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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (14 page)

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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Lo primero que hizo el doctor, cuando Respetilla entró en su cuarto a la mañana siguiente para limpiarle la ropa, fue preguntarle si había entregado la carta.

—Manolilla quedó anoche en entregársela a su ama en cuanto su ama despertase. A estas horas ya la habrá leído treinta veces la señorita y se la sabrá de memoria —contestó Respetilla.

—¿Crees tú que habrá contestación?

—¿Y cómo dudarlo? Tan cierta tenga yo la gloria. Esta noche espero que Manolilla me traerá la contestación y yo vendré enseguida a dársela a su merced.

Mientras pasaban estas cosas entre el doctor y Respetilla, doña Araceli, harta ya de ver que sus planes no tenían resultado ninguno, se decidió a romper el silencio y a tener una explicación con su sobrina. Con pretexto de ir a misa, salió de su casa muy temprano y se fue a ver a doña Costanza, que estaba en cama aún, pero ya despierta. D. Alonso había ido al campo a caballo, de lo que se alegró doña Araceli, que no quería que la sospechasen ni acusasen de favorecer demasiado aquellos amores.

Doña Araceli había amado muchísimo, aunque sin fruto y con desgracia, y como la mayor parte de las mujeres que amaron mucho de mozas, se deleitaba, cuando ya vieja, en que la gente joven se amase, y hasta aceptaba y hacía el tercer papel con la misma vehemencia y ternura con que en su juventud había hecho el primero.

Una de las mayores rudezas y crueldades de la opinión vulgar es, en mi sentir, dar un nombre feo, mal sonante y de vilipendio, tanto que no me atrevo a estamparle aquí, a las mujeres ya viejas que conciertan voluntades. Cuando esto se hace con buen fin y sin interés, es el grado más sublime a que puede elevarse el amor en lo humano; es la manifestación gloriosa del amor, limpio ya de egoísmo; es el amor del amor, sin atender al propio bien ni al logro del propio deseo. No hay obra de misericordia que no se resuma y cifre en el ejercicio de esta virtud archi-amorosa, tan denigrada y escarnecida. La que ejerce esta virtud cura al enfermo, redime al cautivo, da de beber al sediento, enseña al que no sabe, busca posada para el peregrino, y viste la desnudez de un alma con todas las galas y joyas del amor bien pagado. Sólo mujeres tiernas y excelentes, como doña Araceli, son capaces de esta virtud. Hay además en esta virtud mucho de semejante al estro poético, a la inspiración, al prurito nobilísimo de producir lo bello, de crear una obra de arte. ¿Qué obra de arte más bella que unos amores, que el concierto y armonía de dos voluntades, que la confusión y compenetración de dos almas en una sola?

Movida, pues, de tan altos y benditos sentimientos, entró doña Araceli en la alcoba de su sobrina. Suave fragancia trascendía por toda ella. No eran aromas alambicados por Atkinson, Violet o Lubin. Apenas si había más que jabón y agua fresca en aquel tocador. Así es que, si no disgustase ya el empleo de la mitología, podría decirse que prestaban a doña Costanza tan delicado aroma la ninfa de la fuente de su jardín, e Higia y Hebe, diosas de la salud y de la juventud.

Había en la alcoba una ventana que daba al jardín. Al través de los cristales, entraban por ella algunos rayos de sol, que parecían filtrarse por entre el tupido ramaje de la madreselva y los jazmines que velaban la ventana. Un canario, cuya jaula pendía del techo de la alcoba, cantaba de vez en cuando. Y en el lado opuesto al de la cama, se veía un altarito, con dos velas encendidas, y sobre el altarito una Purísima Concepción de talla, bastante bonita.

Doña Costanza no usaba papalina, cofia ni redecilla para recogerse el pelo durante la noche, de suerte que el pelo, libre y desatado, mostraba entonces toda su abundancia y hermosura. No exigían tampoco, ni el uso ni aquel clima benigno, otras vestiduras para dormir, que la holanda venturosa que inmediatamente tocaba el lindo cuerpo de doña Costanza, plegándose y ajustándose un tanto a la garganta, merced a una cinta de seda azul celeste, que formaba un lacito sobre el pecho. La sábana y una colcha ligera cubrían a la joven, si bien ciñéndose al cuerpo por tal arte que revelaban sus graciosas, elegantes y juveniles formas.

Doña Araceli, que además del cariño de tía tenía lo que llamaba Dante entendimiento de amor, no pudo menos de extasiarse al ver a su sobrina; y después de haberla contemplado un rato, se echó en sus brazos y la besó, diciendo:

—¡Qué hermosísima estás, muchacha! ¡Dios te bendiga! ¡Vamos, si pareces una Magdalena sin penitencia y sin pecado!

—Tiíta, no se burle de mí con lisonjas. Mire Vd. que no soy presumida.

—¡Qué me he de burlar, hija mía! ¡Qué me he de burlar! ¿Dónde se ha visto cosa más mona que tú? ¡Alabado sea Dios que quiso lucirse y echar el resto en tu persona! Así, en estos momentos, es cuando hay que ver a las mujeres para juzgar sobre su mérito; despeinadas, sin afeites, sin cascarilla ni arrebol; como el Señor las ha criado.

—¿Qué la trae a Vd. por aquí tan de mañana, tía?

—Pero, muchacha, ¿qué colores tienes tan frescos cuando te despiertas? ¡Si pareces una rosa! —interrumpió doña Araceli.

Costancita, en efecto, se había puesto más colorada que de costumbre, cuando su tía entró de improviso, y había ocultado rápidamente debajo de la almohada la carta del doctor, que Manolilla le había dado y que ella acababa de leer.

—¿Qué quiere Vd., tiíta? Vd. misma lo ha explicado todo. Sin penitencia y sin pecado, ¿cómo no he de tener buenos colores?

—Dí también que sin amor y sin desvelos. Eso es lo que no me explico, hija Costanza. Tus ojos son engañosos. ¿De dónde procede el fuego seductor que los anima? ¿De aquí? ¿De este corazoncito? Pero ¿cómo ha de proceder, si este corazoncito está helado?

—¡Helado! ¿Y de dónde infiere Vd. eso? Al contrario, tía. Sepa Vd. que mi corazón está lleno de amor.

—¿Para quién, hija?

—Hasta ahora, tía, para nadie. Pero ¿dejará de arder el amor y de morar en mi alma y de ocuparla toda, aunque no tenga objeto en quien se emplee?

—No me salgas con tiquis-miquis que no se entienden. ¿Qué es amor sino deseo, apetito violento, afán de unirse al objeto amado? Y si careces de objeto, ¿cómo no has de carecer de amor? ¿Qué anhelas tú gozar? ¿A qué apeteces unirte, amándolo?

—Pasito, tía, que no es tan invencible el argumento de Vd. Cuando hay amor y no hay objeto en el mundo para el amor, se imagina, se sueña, se crea un objeto, y este objeto se ama. Así hago yo. ¿Y si Vd. viese qué precioso es el objeto que forjo en mis sueños?

—¿No se parece nada a tu primo Faustino?

—A decir verdad, tía, estas imágenes que se forjan en sueños distan mucho de tener la consistencia de la realidad: son vagas, confusas, aéreas. Sus contornos se desvanecen en un ambiente de niebla luminosa. ¿Cómo he de saber yo de fijo, si mi objeto soñado se parece al primito o no? Eso es según. Ya creo que se parece algo, ya que no se parece nada.

—¿Luego amas una imagen que no sabes cómo es?

—Sé y no sé. Es un misterio que no logro poner en claro.

—No seas pícara, Costancita. Déjate de misterios. Dime sin rodeos, ni diabluras, si quieres o no a tu pobre primo.

—Antes sería menester saber si él me quiere o no.

—Él te quiere, te adora. Eso se conoce.

—Vd. lo conocerá, tía, porque Vd. tiene más conocimiento que yo. Yo soy inexperta y tan mocita que nada conozco. ¿Para qué sirve la lengua? Si me quiere, ¿por qué no lo dice? ¿Por qué no se declara? ¿Quiere él y quiere Vd. que yo le pretenda?

—No, hija Costanza. Él no se declara porque es muy tímido.

—La timidez y la tontería suelen confundirse.

—En este caso no. Además Faustino no ha tenido ocasión. ¡Tú estás siempre tan circundada!

—Se rompe el círculo que me circunda, se busca ocasión y se halla.

—¿Y quién sabe si él la anda buscando?

—Muy torpe es si anda buscándola ocho días sin hallarla. Pero, vamos, tiíta, yo la quiero a usted muchísimo, y no quiero embromarla más ni ocultar a Vd. nada.

—Dí, dí, picarita. Ya calculaba yo que había gato encerrado.

Doña Costanza metió la mano debajo de la almohada y sacó el billete de su primo entre los lindos dedos.

—Aquí está el gato, tía —dijo—. Aquí está el gato. Ocho días ha tardado el primo en pensar y en escribir esta epístola. Confiese Vd. que no se precipita y que va con calma, reflexión y reposo.

—No seas burlona. Tu primo no se habrá atrevido a escribirte antes. Léeme la carta.

—Tía, ¡por amor de Dios! Este es un secreto. No se lo diga Vd. a papá ni a nadie. Estas cosillas son más gustosas cuando no se saben.

—No tengas cuidado. Yo me callaré. Lee.

Doña Costanza, en voz muy baja, leyó el billete que decía así:

«Primita: He tenido el atrevimiento de concebir una esperanza de felicidad, que me alienta hace ocho días. Mil temores, nacidos de mi corto valer y de lo mucho que tú vales, asaltan mi esperanza, luchan contra ella y procuran matarla. Acudo a ti para que la perdones y la ampares. Basta con una palabra de tus frescos labios para que viva. ¿Pronunciarás tan dulce palabra? En todo caso no condenes a esta esperanza, sin oír antes lo que tengo que decir en su defensa. ¿Cómo y dónde podré hablarte? Si cierta simpatía, que he creído leer en tus ojos, si cierta piedad con que me miras a veces, no son mentira que mi fatuidad inventa, confío en que has de buscar medio de oírme, lejos de la turba de adoradores que te rodea. Aguarda con ansia tu contestación el más fervoroso de todos, tu primo —
Faustino
».

—¿Ves cómo no debes quejarte? —dijo doña Araceli.

—Y si yo no me quejo, tía.

—¡Y qué carta tan fina y tan bien hilvanada! ¡Cómo el galán encaja en ella todo lo que quiere! ¡Con qué arte es atrevido, sin dejar de ser modesto! ¡Con qué primor pide amores y citas sin que parezca que pide nada! Y tú ¿qué vas a hacer?

—Allá veremos, tía. Lo natural, lo que se cae de su peso, es estar pensando durante otros ocho días la contestación.

—Costancita, no seas mala. ¿Le quieres o no le quieres?

—¿Y yo qué sé, tía?… ¿He de sentirme enamorada de sopetón? Hablando con franqueza, yo me temo que voy a amarle. Advierto que me atrae, que se va hacia él un poquito mi voluntad; pero no le amo todavía. Será menester, lo primero, que me convenza yo de que soy querida, muy querida. Después… repito que allá veremos.

—Entre tanto, ¿qué vas a contestar?

—Nada, por lo pronto. Ocho días de silencio.

—Se va a morir de impaciencia.

—Pierda Vd. cuidado, que no se morirá. Por otra parte, ya ve Vd. que el primito es atrevido; tardío, pero cierto; me pide nada menos que una cita o solas, o yo no lo entiendo. Darle la cita sería comprometerme demasiado. ¡Jesús! ¡Qué ligereza! ¿Qué se diría de mí si se supiese?

—Pero, muchacha, si ha de ser tu marido, ¿no podrás hablar con él un momento por la reja?

—¿Y quién le dice a Vd. que ha de ser mi marido? Eso está por ver.

Por más halagos, razones y caricias que hizo y dijo doña Araceli a su sobrina, no logró ni más promesas ni más luz sobre el estado de su alma con relación a D. Faustino.

Doña Araceli, no obstante, volvió a su casa algo más confiada en el buen éxito de los amores que con tanto entusiasmo patrocinaba.

VIII

Al pie de la reja

Todo aquel día estuvo el doctor alborotado y lleno de ansiedad aguardando contestación de doña Costanza.

Vio a su prima en el paseo y en la tertulia. Le habló delante de los otros amigos y amigas que la cercaban. No notó ningún signo de que Costancita hubiese recibido bien su carta. Antes al contrario, le pareció que Costancita estaba con él más seria que de costumbre. Sus miradas eran menos benévolas y frecuentes. El doctor se dio a sospechar que había caído en desgracia y se puso más melancólico que de costumbre.

Respetilla no había podido ver en todo el día a la doncella favorita. D. Faustino le preguntó en balde sobre la suerte y paradero de su carta.

Aquella noche volvió el doctor a las doce de la tertulia de D. Alonso a casa de la tía Araceli. En vez de desnudarse, rogó a su criado que fuese cuanto antes a hablar con Manolilla, y que a la vuelta entrase a hablarle, que él le aguardaba despierto y vestido.

Así lo hizo, y se quedó sentado a la mesa leyendo un libro de filosofía; pero no acertaba a entender ni un renglón siquiera. Sobre las páginas graves del libro brincaba la imagen de Costancita, riéndose, enamorándole y distrayéndole de todo.

Transcurrieron dos horas mortales. Después de las dos oyó D. Faustino pasos de puntillas en los corredores. A poco levantó Respetilla el picaporte y entró en el cuarto.

—¿Por qué has tardado tanto? ¿Traes contestación? —preguntó el doctor.

—Vaya, señorito, ¿cree su merced que es tan fácil entrar en esta casa? El chico que me abre la puerta falsa se había dormido como un tronco y por poco no me quedo a dormir al sereno.

—¿Traes carta? —volvió a preguntar D. Faustino.

—No se apure su merced.

—¿Qué hay? No me apuro —dijo el doctor, contradiciendo lo apesadumbrado y lastimero de la voz lo mismo que expresaba—. No me apuro. Dí ¿qué hay?

—Pues digo que no hay carta. Doña Costanza ha regañado a Manolilla porque le entregó la de su merced, a la que dice que no quiere contestar.

—¡Bien me lo decía el corazón! Yo soy poco dichoso. No quiero seguir aquí tonteando. Mañana nos volvemos a Villabermeja.

—Señorito, yo creo que las cosas no están tan mal como su merced se las figura.

—¿Y por qué lo crees?

—Lo creo porque doña Costanza, que no quiere contestar a su merced, le ha entrado de repente una manía rara.

—¿Qué manía?

—Ha dicho a Manolilla que hace ahora un tiempo delicioso, que el jardín está que da gusto, y que por las noches, con la luz de las estrellas y con el perfume del azahar, debe de estar mejor. Manolilla le ha contestado que sí; que el jardín está encantador de una a dos de la noche; y la señorita ha replicado que tiene el capricho de bajar mañana al jardín, a la referida hora.

—¡Ay, Respetilla, apenas quiero creer mi ventura! ¡Me da una cita! ¡Quiere verme y hablarme por la reja del jardín!

—Señorito, yo no digo eso. No saque su merced de mis palabras lo que en ellas no se contiene. Estos son asuntos muy dificultosos y resbaladizos. Ni doña Costanza a Manolilla, ni Manolilla a mí, han dicho nada de cita. No se ha hablado de su merced para nada. Sólo se sabe que doña Costanza tiene el capricho de bajar y bajará mañana al jardín, a la una de la noche, para oler el azahar y contemplar el cielo estrellado; pero como en el jardín hay dos rejas que dan a la callejuela, su merced puede ir por allí, porque la calle es del rey, y nadie le prohíbe a su merced estar en la del rey, y su merced puede oler también el azahar a la hora que se le antoje.

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