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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (33 page)

—Me aflige oír a Vd., Sr. D. Faustino —replicó Joselito—. No quisiera ofender a mi prisionero, mas no puedo resistir a la tentación de decir a usted que es Vd. un blandengue. Es treta muy común negar la injuria para excusar el peligro de la venganza. Tiene Vd. razón: la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada.

El doctor perdió los estribos: se puso más colorado que una amapola; se olvidó de que Joselito estaba armado siempre; se olvidó de que a una voz de Joselito podrían acudir sus hombres y darle muerte en el acto.

—Voto a Dios —dijo—, que yo no disimulo injuria alguna y menos la de Vd. que es quien me injuria. ¿Piensa el ladrón que todos son de su condición? ¿De dónde, por perdido que yo esté, puede Vd. inferir que voy a adoptar la infame vida que Vd. lleva? Repito que el escribano está en su derecho; que no me injuria, y basta que yo lo diga. El escribano obra como quien es: es ruin y obra ruinmente; pero no me injuria.

Joselito, en el primer momento, estuvo a punto de romper la cabeza al doctor, que así se desahogaba. En todos los días de su vida había tenido Joselito tanta paciencia. Reportó su cólera. Allá en su interior casi se alegró de que la persona de quien su hija andaba enamorada tuviese tantos arrestos.

—¡Bien está! —dijo—, a quien hoy toca, no disimular, sino perdonar las injurias, es a un servidor de Vd., Sr. D. Faustino. No disputemos más. Cada loco con su tema.

—Dispense Vd., Joselito, si me he exaltado un poco.

—La cosa no es para menos. Comprendo que debe de estar Vd. más quemado que candela. Sentiré quemarle más, pero me importa recordar el pacto que hemos hecho. Vd. tiene algo viva la sangre y puede olvidarlo a lo mejor. Un caballero tan cabal, que está tan en su punto, sería lástima que se cegase y faltase a lo pactado.

—Yo no faltaré nunca.

—Con todo, no está de más recordar a Vd. que es mi prisionero; que ha prometido no huir, ni hacer armas contra nosotros, sino seguirme y obedecerme.

—En cuanto no se oponga a mi honor ni a mis principios.

—Convenido. Pues sepa Vd. ahora, Sr. D. Faustino, que por más que no quiera Vd. ser de nuestra compañía, Vd. ha de permanecer conmigo a modo de cimbel o reclamo.

—¿Qué significa eso?

—La cosa es muy sencilla. ¿Para qué sirven el cimbel y el reclamo? Para que las avecillas enamoradas acudan donde ellos están. Pues para esto me está Vd. sirviendo. Deseo que mi ingrata hija venga a mí, y ya que no venga por amor de su padre, vendrá por amor de Vd. Para esto sigue Vd. en mi poder. Luego que venga María, yo concertaré con ella el precio del rescate. Yo tengo donde ella viva segura y con mucho regalo. ¿Por qué no ha de vivir María donde esté bajo el dominio de su padre; donde su padre pueda verla? ¿Por qué ha de andar huyendo siempre de mí?

El plan del bandido era hábil. El doctor no dudó de que María iba a venir en busca de su padre, a fin de salvarle a él del cautiverio. El caso era triste. Él iba a tener la culpa de que aquella mujer, que había podido hasta entonces librarse de padre tan tremendo y de vivir como su cómplice a costa de sus robos, cayese en poder del capitán de bandoleros. Las súplicas y los insultos hubieran sido inútiles para hacer que Joselito cambiase de propósito. El doctor se calló por consiguiente.

Dos días después del coloquio, que acabamos de referir, permanecían aún los bandidos y el doctor en la hermosa casería de que se ha hablado. Sin duda, esperaban la llegada de alguien: casi de seguro, imaginaba el doctor, esperaban la llegada de María.

Eran las diez de la noche. Se oyeron resonar, fuera de la casería, los cascos de dos caballos, que a poco llegaron y pararon a la puerta. Joselito, su tropa y el doctor, se hallaban tomando el fresco en el patio, cuando el bandido, que estaba de atalaya, entró seguido de dos hombres. El uno, que parecía criado, venía descubierto; el otro venía embozado en su capa hasta los ojos y con el ala del sombrero tapada la frente y envueltos en sombra los ojos mismos. Sin desembozarse, sin descubrirse, dijo el incógnito:

—A la paz de Dios, caballeros.

—A la paz de Dios —le contestaron.

Encarándose luego con Joselito añadió:

—Dios te guarde. Guíame a un cuarto cualquiera. Tengo que hablarte a solas.

Estas palabras, pronunciadas con imperio, fueron oídas con profundo respeto por Joselito, que conoció en la voz a quien las pronunciaba. Guió, pues, al embozado a un cuarto donde hizo poner luces. El criado quedó en el patio aguardando en silencio. Los caballos, en que habían venido amo y criado, estaban fuera de la casería, atados de la brida a unas argollas que al efecto había en la pared.

La conferencia duró más de una hora, y terminada que fue, el embozado partió con su acompañante, a quien el mismo Joselito vino a llamar para que siguiese a su amo. Las pisadas de los dos caballos, que se alejaban, se oyeron resonar desde el patio.

—Sr. D. Faustino —dijo entonces Joselito—, tenga su merced la bondad de venir conmigo.

El doctor siguió a Joselito al mismo cuarto donde con el embozado había estado hablando. Solos allí, con voz conmovida dijo Joselito al doctor:

—Todos mis planes se han deshecho. Es mi sino. Hay una fuerza superior a mi voluntad que me avasalla y sujeta. María no ha muerto; pero Vd. y yo debemos considerarla como muerta. No la volveremos a ver más. Para nada le necesito a Vd. ahora. He prometido además al hombre que acaba de irse de este cuarto, que pondré a Vd. en libertad inmediatamente. Voy a cumplir la promesa. ¿Quiere usted irse ahora mismo?

—Estoy impaciente por ver a mi madre, por salvarla, por consolarla al menos. Ahora mismo me voy —contestó el doctor.

En balde intentó averiguar quién era el personaje misterioso que procuraba su libertad, y sobre todo, cuáles eran el paradero y el destino de María para que tuviese él que considerarla como muerta. Joselito no quiso o no pudo revelarle nada. Mandó que ensillasen la jaca del doctor y que dos de los de más confianza de la cuadrilla se preparasen a acompañarle.

Todo dispuesto ya, el doctor se despidió de Joselito alargándole la mano, que éste apretó amistosamente entre las suyas.

Por trochas y atajos, por sendas extraviadas, caminando más de noche que de día, llegaron, al tercero, el doctor y su comitiva a un sitio, distante media legua de Villabermeja y muy conocido del doctor, porque estaba en el camino de su casa de campo. Allí, los bandidos le pidieron su venia para volverse. El doctor se la dio de buen grado, con mil gracias por el favor que le habían hecho. Procuró también darles el dinero que llevaba consigo, pero la caballerosidad y desprendimiento de aquellos valientes no lo consintió.

Empezaba a clarear cuando el doctor se quedó solo. Era una mañana hermosísima. Con la impaciencia de volver a ver a su madre, puso el doctor espuelas a la jaca, y pronto se halló en el lugar y a la puerta de su casa, que vio abierta, aunque tan temprano.

Entonces le dio un vuelco el corazón. Presintió una desgracia. Una nube de tristeza nubló sus ojos.

Faón fue el primero que salió a recibirle; pero, en vez de mostrar contento, daba aullidos tristes.

Bajó el doctor de la jaca, y dejándola en el zaguán, entró por el patio sin hallar a persona alguna. El podenco iba delante, aullando a veces, como si quisiera darle una nueva dolorosa.

Al ir a subir la escalera para dirigirse al cuarto de su madre, apareció la niña Araceli y se echó en los brazos del doctor.

—¡Hijo mío, hijo mío! —dijo—. ¿Dónde has estado? Gracias a Dios que sano y salvo te volvemos a ver.

—Tía, ¿cómo está Vd. por aquí? ¿Qué ha pasado?

—Tu madre está enferma, hijo mío.

—No me oculte Vd. la verdad, tía. Es inútil. Mi madre…

—No subas ahora… está durmiendo.

—Está durmiendo un sueño eterno —exclamó el doctor—. Mi madre ha muerto.

La niña Araceli ni afirmó ni negó, pero prorrumpió en amargo llanto.

El doctor subió precipitadamente la escalera. Iba a dirigirse a la alcoba de su madre, cuando el ama Vicenta le detuvo a la puerta, diciéndole:

—No está aquí.

Instintivamente se fue entonces hacia la sala-estrado. También allí estaba a la puerta otra persona: el Padre Piñón.

—Déjeme Vd. que entre y la vea —dijo D. Faustino.

El Padre Piñón, juzgando ya inútil todo disimulo, respondió al doctor:

—No entres; no perturbes su reposo: pide a Dios que descanse en paz.

D. Faustino cayó llorando entre los brazos del Padre.

—¡Ha muerto! —dijo.

—Ha muerto como una santa —contestó el Padre Piñón.

—Soy un miserable. Yo la he muerto con mis locuras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no me matas a mí?


Quia Dominus eripuit animam tuam de morte
—dijo el Padre, que siempre llevaba el
Breviario
en la memoria, y entonces, además, le traía en la mano, abierto por el oficio de difuntos.

—Hijo mío —añadió—, reza por tu madre, reza por ti: mira que en estas grandes tribulaciones, el rezar es el mayor consuelo:
Tribulationem et dolorem inveni, et nomen Domini invocavi
.

—Es cierto —respondió D. Faustino—; he hallado la tribulación y el dolor; pero no he hallado la fe.

—¡Qué horror! Si has de hablar así, vete. No profanes este sitio.

El doctor tomó entonces maquinalmente el Breviario que tenía el Padre Piñón. Fijó sus ojos en la página por donde estaba abierto, y leyó unas desesperadas sentencias del libro de Job, encarándose al leerlas con el Padre, como si le contestara.

—Mi alma —dijo—, tiene tedio de mi vida. Hablaré con amargura de mi alma. Diré a Dios: no quieras condenarme. Manifiéstame por qué me juzgas así. ¿Por ventura te parece bien el que me calumnies y me oprimas?

Aterrado el Padre de que así convirtiera el doctor el bálsamo en veneno, le arrancó el Breviario de entrelas manos.

D. Faustino se precipitó dentro de la sala.

En medio de ella, en un féretro, entre cuatro blandones ardiendo, hacía más de veinticuatro horas que estaba su madre de cuerpo presente.

D. Faustino se acercó al féretro con silencio respetuoso; se hincó de rodillas como quien pide perdón, y levantándose luego del suelo, se inclinó sobre el rostro de la difunta, le contempló con honda pena, y exclamó como si anhelase despertarla:

—¡Madre, madre mía!

Respetilla, que estaba velando el cadáver, el Padre Piñón; doña Araceli, que había subido, y el ama Vicenta, callaban y lloraban.

El doctor aproximando, por último, los labios a la cara pálida y desfigurada de doña Ana, la besó en la frente y en las mejillas.

Los que asistían a este espectáculo, se apoderaron de D. Faustino y casi por fuerza le sacaron de allí y se le llevaron a su cuarto.

XXV

La soledad

El dolor de D. Faustino fue grandísimo en aquellos días. Nació, no sólo del amor que profesaba a su madre, sino del remordimiento de haber sido, en parte, causa de su muerte.

El doctor, allá en el seno de su conciencia, recordaba la vida de doña Ana, y comprendía que había sido un prolongado martirio, en que su padre y él habían hecho el oficio de verdugos.

Doña Ana, resignada a vivir en Villabermeja, con un espíritu elevado y culto, no había tenido con quién entenderse. Su marido, rudo, selvático, montaraz, no sabía estimarla. Ni siquiera por gratitud, viéndose tan cuidado y respetado, había mostrado amor y consideración a doña Ana. Con sus amores viciosos por la Joya y la Guitarrita, y por otras daifas palurdas por el estilo, había humillado cruelmente a su mujer. Ni siquiera amistad, ya que no amor, había sabido mostrar a aquella noble señora, con quien jamás había acertado a sostener un diálogo que durase cinco minutos. En cambio, ora jugando, ora en francachelas, en ferias y en excursiones a otros pueblos de Andalucía, ora en regalos a las mancebas que había tenido, ora con su desorden, mala administración y necios planes, D. Francisco López de Mendoza se había empobrecido y se había empeñado.

D. Faustino, lejos de remediar los males de su casa, los había agravado más, si no con gastos grandes, con su imprevisión y su descuido, y con su incapacidad para las cosas prácticas de la vida. Su conducta reciente había provocado por último la cólera de Rosita, y había traído sobre la cabeza de su madre el golpe rudo, que, en unión con su fuga y cautiverio entre los ladrones, había acabado por matarla. D. Faustino no quería perdonarse nada de esto. Estaba inconsolable.

La niña Araceli y el Padre Piñón, que eran tan buenos, le hablaban de resignación; le decían que era menester conformarse con la voluntad de Dios; y aseguraban que doña Ana, que había sido tan virtuosa, no podía menos de estar en el cielo. A par de estas razones, fundadas en la fe, sacaba a relucir el Padre Piñón, con un candor delicioso y con un sentido común exento de sentimentalismo, otros pensamientos y discursos, que, ya que no convenciesen al doctor, le hacían sonreír y aliviaban algo su pena.

—Faustinito —decía el Padre—, no te aflijas tanto. ¿Qué se gana con afligirse? ¿Hay nada más natural que morir? Si no se muriese la gente, ¿cabríamos ya en el mundo? Además, ¿crees tú que nos podríamos sufrir, al cabo de cierto tiempo, si fuésemos inmortales? ¡Qué monotonía tan inaguantable la de la vida si no hubiera en ella término! Yo creo que, en este bajo suelo, sería peor una vida inmortal, que el tormento de quien no duerme y se cansa. Al cabo de cierto tiempo de velar y de trabajar, te sientes cansado y deseas dormir; pues lo mismo, después de vivir y de afanar mucho, se desea la muerte. La muerte es el reposo, es el sueño para los que velaron y se fatigaron demasiado. Se me figura a veces que en el morir debe de haber muy semejante deleite, aunque mil veces más intenso, al del hombre, que después de haber ganado su jornal y empleado bien el día en obras útiles y misericordiosas, se tiende en una buena cama, estira las piernas y se queda dormido.

—Sí, Padre —contestaba el doctor—, pero ese hombre se duerme con la esperanza cierta de despertar a la mañana siguiente y de ver la luz y de hallarse más fuerte y brioso.

—Pues con más bella y sublime esperanza se entregó tu madre al sueño del sepulcro —replicaba el Padre Piñón, dejando a un lado sus filosofías instintivas y volviendo a su papel de creyente y de sacerdote—. Tu madre se entregó al sueño del sepulcro con la esperanza cierta de despertar a la mañana, pero la mañana que no termina ni cansa; de gozar de otra luz más hermosa, de gozar de un día eterno, y de recibir una magnífica paga, un jornal espléndido por sus trabajos y virtudes. Sin duda que al morir, la palabra de Dios resonó en el centro de su alma, diciendo: Ego sum resurrectio et vita:
qui credit in me, etiam si mortuus fuerit, vivet; et omnis qui vivit et credit in me non morietur in aeternum
.

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