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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (22 page)

Cuando el doctor llegó a este punto en sus cavilaciones, recordó sonriendo unos versos muy conocidos de Lope de Vega. Un lacayo, disfrazado de médico, es consultado por un caballero que padece honda tristeza, y se entabla este diálogo:

—Nada me parece bien;

Todos me son importunos.

—¿Tenéis dineros?

—Ningunos.

—Pues procurad que os los den.

El remedio de la tétrica filosofía del doctor, ¿era el mismo de que hablaba el lacayo de Lope? En gran parte sí. El doctor tenía la ingenuidad de confesárselo, si bien la confesión le humillaba y vejaba. ¿Por qué un alma tan grande como la suya se conmovía y trastornaba por cosa tan accidental y de poco valer? Porque el doctor quería ir a Madrid, darse a conocer, brillar, hacerse famoso, y sin algún dinero no podía lograrlo.

El doctor procuraba consolarse de no ir a Madrid; procuraba desistir de sus sueños de ambición y de gloria. Entonces se hacía un argumento o discurso parecido al que hizo no recordaba bien qué sabio a Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba e inquietaba, ansioso de conquistar el mundo. «Conquistaré primero toda la Grecia», decía Pirro. «¿Y después?» preguntaba el sabio. «Después la Italia». «¿Y después?» «El Asia menor y la Persia, y la Bactrianá y la India, y por último toda la tierra». «¿Y después?» volvía a preguntar el sabio. «Después me reposaré triunfante y seré dichoso». «Pues haz cuenta que ya lo conquistaste todo; sé dichoso y repósate».

Este coloquio, si tenía fuerza para convencer a Pirro, que al fin soñaba con la conquista del mundo, mayor fuerza debía tener para el doctor, quien, en sus mayores raptos ambiciosos, ni soñaba ni podía soñar sino con ser, por unos cuantos meses,

uno de los cien ministros

que al año vienen y van;

en un país que, lejos de conquistar los otros, no sabe conquistarse a sí mismo.

Algo más tranquilo el doctor, después de este razonamiento, pensó en dedicarse a la vida contemplativa: desechar la práctica por la
teoría
. ¿No está acaso en la
teoría
la suprema felicidad y el verdadero fin del hombre? El universo podrá estar mal, si se atiende al bien de los seres que le pueblan. La vida será un triste presente: el dolor físico y el dolor moral quedarán inexplicables. De todo esto prescindía el doctor, por lo pronto. Pero ¿cómo negar el grandioso espectáculo que nos ofrece esta máquina del mundo? ¿Cuánto no queda aún por descubrir, por investigar y hasta por ver en dicha máquina, así en las partes como en el conjunto? Y no sólo en lo que es ahora, sino en lo que ha sido y en lo que ha de ser. ¿Qué origen tuvo todo ello? ¿Cuál será su fin? ¿Dónde está el propósito? Dado que estas preguntas pudiesen tener satisfactoria contestación, lo mismo se podía escuchar la voz del oráculo revelador en Villabermeja que en la heroica villa de Madrid, capital de todas las Españas.

Aun sin meterse en honduras científicas ni en averiguaciones de ningún género, bien podía el doctor darse por pagado de ver las cosas como poeta, admirándolas y celebrándolas; limpiando bien el alma de malas pasiones para que fuese bruñido y claro espejo, que reflejase el mundo dentro de sí, no sólo en cuanto se extiende y dilata por los espacios, sino en su prolongación en los tiempos, con todas las series sucesivas de creaciones y de manifestaciones que en él ha habido. Confesemos que la hermosa casa solariega de Villabermeja era cómodo y regalado asiento para asistir a esta representación magnífica y perpetua. El alma del doctor además, al reflejar en sí todas las cosas, no lo haría sin gracia y desmañadamente, sino que las hermosearía y perfeccionaría según ciertas leyes de buen gusto y de elegancia, tachando defectos y errores, produciendo armonías, y creando, en suma, para sí un universo mil veces más bello. Aunque el doctor no hiciera más que esto en toda su vida, ¿quién ha de negar que cumpliría con una gran misión? ¿Pues de qué vale el universo y toda su hermosura si no hay inteligencia que le mire y le comprenda? Decidido el doctor a consagrarse a esto, no tendría ya que preguntarse con pena, ¿para qué sirvo? Serviría para justificar la creación.

Por desgracia, ahondando un poquito más el doctor en estas reflexiones y soliloquios, se encontró con una dificultad aterradora. Para la práctica ya había visto que sin amor nada podía: para la teórica halló también que era menester amor. Conforme Dios iba creando las cosas, las miraba con amor y veía que eran buenas. Para encontrarlas él también buenas, o al menos bellas, era menester que las mirase con amor. Mucho más amor era menester aún para reflejarlas en el espejo del alma con mayor hermosura de la que tienen. El amor es el grande artista, el creador, el poeta; y D. Faustino temblaba de pensar que no amaba. Quería convencerse primero, sin ningún amor, de que un objeto era bueno, muy bueno, y después amarle. No sentía el rapto generoso, la noble confianza del alma enamorada que se lanza con amor al objeto y luego le halla bueno y bello.

Crea el lector que me pesa ahora de haber elegido para mi cuento un personaje de tan enmarañado carácter como el doctor Faustino. Me obliga contra mi gusto a escribir este largo soliloquio, que debe aburrirle: pero ya no podemos retroceder. Yo procuraré ser breve, aunque mucho se quede por decir.

Desesperado el doctor de no amar lo bastante, así para la vida práctica como para la vida especulativa, en lo que tienen de más egregio, volvió a su tema de hacer una vida práctica y especulativa a la vez, más llana y más vulgar, y volvió a soñar con ir a Madrid en busca de aventuras y de triunfos. La falta de dinero, el grande obstáculo, apareció en seguida ante sus ojos.

Una sola bujía alumbraba el salón en que se hallaba. La luz iluminaba apenas los retratos de los ilustres Mendozas. Todos ellos eran menos que medianos, salvo el de la coya. El doctor los miró casi con ira, porque le habían dejado un nombre y no le habían dejado riqueza. Tuvo gana de pegarles fuego. También pensó en llevárselos a Madrid y ponerlos en un baratillo, a ver si los compraba algún usurero o algún publicano, que quisiera ennoblecerse y tener ascendientes, prohijándolos, o mejor dicho,
propadrándolos
. Pero ni esta esperanza le daban sus ascendientes. ¿Qué publicano o qué usurero es tan tonto en el día que busque ascendientes y no vea en sus contratas y suministros títulos de sobra para tener todos los títulos? Y no sin razón: pensaba el doctor. Desechadas mil preocupaciones, no había de conservar él la menos filosófica: la de la nobleza. Ya que había renegado de todo, se empeñó en renegar hasta de su casta. «Vosotros —dijo a sus ascendientes—, no valíais más acaso que el contratista que funda hoy su nobleza».

El largo insomnio había excitado de tal suerte sus nervios, que el doctor, en aquella soledad, en el silencio de la noche, con la luz de una sola bujía que, iluminando muebles y cuadros, formaba mil sombras caprichosas en las paredes, imaginó que todos sus ascendientes ofendidos se destacaban de los marcos y caminaban contra él, deslizándose como espectros. Hasta la coya se reía entre compasiva y burlona. El ambiente se hizo sofocante, como si respirasen allí todos los personajes de los retratos, vueltos a la vida, y como si su respiración fuese de fuego. El doctor tuvo calor y frío a la vez; pero no tuvo miedo, sino de volverse loco. Hubiera sido indigno de un filósofo suponer que retratos pintados habían de echar a andar para darle un susto o embromarle de alguna manera.

El doctor, no obstante, fue hacia la ventana que estaba cerrada, aunque era a principios de Mayo, y para respirar el aire libre abrió de par en par maderas y cristales.

El sitio a donde daba la ventana, que abrió el doctor, era poco risueño. En primer término la calle solitaria y sin salida. Las tapias del corralón, que servía de cementerio, enfrente. Y a la derecha uno de los torreones cilíndricos del castillo sobre el cual se apoyaba la casa. Más allá de las tapias del corralón se levantaban los muros de la iglesia y se veía un poco del arco y pasadizo que con el castillo la une. Antes del arco, formaba la casa un recodo. La luna llena iluminaba la calle sin gente y sin más ruido que el formado por un viento manso que doblaba la larga yerba que crecía en la misma calle y encima de las tapias del corralón.

En nada de esto se fijó el doctor al abrir la ventana. Otro objeto más importante absorbió toda su atención en el momento. Frente por frente de la ventana, junto a la tapia del corralón, iluminado el rostro por la luz de la luna, inmóvil como una estatua, con dolorosa expresión en el semblante, tal vez con lágrimas en los hermosos ojos, vio el doctor a una mujer alta, delgada, vestida de negro, y creyó reconocer a su
inmortal amiga
.

—¡María! ¡María! —exclamó; pero no le respondió la mujer. La mujer echó a andar hacia el arco.

—¡María! —dijo el doctor de nuevo.

Entonces creyó notar en todo el cuerpo de la mujer un temblor, un estremecimiento nervioso; pero ella ni contestó ni volvió la cara.

De buena gana se hubiera el doctor lanzado a la calle para perseguir a su visión. La gruesa reja de hierro que tenía la ventana impidió la realización de su deseo.

—¡María! —dijo el doctor por tercera vez; y entonces dio la vuelta a la esquina la mujer vestida de negro, y el doctor la perdió de vista.

Precipitadamente tomó el doctor el sombrero, salió al patio, abrió la puerta que daba al zaguán, y quitó la tranca que defendía la puerta exterior. La llave por fortuna estaba puesta. Abrió la puerta exterior, y fue corriendo en busca de su
inmortal amiga
, que debía estar aún a pocos pasos de distancia.

Eran las tres de la mañana. No había un alma en las calles. El doctor las pasó y examinó todas dos o tres veces. Dio vuelta a la iglesia y al castillo: saltó por cima de las tapias del corralón, y hasta en aquella mansión de los muertos buscó a su
inmortal amiga
. Todo fue en balde. Parecía que se la había tragado la tierra.

Pensó luego el doctor si estaría en el campo, y salió al campo, y anduvo por los caminos sin saber dónde iba, hasta que despuntó la aurora.

Las campanas tocaron a misa primera, y el doctor se decidió a oír aquella misa. Quizás vería en la iglesia a la mujer misteriosa, como la había visto la niña Araceli.

Tampoco vio en la iglesia a la mujer misteriosa.

El doctor estaba tan inconsecuente, tan fuera de sí, tan otro, que a pesar de su impiedad filosófica, hizo por modo extraño algo como oraciones y súplicas al Jesús Nazareno, de que era hermano mayor, y al santo pequeñito, patrono del pueblo, a ver si le ayudaban a dar con su
inmortal amiga
. Los poderes sobrenaturales fueron sordos a la voz del doctor y no le mostraron lo que buscaba.

XIV

Penitencia para el diablo

La nueva aparición, confirmando más a don Faustino López de Mendoza en la creencia de que su
inmortal amiga
era un ser vivo, y persuadiéndole de que estaba en Villabermeja, le excitó a buscarla con ahínco. Pasmoso era, sin duda, que se ocultase tan bien en lugar tan pequeño; pero el doctor perdió la esperanza de hallarla como no fuese registrando casa por casa.

Este asunto de la mujer misteriosa le pareció de tal condición, que no quiso fiarse de Respetilla para que le ayudase en sus averiguaciones. Por motivos opuestos, y quizás más poderosos, se guardó bien asimismo de decir nada a su madre. Cuando María, la llamaremos así, ya que el doctor así la llamaba, se escondía tanto, razones poderosas tendría para ello. Si el doctor se hubiera confiado a Respetilla, hubiera expuesto a María a que la descubriesen. Confiándose a su madre, la hubiera llenado de recelos. Sabe Dios lo que imaginaría su madre de mujer que así se ocultaba.

Sólo había otra persona, cuyo sigilo era grande y cuyo afecto hacia el doctor era mayor aún. A ésta pensó en confiarse para que le ayudase a descubrir a María. Dábase la circunstancia de que esta persona era la más a propósito que había en toda Villabermeja para poner en claro un misterio y despejar una incógnita. Apenas había familia que no conociese, ni lance que no supiese, ni amores que ignorase, ni pendencia matrimonial de que no tuviese noticia. Sabía esta persona hasta lo que comían en cada casa. Si ella no daba, pues, con la
inmortal amiga
, la
inmortal amiga
era un ser
inaveriguable
y utópico, por más que fuese al mismo tiempo real, visible y tangible. La persona en quien pensó el doctor para que le ayudase en las investigaciones era su propia nodriza, el ama Vicenta, la cual, desde que le crió, seguía en la casa sirviendo a doña Ana.

Ya estaba resuelto a confiárselo todo, cuando dos días después de la aparición de María, fue el doctor a su quinta en la jaca. La casera estaba sola a la puerta de la quinta, mientras que el casero cavaba.

—Señorito —dijo la casera—, esta mañana me entregaron un papel para su merced.

—¿Quién le entregó? —preguntó el doctor.

—Un forastero a quien no conozco.

—Venga ese papel —dijo el doctor.

—Aquí está —contestó la casera dando a D. Faustino un pliego cerrado, que él recibió con emoción extraordinaria, pensando reconocer en la letra del sobrescrito la mano de la mujer misteriosa.

Salió entonces en medio del campo, y mirando antes a todas partes para cerciorarse de que nadie había por allí que pudiese verle o interrumpirle, abrió la carta y leyó lo siguiente:

«No ha sido mi propósito presentarme a tu ojos ni herir tu imaginación con el prestigio de lo sobrenatural. Mi alma soñadora, anhelando explicarse esta fuerza invencible que me lleva hacia ti, descubre, tal vez se finge, otras existencias en que tú y yo, sin obstáculo alguno que entre nosotros se interpusiese, nos amamos y fuimos dichosos; pero no pretendo imponerte esta creencia. Mi alma cree también que, durante el sueño, desprendiéndose, por obra del amor, del cuerpo que anima, vuela y se pone a tu lado; mas no aspiro tampoco a que lo creas. Yo te amo y sólo aspiro a que me ames. Tengo miedo, no obstante, de lograr lo mismo a que aspiro. ¿Para qué aspirar a que me ames, si no es posible, en esta vida, que nuestro amor nos dé ventura? De aquí lo singular de mi proceder. De aquí el huir de ti y el buscarte. La prudencia me induce a huir; el amor me lleva a ti a pesar mío.

»Hay además en mi vida un misterio horrible que no quiero, que no debo revelarte. Hay algo que está en mí y no está en mí, y que me hace indigna de tu amor. No presumas ni sospeches por eso que reside la indignidad en lo que es mi persona.

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