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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Las ilusiones del doctor Faustino (21 page)

El doctor discurría una noche con tan cándida buena fe, que, al llegar a este punto, fue a la mesa de su bufete y sacó de un cajón su fe de bautismo. Quiso cerciorarse y se cercioró de que había nacido en el año 1816, y se declaró a sí propio que hasta entonces no había habido doctor Faustino, ni espiritual ni material, y que todos los seres que llenan el espacio sin límites, y todos los sucesos y cambios que traman y tejen la tela del tiempo, dentro de la eternidad inmutable, habían existido y ocurrido sin que él tuviese arte ni parte en cosa alguna.

Después continuó cavilando:

«En la corriente de la vida, en la serie de los casos y de los seres he aparecido poco ha. ¿Me hundiré, desapareceré para siempre, volveré a la nada de donde salí, o persistiré en lo futuro? Toda esta substancia que forma mi cuerpo, ¿no se ha renovado ya varias veces, y yo he permanecido? ¿Mi forma misma, no ha cambiado en lo accidental? Y sin embargo, ¿esencialmente no persiste hasta mi forma? Pues ¿por qué no ha de seguir persistiendo? Persistirá; pero ¿cuál será el modo de su persistencia? Como idea, no sólo persistirá, sino que preexistía. Como realidad, tal vez persista, pero no preexistió. En todo caso hasta su persistencia como idea será más firme, después de haber existido en realidad. Antes de ser yo realmente, era sólo, en la inteligencia infinita, una idea inmutable, eterna como esa inteligencia. Lanzado ahora en el seno de lo sucesivo y mudable, apareciendo mi ser en la corriente del tiempo, al menos vivirá también larga vida, ya que no vida inmortal, como idea y como recuerdo en otras inteligencias finitas. Algún efecto ha de producir esta vida mía; alguna huella ha de dejar; para algo he nacido; para algo soy. Sin embargo, no me contento con esta inmortalidad o con esta vaga duración de más allá del sepulcro. Quiero, no la duración de mi nombre, ni de mis pensamientos, ni de mis obras, sino de todo yo, con el recuerdo vivo de mi nombre, de mis pensamientos y de mis obras, aunque este recuerdo venga a ser un tormento sin fin de remordimiento y de vergüenza».

Aquí volvía el doctor a recordar la fecha de su nacimiento. Luego añadía:

«Nada; yo no era antes de 1816. Todo lo ocurrido hasta entonces, ni pena ni gloria para mí; pero de lo que he pensado y hecho, y amado, y sentido, y aborrecido desde entonces, quiero gloria y pena, y recuerdo perenne, y responsabilidad que no acabe. Yo me siento libre. Hay un poder en mí que no se doblega, ni cede, ni se humilla ante la misma omnipotencia. Si obedece sus decretos es porque quiere. Si no los obedece es porque quiere. Debe responder y responde de todos sus actos. Ya sea caduca, ya sea inmortal, la existencia de esto que llamo mi espíritu, en este instante fugaz, en esta vida que vivo ahora, no es un paso como otros muchos que voy haciendo en el camino de la perfección, sino que es trance que decide de todo mi destino, de toda la eternidad para mí. En esta vida he de hacerme adecuado a la idea eterna que hay de mí, si fuera de esta vida no soy más que una idea; o he de merecer en realidad todos aquellos grados de excelencia y de beatitud a que estoy llamado. Un poco de ciencia, un poco de vana curiosidad ha destruido en mí las creencias. Mi mente vuelve, con todo, por el discurso a coincidir en las más importantes de lo que por fe me enseñaron. Será esta vida un tránsito, una peregrinación a otra vida mejor; pero de esta vida depende todo. Lo esencial es esta vida. La acción del drama está en ella. Si queda para mí después una eternidad, toda ella se resume y cifra en este instante. Toda ella es sombra, reflejo, consecuencia, resultado de lo que ahora yo determine. Cielo e infierno, con su perdurable extensión, nacen ahora en el centro de mi alma, en el abismo de mi conciencia, la cual, por cima del torrente silencioso del tiempo que va pasando, vive en lo eterno. Es absurdo suponer que la vida es un ensayo, y que si sale mal venimos después a hacerlo mejor en otra. El vivir humano es más serio, más digno que todo eso. Toda la educación, todo el progreso, toda la purificación, todo el bien a que podemos aspirar ha de lograrse ahora o nunca. De esto vivo seguro, ya permanezca nuestro espíritu penando o gozando, pero inactivo después del drama, ya sobreviva sólo como concepto eterno con el recuerdo de las obras que hizo».

De esta suerte llegaba a persuadirse el doctor Faustino, no de que el espíritu de la coya no vagase por la casa y pudiese entenderse con él, sino de que la
inmortal amiga
, lejos de ser la coya, era un espíritu en cuerpo viviente, mil veces más real que la sombra, el recuerdo, el concepto de la coya revestido de forma sensible por la imaginación creadora de milagros.

Así volvía el doctor, después de mucho discurrir, a la pregunta del principio: ¿Quién era su
inmortal amiga
? ¿La habría visto, conocido y amado y se habría olvidado de ella?

A este propósito recordaba el cuento de doña Guiomar que le contaban las criadas cuando niño.

Una hechicera poderosa había robado a doña Guiomar, que era lindísima, y la tenía encerrada en una torre muy alta, sin puertas, porque la hechicera subía a la torre volando. La torre estaba en medio de solitaria llanura, donde casi nunca llegaban pies humanos. La suerte quiso, no obstante, que un hermosísimo príncipe, hijo de rey poderoso, se extraviase un día, yendo de caza y apartándose de sus monteros, halconeros
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y demás comitiva. El príncipe vino a encontrarse en la oculta y misteriosa llanura donde estaba la torre. El sol brillaba cerca del cenit. Doña Guiomar, en el elevado mirador de la torre, peinaba la sedosa madeja de sus cabellos rubios con un peine de plata. El reflejo del sol en aquellos lustrosos y dorados cabellos deslumbraba la vista. El rostro de doña Guiomar parecía circundado de refulgente aureola.

Doña Guiomar era de lo más bello que puede fingir la más discreta y generosa fantasía. El príncipe, galán, atrevido, elocuente y bello también. Nacidos el uno para el otro, se enamoraron y cautivaron al punto.

Con sábanas y colchas, con vestidos y otras telas, formó doña Guiomar una larga escala. Por ella se desprendió; llegó donde estaba el príncipe; se dieron ambos palabra de casamiento: la confirmaron con un apretado y prolongadísimo abrazo; y, puesta doña Guiomar a las ancas del caballo, huyó con el príncipe de su prisión y de la hechicera.

Aunque caminaban de prisa, doña Guiomar notó, al cabo de un rato, que la hechicera, que había vuelto a la torre y visto que ella se había escapado, venía en su persecución. Ya estaba cerca la hechicera, ya iba casi a tocar con su mano a doña Guiomar, cuando ésta tiró al suelo el peine de plata, con que se peinaba, y se formó de repente una cordillera de montañas altísimas, con las cumbres cubiertas de nieve y de hielo. La hechicera quedó del otro lado de las montañas: pero tal era su poder y tanta su cólera y su brío, que salvó las crestas nevadas, bajó al llano, y ya iba alcanzando de nuevo a doña Guiomar y a su amante. Doña Guiomar entonces tiró al suelo un puñado del perfumado afrecho con que se lavaba las blancas manos. Al punto se formó un intrincado matorral de jaras, espinos y zarzas, cubierto todo él de niebla muy espesa. La hechicera pudo, con todo, atravesar el matorral, aunque destrozándose las carnes, y sin extraviarse, a pesar de la niebla, se puso otra vez al alcance de doña Guiomar y de su raptor. Doña Guiomar tiró, por último, al suelo el espejito en que se miraba, y luego se extendió entre ella y su perseguidora un río profundo, rápido y caudaloso. La hechicera pasó a nado el río. Aunque desfallecida ya y sin fuerzas, llegó cerca de doña Guiomar. Doña Guiomar se tapaba la cara por no verla y los oídos por no oírla.

—¡Vuelve la cara, hija mía, vuelve la cara para que te vea la última vez antes de perderte para siempre! —decía la hechicera—. Hija mía, ten compasión de mí, que te he criado. Mírame una vez, ya que me abandonas.

Doña Guiomar no quería mirar; pero el príncipe la rogó que fuese compasiva y mirase. Volvió entonces la cara, y la hechicera dijo:

—Permita el cielo que quien te lleva te olvide.

Esta terrible maldición se cumplió. Llegados el príncipe y doña Guiomar cerca de la capital del reino, donde reinaba el padre del príncipe, dejó éste a doña Guiomar en una quinta, pensando volver allí por ella para que hiciese su entrada en la corte con gran pompa y aparato. Pero, no bien la dejó, se le borró su imagen, su nombre y su amor de la memoria, y así permaneció años, hasta que por otro caso milagroso, que forma la segunda parte del cuento, vino al fin a recordarla.

Este cuento, como todos los de hadas, encantamientos y asombros, puede con facilidad traducirse en símbolo y alegoría. Por esto el doctor fantaseaba que doña Guiomar era la poesía, la imaginación, la fe, que obra milagros con quien la lleva para salvarse de la fría razón que la tenía aprisionada. Un momento de abandono basta luego para que la fe se olvide y se desconozca.

La
inmortal amiga
era, pues, como doña Guiomar: era la fe, la poesía, el concepto más puro del alma del doctor, olvidado, desconocido por una maldición de la hechicera, que representaba y cifraba en sí ambición, ciencia profana, codicia, vanidad, orgullo y otras malas pasiones.

Fuese quien fuese en el mundo real la mujer vestida de negro, que una vez se le había aparecido, el doctor se sentía inclinado a convertirla en figura alegórica. Hecha esta conversión, todo se explicaba con facilidad. De la poesía no quedaba en el alma del doctor sino el egoísmo. En su desesperada modestia, creía que habían muerto en su alma la devoción y la fe.

En otra noche de insomnio, lleno el doctor del más doloroso abatimiento, se culpaba a sí mismo, y todo lo justificaba a la vez.

«Bien miradas las cosas —pensaba—, más amor he alcanzado de Costancita, que el que yo le daba y el que yo merecía. ¿Por qué fui a enamorarla y a ver si me casaba con ella sino por razones de conveniencia? Pues, si fue así, harta razón tuvo ella para mirar también por lo que le convenía y casarse con el marqués, a cuya elevación y fortuna no era probable que jamás hubiese yo llegado. Es cierto que algo de amor despertó en mi alma la hermosura y juventud de mi prima; pero amor tibio, vacilante, incierto. Si yo la hubiese amado con todo el corazón, mi amor se hubiera impuesto y hubiera hecho nacer en el corazón de ella otro amor capaz de sacrificio. ¿Por qué lamentarnos de la falta de amor, de amistad, de ternura, que guardan para nosotros las demás almas humanas? ¿Les prodiga la nuestra iguales tesoros para exigir el cambio? ¡Ah! Yo amo con amor inmenso; mas no para rendirme y sacrificarme en aras del objeto amado, sino para hacerle todo mío. La fuente del verdadero amor está seca para mí. El verdadero amor empieza por conceder a su objeto cuantas perfecciones y excelencias le hacen amable, y después que le ha dado tales excelencias y perfecciones, se postra ante él y le adora y se ofrece en holocausto. El amor egoísta, como el mío, anhela para sí un objeto dotado de todas esas perfecciones: pero examina, critica y jamás le halla. Entonces dice: “Si yo encontrase una mujer como la que sueño, ¿qué sacrificios no haría por ella, qué virtudes no mostraría, con qué afecto no la amaría?”. Por desgracia, no la hallo, y nada de esto puedo hacer. Mi amor sin objeto es también un amor sin obras. Si yo creyese en el progreso de la humanidad, en el lazo estrecho que une las almas, en la comunión de los espíritus, en el movimiento ascendente de todos los corazones hacia la luz, el bien y la hermosura, ¿qué no sería yo capaz de hacer para contribuir en algo a este progreso, a esa ascensión, a esa ventura y grandeza del linaje humano? Por desgracia, no creo mucho en eso, y así es que no hago nada. Siento que haya en mi alma este amor de la humanidad tan estéril. Si yo considerase que esta patria, este pueblo o nación de que formo parte, es merecedor de todo amor, ¿quién sabe las hazañas y heroicidades que haría por elevarle a la mayor altura? Pero no hago nada, porque al cabo no estoy muy seguro de que esto que llamamos la patria sea más que un terreno, como otro cualquiera, donde por acaso he nacido, y de que esto que llamo mi nación pase de ser un conjunto de hombres venidos de mil diversas regiones, de varias castas y orígenes, y sin más vínculo que el de leyes, instituciones y creencias, forzosamente impuestas por los más poderosos a los más débiles. El amor de la patria queda también estéril y sin objeto, a pesar de su intensidad. El amor de la belleza y del bien es amor de abstracciones: es el amor de mí mismo, si no hallo objeto fuera de mí que me parezca bueno y hermoso. Mi alma, sin embargo, está enamorada. ¿A quién ama mi alma? Quizás ama un ideal inasequible, que trabajo de continuo en forjar dentro de mí, sin llegar nunca a dar el ídolo por terminado».

Otro objeto de amor más excelso, más comprensivo, reconocía el doctor que le convenía buscar para que su corazón se aquietase: pero no se atrevía a negar la realidad de la existencia de ese objeto, y, de miedo de encontrarse con un fantasma, no le buscaba.

El doctor había leído las poesías desesperadas que privaban en aquella época; pero aún no habían salido a luz o no habían llegado a su noticia las atrevidas especulaciones de los filósofos desesperados novísimos. Schopenhauer y Hartmann no habían penetrado en Villabermeja.

No habían, con todo, sido pocos los libros materialistas e impíos que el doctor había leído. Veía además el pro y el contra de todas las cuestiones, y la índole de su entendimiento le llevaba a dudar.

La melancolía de su alma, en aquellos días, le pintaba todo con los colores más negros.

Sin embargo, contra las negaciones que había hecho de todo objeto digno de su amor, él mismo se presentaba varios argumentos.

—Es muy cómodo —decía—, negar el objeto digno. Así se disculpa la pereza, la frialdad o la cobardía. ¿Seré tal vez un miserable, incapaz de todo arranque generoso, y para justificarme a mis propios ojos quiero persuadirme de que no creo que haya un objeto que merezca que yo me sacrifique por él: que iguale al amor?

Luego pensaba si los filósofos y los poetas pesimistas lo habían sido por discurso y reflexión serena, o por ser enclenques o pobres, por falta de salud o de dinero. Mas suponiendo esto último, no dejaba el doctor muy bien parado el orden de las cosas. ¿Por qué había de haber dolores físicos o miserias sociales de tal naturaleza, que cambiasen así la condición de los hombres? Por otra parte, afirmar tal influjo era el colmo del escepticismo: era afirmar lo vano e interesado y falso de todo sentimiento y de toda idea. Si un sistema filosófico impío pudo provenir de que su autor padecía del estómago o de que no tenía dinero bastante, o de que no comía bien, también un sistema filosófico muy religioso y optimista pudo provenir de que el autor gozaba de envidiable salud y tenía satisfechas todas sus necesidades.

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