella en el cielo. Ni una flor se deshojó más pronto de lo prescrito por su naturaleza.

Costancita pareció en paseo y en la tertulia de su casa, tan inmutable y serena como el sol, las estrellas y las flores.

Doña Araceli trató también de disimular su mal humor; pero no pudo disimularle tanto como su sobrina. Aquella noche jugó al tresillo, según costumbre. Siempre se enfadaba y rabiaba cuando perdía: pero aquella noche se enfadó y rabió mucho más. Se lamentó de su constante mala suerte, suspiró, chilló, y, al marqués de Guadalbarbo, que tuvo la poca galantería de darle tres codillos, le llamó grosero. Doña Araceli tuvo también en la punta de la lengua la palabra fullero: hasta tal extremo llegó a perder los estribos y la debida compostura.

A la una de la noche fue el doctor a la callejuela, acompañado de Respetilla. Doña Costanza tardó más que otros días en salir a la ventana. Salió, por último, pero llorosa, sobresaltada y triste.

—Faustino —dijo—, mi padre lo sabe todo. No sé quién se lo ha dicho, pero lo sabe todo, y acaba de reñirme del modo más cruel. Me ha hecho prometer que no volveré a hablarte. Falto sólo a la promesa para despedirme de ti. Mi padre se opone resueltamente a estos amores, y no debo resistir a su voluntad. El hado inexorable nos separa. Olvídate de mí. Compadéceme. Al menos quiero tener este desahogo al perderte: no puedo ocultártelo más: ¡te amo!

El
te amo
final fue la dulzura en que vino envuelto todo lo amargo de las mal disimuladas calabazas. El doctor entendió (y quizás no se engañaba, porque el corazón humano es un abismo tenebroso) que el
te amo
era la mayor verdad que había en todo el razonamiento de doña Costanza. Le propuso que la robaría, y la llevaría depositada donde ella quisiese, y aseguró que por amor de ella arrostraría todos los peligros y desafiaría la cólera de cuantos poderes naturales y sobrenaturales hay en el universo.

Con superior talento y sin herir el orgullo del doctor, hizo ver doña Costanza que los planes de rapto, de bodas contra la voluntad paterna y de retiro bermejino, eran delirios vitandos. Demostró asimismo que su padre tenía razón en oponerse a los amores: y que ellos, aun amándose mucho, como se amaban, se harían infelices, si fueran marido y mujer; que el cielo repugnaba aquel matrimonio; que el doctor tenía abierto un risueño porvenir de venturas y de gloria; y que ella, lejos de prestarle alas para llegar a él de un vuelo, le pondría grillos en los pies para que ni siquiera pudiese recorrer el camino paso a paso.

En suma, Costancita estuvo elocuente, inspirada, deslumbradora. Siento no hallarme en vena para trasladar aquí fielmente todo lo que dijo. Serviría de modelo a mil discursos semejantes que con frecuencia se ven obligadas a pronunciar las señoritas.

El pobre doctor, aunque desahuciado, abandonado y pisoteado, tuvo que quedar agradecido.

No se entienda, sin embargo, que doña Costanza era una coqueta fría, embustera, hipócrita y sin entrañas. Con su tía por la mañana, y con el doctor por la noche, había sido el mismo candor y la misma sinceridad. No mentía afirmando que amaba al doctor. Le amaba, y le amaba ardientemente: pero también amaba su bienestar, su vanidad de mujer, y sus esperanzas de brillar un día y de deslumbrar en el gran mundo.

Hasta el suponer doña Costanza que su alma era hermana de la del doctor, combatida por las mismas encontradas pasiones, presa de iguales sentimientos en lucha, le hacía más simpático, querido y adorable a su primo. Mas por aquello que más le amaba era por lo que le desechaba y apartaba de sí.

—Se me desgarra el corazón —decía doña Costanza—, pero es preciso que no nos volvamos a ver; es preciso olvidar estos días de locura, este sueño fugaz de amor insano y peligroso.

Así Costancita coronaba de flores a su víctima, al clavarle el puñal en las entrañas.

Su voz estaba trémula, entrecortada por los sollozos. Gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas.

Lo que doña Araceli extrañaba tanto que no hubiera sucedido antes, sucedió entonces, sin que nosotros lo podamos remediar. Costancita, como estaba llorando, inclinó la frente contra la reja, y el doctor, conmovidísimo, acercó los labios y dio un beso en aquella serena y cándida frente.

Entonces, como si volviese en sí de un arrobo melancólico, dijo Costancita:

—¡Adiós, primito, adiós!

Costancita hizo ademán de irse.

—¿Así me dejas, cruel? —exclamó D. Faustino.

—Es preciso: nuestra suerte lo dispone. ¡Adiós! No me aborrezcas.

—¡Aborrecerte… jamás!… Quiera el cielo que pueda dejar de amarte.

—No, no me ames… Ama a otra que sea menos indigna o menos desdichada que yo; pero guarda de mí un grato recuerdo. ¡Adiós, primo!

Y Costancita se retiró de la reja, y desapareció, seguida de su criada Manolilla, que había conversado con el fiel escudero. El doctor se guardó las lágrimas para la soledad. Aquella noche, cuando se quedó solo en su estancia, lloró mucho y durmió poco.

A la mañana siguiente, pretextó que acababa de recibir una carta de su madre, avisándole que estaba enferma, y dispuso con precipitación su partida.

Después de despedirse ceremoniosamente de su tío D. Alonso y de su prima Costanza, después de repartir quinientos reales de propina a los criados, y después de recibir, para alivio de penas, un millón de besos, de abrazos y de lágrimas de la niña Araceli, el doctor tomó el camino de Villabermeja, acompañado de Respetilla, en cuyo mulo iban los baúles, con los uniformes y demás galas, que tan poco habían servido y valido.

Dejémosle ir en paz, si es posible, y pidamos al cielo que le dé valor y sufrimiento bastantes para las penas y trabajos que tiene que pasar aún.

El lector y yo nos quedaremos algunos días más en la ciudad natal de Costancita, donde hemos de presenciar sucesos de gran transcendencia para esta verdadera historia.

XII

El marqués de Guadalbarbo

El personaje cuyo nombre sirve de epígrafe tenía cerca de cincuenta años de edad y más de veinticinco mil duros de renta. Era viudo y sin hijos.

En la fértil y extensísima dehesa de Guadalbarbo había un castillo feudal, desde donde, según contaba el marqués, pelearon sus heroicos progenitores contra los moros, durante seis o siete siglos. Los maldicientes afirmaban que el abuelo del marqués había sido lechuzo; que enriquecido en tiempo de Carlos III, había comprado aquella dehesa y otras fincas, y que su padre, cuyas bufonadas hacían reír mucho a María Luisa, había titulado después. Pero, como quiera que sea, ora vertiendo la sangre de los infieles, ora haciendo derramar lágrimas a los fieles y atrayendo a los labios de una graciosa reina la dulce risa, es lo cierto que el marqués de Guadalbarbo tenía renta y título, vinieren de donde vinieren.

Algo había heredado del carácter alegre y de la chispa y amenidad que tan útiles fueron a su padre; pero, en el fondo, era un señor muy grave, morigerado y a veces austero. Su hermana mayor, la condesa del Majano, estaba casi en olor de santidad, y el marqués se asesoraba con ella a menudo, y solía tomarla por norma y pauta de su conducta.

Deseoso el marqués de recorrer sus Estados, y de abandonar, al menos por una corta temporada, el bullicio y las intrigas de la corte, había venido a la tierra de D. Alonso, donde poseía algunos bienes.

Un mes hacía que estaba allí. La condesa del Majano se devanaba los sesos por averiguar qué le detendría tanto tiempo. El marqués apenas escribía, y cuando escribía era muy lacónico.

Por último, como diez días después de la partida del doctor Faustino, escribió el marqués a su hermana una extensa carta que lo declaraba todo y que trasladaremos aquí íntegra.

La carta rezaba:

«Querida hermana mía: Cuando te refiera las causas y razones que me detienen aquí, no lo extrañarás, como me dices que lo extrañas. Tú misma, a fuerza de lamentar los vicios, los desórdenes y los escándalos de esa capital, me has disgustado de ella y me has impulsado a venir entre estas gentes sencillas.

»Estoy contentísimo aquí. He hallado un amigo excelente en un caballero principal llamado D. Alonso de Bobadilla, el cual reúne dos prendas que rara vez se hallan juntas: es activo, cuidadoso de sus cosas, entendido en agricultura y ganadería, sabe, en suma, dónde le aprieta el zapato, y es al mismo tiempo el hombre más temeroso de Dios, más devoto y más amigo de ir a la Iglesia que he conocido en mi vida. Cuando no está en el campo, cuidando de su hacienda, suele estar en el jubileo o en alguna novena, y rara vez en el casino.

»Mucho me ha servido la amistad de este hombre, así para mejorar mis bienes con sus consejos, como para mi contentamiento espiritual con su agradable trato.

»El tal D. Alonso es viudo, como yo, pero con la dicha de tener una hija preciosa. No he visto jamás criatura más llena de candor. Y no creas que es tonta, ignorante ni parada. Al contrario, Costancita, que así se llama, tiene extraordinario despejo y viveza. Su claro entendimiento está bastante cultivado: pero su educación ha sido sólida y muy cristiana, hasta rayar en la austeridad. ¡Qué interesante y hermosa contraposición se advierte entre su malicia infantil, sus risas y sus chistes, y la ignorancia santísima de todo lo malo, que desde el fondo de su puro corazón viene a iluminar sus inocentes travesuras!

»El recogimiento con que ha criado a Costancita una señora, tía suya, que permanece doncella, ha sido extraordinario, y ha dado, como debía suponerse, los más sazonados frutos. Ya que Costancita es mujer, y, como dice su padre, ha salido a volar, ni con su misma tía se acompaña. La tía vive aparte, y Costancita siempre al lado de su papá, que está hecho un Argos y no la deja ni a sol ni a sombra.

»Nunca ha leído Costancita ni una sola de estas perversas novelas que ahora se escriben, sino libros de devoción, algo de historia y mucho de
Año Cristiano
. Cose y borda con notable primor; por encargo de su padre me ha hecho una petaca de pita, que es un prodigio de paciencia; y sabe preparar y condimentar mil deliciosos platos de dulce y repostería, que le enseñaron las monjas, en cuyo convento entró con su tía cuando pasó Gómez por aquí. Luego permaneció en el convento más de dos años, y casi fue menester que su padre la sacase de allí por fuerza, porque se había encariñado con aquellas benditas madres y se empeñaba en tomar el velo.

»Criada así Costancita, es un ángel en la tierra. Hace muchas limosnas; envía flores y cera a la iglesia del convento donde estuvo, y es fervorosa devota de la Purísima Concepción.

»La tía, a quien llaman la niña Araceli, es muy buena señora, salvo que se enfurece cuando juega al tresillo y pierde. Y eso que jugamos a ochavo. Y digo
jugamos
, porque yo le hago la partida muy a menudo.

»No he visto gente que mire menos a su propio interés, en ciertas cosas, que esta niña Araceli y este bueno de D. Alonso. ¿Quieres creer que tienen un pariente en un lugarcillo no muy distante de aquí; que este pariente no tiene absolutamente sobre qué caerse muerto, y consintieron ambos en que viniese a vistas para que se casase con Costancita si los primos se gustaban?

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