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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (13 page)

»Mas para esto son inútiles todas las riquezas de Costancita… ¿Qué digo son inútiles? Son perjudiciales. Rica heredera, lisonjeada de hermosa, con la conciencia de su natural distinción, de su poder, de su gallardía y de su elegancia, Costancita querrá ir a las grandes ciudades y brillar en ellas, y tendrá también sus esperanzas y sus ilusiones, que nunca desechará como no se prende de mí y llegue a adorarme. Y si se prenda de mí y llega a adorarme, ¿qué razón hay para quedarnos en Villabermeja, teniendo Costancita dinero con que vivir en Madrid, donde justificaré yo su amor y el gran concepto que ella forme de mí, encumbrándome por todos estilos? Resulta, pues, que ora me quiera, ora no me quiera Costancita, es imposible realizar con ella un idilio bermejino. Para este idilio importaba encontrar una Costancita tan pobre como yo o más pobre.

»Y aquí me pregunto: ¿Tengo vocación para hacer este idilio? Si Costancita fuese pobre, más pobre que yo, y me amara, ¿la amaría mi alma y olvidaría por ella todo otro anhelo, y hundiría y ahogaría en el piélago de luz beatífica de una mirada suya los mil ensueños de ambición y de gloria?

»Desde que vi a Costancita me estoy preguntando esto y no atino con la respuesta. Advierto luego con vergüenza que mi pregunta equivale a esta otra, despojada ya de todo artificio retórico, en su terrible y brutal desnudez: ¿Quiero engañarme a mí mismo fingiéndome que amo ya a Costancita, cuando en realidad no amo sino su dinero? ¿Qué hipocresía absurda pretendo emplear hasta conmigo? ¿Por qué vine aquí? ¿Me atrajo la fama de las virtudes y de la hermosura de mi prima o acudí al olor del dote? Si soy un Coburgo lugareño, ¿para qué presumir del fino enamorado y romántico adorador de la señora de mis pensamientos?

»Para que responda a estas preguntas, para que confiese su crimen, hace dos días, desde que vi a Costancita, doy a mi alma todo género de tormentos. Soy un feroz inquisidor de mi alma, y el alma no contesta claro. ¡Es singular! En Villabermeja, y durante el viaje de Villabermeja a esta ciudad, acepté e hice sin repugnancia el papel de Coburgo, y ahora me repugna el papel y quiero cohonestar mi conducta fingiéndome enamorado. ¿Será mi orgullo que se despierta al ver lo burlona que es mi prima? ¿O la misma vergüenza de ser un aspirante a su dote provendrá de que ya la amo?

»En fin, yo ando muy confuso y no atino a explicarme estas cosas.

»Tal vez como yo he vivido casi siempre en Villabermeja, donde lo más distinguido que hay en punto a mujeres son las Civiles, y como en las cortas temporadas de Granada he hecho siempre vida estudiantil, jugando al monte, y siendo las damas más encopetadas con quienes he tratado alguna bailarina o alguna pupilera, me he dejado deslumbrar y cegar por Costancita. Quizás, viniendo en busca de dinero, hallé amor, pues más bien halla amor quien le siente que quien le inspira.

»De cualquiera modo que sea, presiento en este asunto algo más serio de lo que pensábamos».

VII

Preliminares de amor

Hay en mi mente mil razones que la inclinan a no proseguir la narración de esta historia. Sólo el compromiso que contraje al empezar su publicación me lleva ahora a continuarla.

El protagonista me desagrada cada vez más. En sus calidades intrínsecas hay poco o nada que le haga interesante, y, sobre todo su posición de señorito pobre es anti-poética hasta lo sumo. ¿Qué lance verdaderamente novelesco puede ocurrir a un señorito pobre? Un buen héroe de novela sin dinero no es concebible sino entre salvajes, en países remotos, en edades antiguas, en medio de civilizaciones bárbaras o en lucha abierta con nuestra civilización y forajido de ella, donde sean, de acuerdo con la sentencia del ingenioso hidalgo,
sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad
. Pero protegido a par que reprimido por un juez, por un alcalde y hasta por un guardia civil, con cédula de vecindad o con pasaporte, sujeto a multitud de reglas, encomendada la defensa propia a gente asalariada por la comunidad, lleno de temor de faltar, no ya a un precepto de ley, no ya a un reglamento de policía urbana, sino a lo que llaman
conveniencias
, ¿qué se ha de esperar que dé de sí un señorito pobre, digno de la más sencilla y pedestre novela? De no romper con la sociedad haciéndose mendigo o bandolero, importa sobreponerse a ella, lo cual no se consigue sin ser un Abul-Casen o un Montecristo.

Nada de esto era nuestro pobre doctor, y yo no he de apartarme un ápice de la verdad suponiendo lo que no era. Suplico, pues, a mis lectores que me disculpen si caigo y hasta me arrastro y revuelco en el más prosaico realismo.

A fuerza de trabajo y de súplicas habían logrado doña Ana y el doctor que unos marchantes bermejinos les compraran dos tinajas del vino superior que tenían, de la flor y nata de la cosecha, pagándolas al contado, caso raro por allí, y a diez reales la arroba. El producto líquido de esta venta, deduciendo mermas, botas de regalo a los marchantes y gajes y propina del corredor, se elevaba a la cantidad de mil novecientos reales. Los marchantes entregaron religiosamente dicha suma en monedas de todas clases, siendo más de mil reales en calderilla. Según el uso del país, cada cien reales, o sea cada ochocientos cincuenta cuartos, venían metidos en una esportilla de palma de escoba, cosida con guita o con tomiza. Como la esportilla no se ha de dar de balde, en cada esportilla se cuentan sólo ochocientos cuarenta y ocho cuartos, restados dos por el valor de la esportilla. Verdad es que la esportilla es siempre útil, pues cuando no sirve para llevar cuartos, sirve para llevar aceitunas, con lo cual se saca la ventaja de que los cuartos vengan a menudo bañados en el caldo y aliño de las aceitunas, y las aceitunas adquieran cierto sabor y olor a la mugre de los cuartos. Por lo demás, lo mismo debieran valer mil reales en cuartos, metidos en esportillas, que mil reales en oro. El doctor, sin embargo, no quiso emprender la conquista de su prima doña Costanza con aquel numerario tan voluminoso y mugriento. Su transporte, en la forma en que estaba, casi hubiera requerido otro mulo más sobre los tres, o mejor dicho en pos de los tres del equipaje y de los presentes. El doctor tuvo, pues, la precaución de acudir a la vieja tendera, que le quería bien, a pesar de la mala pasada que hicieron los podencos, comiéndose el reparo de bizcochos con vino y canela; y la tendera, rica y generosa, le hizo el insigne favor de cambiarle los mil y novecientos reales en dobloncillos de dos y cuatro duros. Con este oro se habían pagado ya las costas de la posada durante el viaje.

A los cuatro días de vivir el doctor en casa de doña Araceli, un señor Marqués de Guadalbarbo, que había venido como él a la feria, le llevó al casino, le indujo a jugar al monte, le excitó a echar tres o cuatro vaquitas que todas berrearon, y los mil novecientos reales se vieron reducidos a poco más de mil.

Temeroso el doctor de encontrarse sin blanca, hizo promesa solemne de no volver al casino para no caer en la tentación de jugar al monte.

Era menester que los mil reales que le quedaban, alcanzasen para el tiempo que había de estar en el pueblo de su prima, para gratificar a los criados al partir, y para los gastos del regreso a la patria.

La íntima contemplación de esta miseria propia aumentaba la timidez, la melancolía y el encogimiento del doctor en todas partes. Se avenía tan mal el don con el tiruleque, disonaba tanto lo de alcaide perpetuo y demás blasones con aquella escasez absurda de metales preciosos, que D. Faustino se sentía acobardado, postrado, abatidísimo, como si le hubieran dado cañazo.

Llegaron los días de la feria; hubo toros; hubo mucho turrón y mucho garbanzo tostado; en fin, cuanto hay en todas las ferias. D. Faustino fue a los toros, convidado por su tío; paseó por el campo de la feria, caballero en su jaca y vestido de majo; hizo como quien se divierte, pero se divirtió menos que en un entierro.

Las indefinibles miradas entre él y Costancita continuaban como desde el principio. Por la noche, cuando no había velada en las calles o en el paseo público, había tertulia en casa de D. Alonso. Así se pasó una semana, y así llegó el último día de la feria; pero los amores de D. Faustino y de doña Costanza estaban menos adelantados que en el primer día en que ambos primos se vieron.

Si el doctor hubiera hallado a doña Costanza por acaso, sin previo aviso y concierto de que venía a vistas para casarse con ella, el doctor le hubiera declarado sin rebozo sus más atrevidos pensamientos. Pero ¿qué es decir a doña Costanza? Al lucero del alba, a la propia Diana, a la propia Vesta, los hubiera declarado el doctor. Su proceder tímido no nacía de natural timidez, sino de orgullo. Él, al menos, así lo imaginaba. Allá en su rica fantasía, segaba a montones cuantas flores brotan en las faldas del Helicón y del Parnaso, lozanas y olorosas por el fecundo riego de las fuentes Hipocrene y Castalia, y con estas flores adornaba y cubría su declaración de amor a doña Costanza; pero no bien apartaba de nuevo las flores, y quedaba la declaración escueta, el doctor no veía sino esta fórmula prosaica: «Tráeme los tres o cuatro mil duros de renta, que me hacen mucha falta. Yo en cambio no tengo sino amor». Cada vez que a solas en su cuarto, durante el silencio de la noche, el doctor se repetía las mencionadas frases, se le saltaban las lágrimas de dolor y de rabia. Cada vez, sin embargo, se le figuraba que amaba más a su prima. Por momentos creía sentir por ella verdadero amor: pero los mil reales en que tenía que mirarse para que no se gastaran, su pobreza bermejina, en suma, que hasta para él mismo hacía inverosímil su amor desinteresado, ¿cómo no había de hacerlo también para Costancita?

¡Cuánto lamentaba el doctor entonces, tocando y aun pasando los límites entre la razón y la locura, no haber nacido allá en Oriente y ser corsario o
klepta
y
giaour
, como un héroe de Byron, o no haber nacido en humilde cuna para ser bandolero como José María, o no haber nacido en el siglo XI o XII para conquistar a cuchilladas y lanzadas, no ya dinero, sino un imperio, y dársele luego a Costancita en pago de su corazón!

Doña Araceli, que, por amor a su amiga y prima doña Ana, había preparado el asunto del noviazgo, aficionada después al sobrino doctor, se dolía de que las cosas marchasen con tanta frialdad y lentitud. No quería o no se atrevía, con todo, a decir nada a don Faustino. Juzgaba más conveniente dejar a los presuntos novios en completa libertad para que todo dependiese de su iniciativa.

El doctor había dado un bufido a Respetilla siempre que éste, a las horas de irse a acostar su amo, que era cuando más a solas le veía, había empezado a hablarle del noviazgo. El doctor, pues, respecto a sus amores con doña Costanza, estaba reducido a un soliloquio perpetuo. Respetilla, con todo, no pudo resistir más la gana de hablar, y una noche le dijo:

—Señorito, hoy hace ocho días que estamos aquí.

—Bueno, ¿y qué? Estaremos otros cuatro o cinco más, y nos volveremos a Villabermeja —contestó el doctor.

—Pues si aprovecha su merced los cinco días que quedan como ha aprovechado los ocho, lindo viaje hemos echado; estamos lucidos.

—¿Qué tienes tú que ver con eso? Cállate. No seas insolente.

—Señorito, yo tengo mucha ley a su merced, y aunque me dé de palos he de hablar y he de meterme en camisón de once varas y he de decir lo que conviene.

—Respetilla, Respetilla,
cuidados ajenos matan al asno
.

—Yo no niego que soy un asno, señorito; pero niego que los cuidados de su merced sean para mí cuidados ajenos: los cuidados de su merced son para mí más que propios.

—¡No eres tú pillo, ni nada, Respetilla! Vamos, dí lo que se te antoje. Te doy completa libertad por esta noche.

—Pues, señorito, lo primero que digo es que
fray, Modesto nunca fue guardián
. Su merced anda muy encogido y cobarde,
y de cobardes no hay nada escrito
. Yo sé, de buena tinta, que mi señora doña Costanza tiene más gana de que su merced le diga algo de amores, que un gitano de hurtar un borrico. Está frita y refrita por esos pedazos; pero, ya se ve, como su merced se calla, doña Costanza no ha de hacer lo que hizo la dama del romance con su camarero Gerineldos.

—¿Y cómo sabes tú esas cosas? ¿Cuál es esa
buena tinta
de que la sabes?

—La buena tinta es una morena más retrechera que el reloj de Pamplona, que apunta pero no da y me tiene achicharrado hace días.

—Me dejas en la misma duda. ¿Quién es esa retrechera?

—¿Quién ha de ser?… Manolilla.

—¿Y quién es Manolilla?

—Señorito, perdone su merced, ¿tengo yo la culpa de que a su merced se le vaya el santo al cielo, y esté casi siempre trasponido y a oscuras, y no vea ni entienda, y con tanto entendimiento y con tanto libraco como ha leído viva en Belén, como quien dice?

—Pues hombre, no faltaba más sino que para no vivir en Belén y para tener una idea exacta y completa de las cosas creadas y de lo que más importa fuera necesario que yo supiese quién es Manolilla.

—Pues aunque su merced se me enoje, le sostendré que es necesario y más que necesario. Manolilla no es una Manolilla cualquiera; es la criada favorita de doña Costanza. Yo no me duermo en las pajas, y aunque no he venido a vistas, como la he hallado vacante, la he dicho: aquí me tienes, cuerpo bueno; y como la moza no es ninguna fiera, habla conmigo algunas noches por una de las rejas del jardín.

—¿Y qué te ha dicho de su señora? ¿Sabe ella lo que su señora piensa de mí?

—Dice que la señorita dice que su merced tiene mucho talento y sabe más que Lepe y Lepijo del cielo y de los espacios imaginarios; pero que su merced parece a veces un tío lila, y que le está dando un camelo con no declararse.

—¿Eso dice?

—No digo yo, ni dice Manolilla que ella lo diga con las mismas palabras; pero así, por estilo burdo, no atinamos nosotros a exponer de otra suerte el sentido de lo que dice.

—Está bien. ¿Cuándo hablarás tú con Manolilla?

—Esta noche a la una. En cuanto su ama se acueste, saldrá a la ventana Manolilla a pelar la pava conmigo.

—¿Podrás llevarle una carta mía para doña Costanza?

—¿Y por qué no? Escríbala enseguida su merced.

D. Faustino se puso al momento a escribir la carta, y una vez escrita, se la entregó al criado, que se fue a ver a Manolilla.

El doctor no pudo pegar los ojos en toda la noche, pensando en el efecto que la carta produciría, y lleno de zozobra de hacer reír a doña Costanza.

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